domingo, 2 de agosto de 2015

A él nadie lo para



Bajo del carro bañado de lo popular. Hoy a mí nadie me detiene. Ni la policía parada atrás que impide que los buses se detengan donde quieran.

Hoy a mí nadie me para.

Con el bolsillo mojado por el sudor, meto la mano en busca de monedas. Las tanteo, mis dedos juegan, se excitan, ambiciosos, con ellas. Es poca cosa, sí. Pero las gano con sudor. Mi éxtasis, calculo, durará cosa de menos de una hora.

Hoy a mí nadie me para.

Lo siento, me dice un abuelo, interrumpiendo a su esposa, no tenemos cambio, dice y vuelve la mirada a las golosinas expuestas en la vitrina de su tienda. Yo, entendiendo, pego la vuelta. Empieza, se los dije, a decaer el éxtasis ganado.

Llego, doy con la avenida, aquella que me enamoró, de tarde, y que de noche, todavía más, pero que hoy me figura que es desdeñable y literalmente vacía. Las luces amarillas y los apenas buses llenos que pasan le dan un halo de nada, de abandono. ¿Dónde los comerciantes de chucherías y resucitadores de bicicletas caídas como Lázaros? ¿Dónde ellos? Ya el oculto callejón se supone tan visible, que por eso mismo pierde todo el encanto que guardaba. Ni los gallos de plumaje blanco están en el terral que no se conmueve ante el asfalto que en la ciudad todo lo puede, todo lo quiere. Solo espero que rompan a cantar muy de temprano por la madrugada. Los hombres que antes vendían, hoy toman, pocos, en algún asiento de magullados fierros y asiento azul en plena calle. Son tres, uno, mejor vestidos que los otros dos, se disculpa: “Hermanos, vengo en una hora, debo ir, fregado, al compromiso”. Compra una Pilsen, se regresa.

Yo, siento cómo el éxtasis se me va disminuyendo, ni la casa o almacén de paredes blancas pero de lunáticos dominios de la esquina, me causa ese placer medio tonto pero placer a fin de cuentas que me provocaba cuando caminaba por esta calle hacía ya años. Nada, nada. Ya recuerdo: era el placer de caminar sin que nadie me haga algo, pese a tener mucho en los bolsillos y en mochila. Hoy, ya está, la adrenalina, el riesgo, no aparecen, a pesar que tengo mucho en los bolsillo y en mochila. Debe ser por la hora misma, a pesar de no ser tarde, y a pesar de que este barrio bravo, tenga a sus residentes metidos en sus casas o en algún otro lugar que ni Dios sabe ubicar.

Sigo la ruta, alguien me ve. Él, camina, yo vuelo. Me detengo, no obstante, en un sublime segundo de mortalidad.

Volteo, lo llamo: “¿Kuchi?”

Kuchi, descubierto, responde. “Habla, tío”.

Nos saludamos: “¿Qué hay, viejo?”, “¿Cómo estás?”. “¿A dónde vas?”. “A ver a la Milly”, le digo sincero. “Ah… está actuando ya…”. “Sí, ya sé, pero voy para verla cuando termine, no hay problema. ¿Y tú qué tal?”. Me responde con preguntas sobre carros que van a la zona del mar de la ciudad. Pienso que sí, pero no le doy seguridad en mis palabras. Intento, ya en el cierre de la conversación, ya de despedida, de puro respeto, saber de su enamorada:

-“¿Y cómo está la Sule?”.

Su rostro cambia.

-Y… creo que bien.

Sule, medio china, de respingada nariz, de personalidad tranquila, por no decir aburrida, pero de unas curvas que entrañan un erótico misterio por el silencio del que ella quiere crear un misticismo, sola. Ese “y…”, básico para nuestro lenguaje macho, me da la señal.

Pero no avanzo, no avanzaré.

Me hago el loco. “Mándale saludos, mano”.

Su “Ya, ya, ya…” tiene tanto, tanto de vencido, que no hace falta enfatizar en eso.

Soy una esponja, pronto veo a “Kuchi”, medio quejumbroso, medio vano, en el reflejo de un autobús naranja, de esos carreables, que van para San Juan. “Kuchi” está en el mar, ¿cómo así apareció en el reflejo?

Dije que las cosas duran menos de una hora. Dije.


02-08-15

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