Antes, en la tarde de ese día de
la cita, yo había llegado a casa muy temprano. Al abrir la puerta, mi Rockito
vino a saludarme como de costumbre. Noté algo raro. Su pancita, ¡su pancita
estaba hinchada! Rápidamente, sin embargo, la moción interna. “Ok, Humberto,
tienes plata. Pero… la darás para tu perro o para tu cita”. Con una ética
imponderable, me suministré la siguiente reflexión: “El Rocko es lo primero”.
Media hora después regresaba con un raro confort de la veterinaria: lo que mi
perro tenía era obesidad. A instruirle dieta de inmediato y listo. Lo que es
yo: se me fue el 80% de mi poca plata.
Una pregunta que se hace el
limeño promedio en cuanto a citas se trata: ¿Las mujeres sabrían entender esta
situación?
Ya en clase, mi corazón latía a
mil. Si la gente me cree valiente, se equivoca. Tenía miedo de acercármele, a
la hora del cierre, y decirle: “vamos,
¿ya?”. Lo que hice, cuando acabó la clase, fue salir primero
disimuladamente y disimuladamente ir a su encuentro.
-Oye, hola, ¿vamos, entonces?-le dije mientras ella salía y miraba su
móvil.
-Sí, sí…-dijo como distraída.
Y nos fuimos.
Bajando, nos encontramos en el
primer piso de la facultad con un amigo psicólogo, buenmozo él pero, por lo
desganado –quiero pensar-, vuelto obeso. Si dije que no era valiente, quise
decir también que no era seguro. Un poco intranquilo contaba los minutos para
que cierre la conversa que él daba con L., dado que llevaban juntos una clase.
Nos despedimos. Al ir por la facultad de ciencias, pedí un minuto para ir al
baño. Cuando salgo, ella está sentada en una grada resolviendo un asunto con su
bolso.
-Ya está- y se para. Acaba de
enmendar su bolso oscuro de una manera práctica: le ha hecho un nudo. Yo me he
quedado mudo. “Qué autosuficiente”, pensé –y pienso eso ahora con su particular y rico dejo que tenía
y tiene-.
Al salir de la universidad, ¿de
qué hablar? Sí, ese es el nerviosismo. Bueno, con ella a mi costado ya era un
buen comienzo. Ahora… “Oye, al llegar a
casa vi a mi perro…”. Pues, le conté lo de mi perro.
A ella también se le dio por
contar. “Humberto, la verdad que hoy no
estaba de ganas… Si no me pillabas me iba y te dejaba un mensaje”. “¿Qué pasó?”, pregunté conteniendo la
ola de desconsuelo que estaba a punto de sobrevenirme. “Ah… es que me peleé por el inter con un colega al que estimo mucho…”.
Nockout. No para tanto. Pero lo único que pasó fue que se desencadenó más mi
instinto de inseguridad, el cual, como varias cosas de mi vida, fue
interceptado por la cadena de acontecimientos: llegando al cruce de
Universitaria con La Mar se me ocurrió algo que cualquier mortal juzgaría de
inepto y de un pistoletazo al pie: “Oye…
¿vamos carreando?”. “¿Qué es eso?”.
“Oh… como me gano la vida”. “A ver…”. Plaf, una aventura.
A los pocos minutos, L. y yo nos
montamos a un bus anaranjado. Fue así como mi envasada energía negativa obtuvo
bríos positivos.
-Señoras y señores, muy buenas tardes, quien les habla es un joven
inspector de cultura que ha venido a ofrecerles un excelentísimo espectáculos.
Sabedor de que se vienen las elecciones municipales quiero, a juicio de mi
actual empleador, el alcalde de este distrito, que uds. se sientan a gusto con
el servicio automotriz que le brinda este carromato. Solo así, podremos darle continuidad
al megaproyecto civil que tenemos en mente para uds. Sin más ni más… Taratatá…”.
Un poema de Benedetti. Luego, otro poema de Benedetti. Más ratito, otro poema
de Benedetti. Todos ellos del libro El amor, las mujeres y la vida, título del
poemario del charrúa, el cual le barajó el nombre a una idea del misógino
filósofo europeo Arthur Schopenhauer.
