Se alejaba el tren verde y lo
hacía sin hacer méritos para superar a su otro compadre verde, el Gusanito de
los juegos. Ese sí era bravo y divertido y te permitía sacar la cara de la
ventana… porque no tenía ventanas. Este tren verde, de excesiva seguridad, ni
siquiera te deja comer plátanos en su interior ni tocar ni cantar canciones de
guitarra argentinas.
Hasta te quiere dejar dentro
cuando de él sacas una bicicleta a punto de armar por puro capricho.
-¡Baja, baja! ¡Apura! ¡Tan que
cierran! ¡Hey!
Hombres y mujeres reemplazan lo
que las puertas deberían hacer; no ceden la salida ni la entrada.
-Lo siento, señor-dice la
seguridad- tendrá que esperar hasta el otro paradero (El Ángel).
“¿Qué? ¡Pasu mare…!”. Debajo de
nosotros, las instalaciones de pesado fierro siguen soportando a las cientos de
gentes que suben y bajan para abarrotarse en los vagones y viajar más rápido en
esta ciudad lerda. Las colas de salida a la ciudad son otro sucedáneo de lo que
ocurre dentro de los vagones y, ¿por qué no?, en nuestras urbanizadas vidas.
“Nicaragua…”. Un poco de show.
-¡Mi hijo, mi hijo! ¡Mi hijo, mi
hi-jo…!-grita este señor. Pero ni el chofer ni el tren le hacen caso. Es más
sus puertas se van cerrando todas. Sus antenitas monses se empiezan alejarse.
El condenado me ha escuchado, se alucina más bravo que el Gusanito. Pero su
retirada no es de alguien seguro, es dubitativa. De pronto se hace… ¿Lenta?
Se detiene el tren a destiempo. Se quiere hacer el chévere, el pata, por eso
se detiene. Se abre una de sus puertas. Sale un brazo, de entre los cuerpos insertos;
sale una cabeza con la pana. Sale también la bicicleta y su dueño, el de
desmesuradas manos.
“¡Oe qué!”. Es un milagro.
-¿Qué fue?
Como si improvisara sus relajados
blues, la vocera primera replica mirando indiferente en dirección a Tacora.
-Le dije…: “¡Mi braffo, mi
braffo!”.
10-11-15
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