Aliviado, solo de esa forma se me
arrancó el nerviosismo, el cual quedó evidenciado cuando, al recitar el poema,
se me fue un verso que, para bien o para mal, fue detectada por un atento y
joven pasajero. Al decírmelo, no obstante, quien les habla se hizo el loco. ¿Me
hice? Yo ya lo estaba, privado de pena como y colmado de alegría al ver a L. en ese momento apretando el labio inferior y
con la cara sorprendida, con esos ojos redondones y delineados de negro que me
enamoraron.
Con el rostro encendido, al
bajar, se moría de risa y me decía: “Joo…
¡Eres todo un showman!”. También me dio algunas indicaciones sobre el arte
de recitar poesía en los carros. Así, nos subimos a otro carro y otro. En uno
de ellos, inclusive, me encontré con un conocido, quien aplaudió mi iniciativa,
la cual me trajo réditos. En un dos por tres recuperaba lo gastado por mi
Rocko. También, recobraba el vigor perdido por esas inseguridades que me
concedió la vida.
La idea que tenía al llegar al
Centro era la de caminar un rato y, oh sorpresa, dar con un profesional mulato
que tocaba callejeramente el saxo en el Jr. Huancavelica. También, subiendo por
las cuadras peatonalizadas hasta Abancay, encontrarnos con otro músico de la calle
que solía tocar con su trompeta “My Way” de Frank Sinatra. Él se diferencia por
su peculiar atuendo: zapatillas, jeans casual, un saco o una prenda abrigadora
y una enorme cabeza del ratón Mickey Mouse. Yo tenía la convicción de que le
gustarían, de que salían como la nada, pero ese día, no estuvieron. Entonces tuve
que tragar en serio la saliva y, virar para la izquierda. Quizá en Plaza de
Armas encontraríamos algo. En efecto, cuando llegamos a la plaza, tuve una
revelación.
-¿Te suele dar soroche?, pregunté mirando más allá de Palacio de
Gobierno.
-¿Qué?
-Nada, vamos, te gustará –y los dos apuramos el paso.
Cuando cruzábamos la plaza, vimos
a un hippie en una esquina, de esos que están condecorados de artísticos
vestigios para sostenerse la vida pasandiera. Él, al verla, pensó que mirándola
magnéticamente, produciría, en un santiamén, aquel instante que vincularía a
dos almas a las que sus cabelleras la artesanía las ha vuelto materia de inquietud
cultural: los dreads. Mala decisión, joven rasta. Al pasar por su costado, L. rechazó
con facilidad la menudencia de ese rastafari y creo que me dijo: “¿Y este qué se ha creído?”.
Llegamos, pues, al paradero de los buses, que, por el
horario o por la informalidad, se había pasado a la parte de atrás del Museo de
Correo. En ese momento, me dio por
molestar.
-L. mira… para que nos cobren menos…
Terminé con rostro resignado:
-… Debemos de ir de la mano.
Se rió, entendió mi juego. Nos
tomamos de las manos. Feliz.
Cuando se acercó una jaladora para
preguntar si viajábamos también, decidí prolongar el ruedo:
-Señorita, ¿verdad que si nos damos un besito nos descuentan hasta el
50%?
Ahí sí nos matamos de risa, pero
salí ganando: antes de subir le había dado un beso en la mejilla.
Dentro del carro, en efecto, full
parejas. Ella pagó la ida, con la condición que yo pague las cervezas luego.El carro demoraba, nos cambiamos
de carro incluso. Me fui al baño, ella también, nos compramos galletas. Al
rato, al buen rato, el carro zarpó.
Fuimos por una calle menuda que
llevó a la couster a la av. Tacna. Desde ahí nos dirigimos al barrio del Rímac,
barrio de historia, de pobreza y lamentablemente dejado en manos de la delincuencia.
En el trayecto, pudimos hablar; ver, a lo lejos, cómo ese cerro atrayente se
hacía cada vez más próximo. Fue ahí que me confesé, mientras pasábamos por la
fábrica de la cervecera Backus, por una alameda, por un inmenso portal de
colores rojos oscuros:
-L…
-Diiiime…
-Mi abuelo no se fastidiaría. Al contrario…
-¿Qué dices?
-Es que…
Le conté que se cumplía un aniversario más del fallecimiento de mi abuelo, que en casa se celebraba una misa y que, supuestamente, yo debía estar ahí, pero no lo estaba. En ese momento yo estaba en una situación que, presumiblemente, mi abuelo hubiera aprobado.
Creo que se enfadó, pero creo que
en el fondo le gustó. Llegamos al cerro, el carro, empinado, subía por las
estrechísimas calles. Se podía sentir que rozabas las ventanas, que eras otro
vecino, aunque pasajero, más. Lento subía el carro y la ciudad se hacía cada
vez más entrañable desde las ventanas. Sentados y acompañados, yo no sabía si
esta sería mi noche.
Llegamos a la cima, nos bajamos. Vimos
todo. Recorrimos la redondela que franqueaba lo alto del Cerro San Cristóbal.
Desde nuestra posición, Lima entera era un mar de bolitas amarillas, semejante
a un inmenso collar de perlas de la abuela, o movedizas serpientes ataviadas de
oro. Nos sentamos en el muro, mirando a la ciudad, yo mirando a ella. Estuvimos
un rato en silencio. Ahí hablamos otro poco. L. me confesó que desearía viajar,
que haría eso, que le importaba más eso que el estudio. Sí, reflexivamente,
apoyaba su rostro entre sus brazos cruzados por las piernas subidas. Yo
intentaba, en ese momento, señalarle imposiblemente la ubicación de mi casa.
Aunque supiera donde estaba de nada valdría esa boba indicación.
Llamado, ya el carro se iba.
Subimos. Descendió el carro por las laderas del cerro. Le pregunté tímidamente
si… si la noche iba a continuar. Que sí, me dijo. Nuevamente en el Rímac me
deslizó que no saldría con peruanos –ella no es de este país-, que yo era
lindo, pero que… Yo preferí no escuchar. No sé si me hacía el loco o
simplemente intentaba jugar un juego. Nos bajamos. Era de más noche aún. Nos
fuimos, entonces, por todo Camaná, a tomar a Quilca, a los viejitos o a don Ciro.
En la caminata, por todo el Jr.
Camaná, conversamos más fluidamente. En una esquinita, entre Emancipación y
Camaná, la compra necesaria. Para mí una Soda V, para ella su galleta
preferida: Chocosoda. Caminamos, nos burlamos. Nos miramos en el grande
ventanal de un edificio del cual salía gente del trabajo a darse un respiro, a
fumar un cigarro. Llegamos a Colmena y sus paredes amarillas por el fulgor de
los postes de luz. Seguimos. Dimos a la calle conocida por la juventud
alternativa: Quilca.
Fuimos a Don Ciro, por razones de
cercanía. El amplio espacio de paredes celestes y blancas estaba, como de
costumbre, lleno en esa noche. Al fondo, pegado a la pared, habían unos
asientos vacíos. Ahí fuimos. Me saque la casaca. Ella se puso cómoda. A nuestro
costado, los salientes de las oficinas conversaban, pero también nos miraban.
Pedimos unas cervezas. Bebimos.
Conversamos. Nos contábamos
varias cosas. Recuerdo que había un tipo de camisita y pantalón formales que le
buscaba la mirada. Yo me enfadé y le miré con ojos de enojo. Ella me pidió que
me descuide, que no importaba; y tenía razón. No había espacio para una
escenita, quizá era el alcohol.
Entonces, la música llegó a nuestros
oídos. Era la vieja radiola. Me miré, como suelo hacer, y dije: “Ya vengo”. Me
paré y fui hasta esa máquina antigua de música, puse cincuenta céntimos y elegí
dos canciones. Una, de Javier Solís. La otra, no recuerdo.
Al regreso, la música irrumpió en
el lugar. No sé si hubo sonrisas, solo sé que le hablé de mi padre y de su
gusto por la música mexicana. En ese mismo lugar, no me contuve y saque un
libro muy querido por mí, uno que compre en Cusco, en la universidad principal,
apenas llegado de viaje. Se llamaba “Patas arriba. La escuela del mundo al
revés”, del fallecido autor uruguayo Eduardo Galeano. Ese libro, recuerdo, lo
cogía cada vez que iba con el ánimo caído. Sus últimas palabras me
reconfortaban, me hacían sentir que había una fuerza mayor que ayudaba a los
que estaban mal. Esa lectura, como sus viejas anécdotas, me llevaron a que se
lo diera. A que le diera uno de mis mayores baluartes y amores. Es así que,
después de hacer la dedicatoria, se lo di. “Por ser un mundo al revés”,
recuerdo que puse.
La noche siguió como debía ser.
Cervezas y más cervezas, y ella junto a la pared, cambiando de posición y
estando ahora con los pies desnudos sobre la silla, a lo que yo la invite a que
los ponga sobre mis piernas para que los descanse más aún. Con las sandalias
descalzadas, posó sus pies de oscurecidas plantas en mis muslos. Pienso en su pantalón
morado, de agradable algodón y, sobre todo, en sus piernas fuertes y sencillas, dejadas al pulso de mi mano. Yo tocaba con tensión su rodilla,
pasaba mi mano caliente por los bordes de sus músculos cansados sin caer en la
insolencia. La sentía.
Ya era tarde. Una última cerveza.
Fui por ella pese a que ya no querían seguir vendiendo. Al diablo. Uno dice al
diablo por esas horas y más cuando está tomado. Tomé una cerveza y pagué pese a
que “Ciro” vino a por ella. Nada. Con un movimiento rápido evite que la coja. Ya
en mi boca, nada podía hacer. Fue algo sin sentido pero para mí fue una
victoria. Salimos, con mi triunfo a cuestas, con miras a Tacna para la
respectiva despedida.
Eso es lo malo del alcohol, que,
en su torbellino, no recuerdas. Fue así que sin planeármelo, terminé besándola.
No era como yo quería, un momento tan esperado para mí, esperado como deseado,
pero la besé. Nos besamos, cruzamos la pista y en una esquina en donde
usualmente hay travestis y taxistas cotizándolas, nos paramos esperando que venga
el taxi. Ahí, la besé de nuevo, la sentí muy cerca, mi mano pecaminosa,
exploradora, fue a por su cuerpo; en un momento terminó en sus glúteos, a los
que toqué con moderación pero también con deseada pasión; sí, era contradictorio.
Ella era suave, grácil; y experimentada.
-No sabes besar-me dijo mi tutora
involuntaria.
Yo di una sonrisa nerviosa. “Ya
fue…”. No sé si la abrace. Solo pensé
que era feliz. “Feliz”, una palabra tantas veces repetida.
Paró su taxi, ¿me iba a quedar
solo? Me dio diez soles. No quería que camine solitariamente desde donde estaba
hasta dos de mayo.
Vi su carro alejarse por esa
avenida que nuevamente nos cobijaría, como la vez que nos fuimos en un taxi
desarmado hasta su hospedaje en Miraflores. Se fue y no me quedé solo.
Elevé la mano y me subí. En el
carro una chica con la que salí me mandó un mensaje diciéndome que estaba
fumada. Yo le dije que estaba, como si se
tratara de un reto, tomado. “¿A estas horas?”, respondió.
“Sí”, respuesta no llegada. Sí
porque todo esto comenzó apenas la vi y se anticiparon las cosas por una acción
imberbe pero incondicionalmente eficaz. Tanto así que al verla –su nombre y el
mío dibujados en un corazón y atravesado este por una flecha- en una de las
páginas del índice de un libro que le presté, ella explotó en risas inexplicables
por la situación causando que su aula se alborote por lo que pasaba. Al darse
cuenta, me mando un riente mensaje, en él que me decía que casi le da un
soponcio, y también que toda la clase la miró como si fuera una loca.
Otras veces nos vimos, de esas
otras veces escribí. Hoy, a un año de la cita, refresco la memoria y avivo esas
viejas sensaciones que mi “mami” me dejó para que sepa que la quiero y que nunca
fue gratuito eso de que le vuelvan a escribir cartitas de amor de ilegibles
letras después de años de silencios.
Y sin tanta seriedad… ¡Eh, mami!
¡Sigue viajando! ¡Besos a lo lejos! ¡Llevo tu collar! ¡Él lo lleva!.
26-06-15