Bajo del carro bañado de lo
popular. Hoy a mí nadie me detiene. Ni la policía parada atrás que impide que
los buses se detengan donde quieran.
Hoy a mí nadie me para.
Con el bolsillo mojado por el
sudor, meto la mano en busca de monedas. Las tanteo, mis dedos juegan, se
excitan, ambiciosos, con ellas. Es poca cosa, sí. Pero las gano con sudor. Mi
éxtasis, calculo, durará cosa de menos de una hora.
Hoy a mí nadie me para.
Lo siento, me dice un abuelo,
interrumpiendo a su esposa, no tenemos cambio, dice y vuelve la mirada a las
golosinas expuestas en la vitrina de su tienda. Yo, entendiendo, pego la vuelta.
Empieza, se los dije, a decaer el éxtasis ganado.
Llego, doy con la avenida,
aquella que me enamoró, de tarde, y que de noche, todavía más, pero que hoy me
figura que es desdeñable y literalmente vacía. Las luces amarillas y los apenas
buses llenos que pasan le dan un halo de nada, de abandono. ¿Dónde los
comerciantes de chucherías y resucitadores de bicicletas caídas como Lázaros?
¿Dónde ellos? Ya el oculto callejón se supone tan visible, que por eso mismo
pierde todo el encanto que guardaba. Ni los gallos de plumaje blanco están en
el terral que no se conmueve ante el asfalto que en la ciudad todo lo puede,
todo lo quiere. Solo espero que rompan a cantar muy de temprano por la
madrugada. Los hombres que antes vendían, hoy toman, pocos, en algún asiento de
magullados fierros y asiento azul en plena calle. Son tres, uno, mejor vestidos
que los otros dos, se disculpa: “Hermanos, vengo en una hora, debo ir, fregado,
al compromiso”. Compra una Pilsen, se regresa.
Yo, siento cómo el éxtasis se me
va disminuyendo, ni la casa o almacén de paredes blancas pero de lunáticos
dominios de la esquina, me causa ese placer medio tonto pero placer a fin de
cuentas que me provocaba cuando caminaba por esta calle hacía ya años. Nada,
nada. Ya recuerdo: era el placer de caminar sin que nadie me haga algo, pese a
tener mucho en los bolsillos y en mochila. Hoy, ya está, la adrenalina, el
riesgo, no aparecen, a pesar que tengo mucho en los bolsillo y en mochila. Debe
ser por la hora misma, a pesar de no ser tarde, y a pesar de que este barrio
bravo, tenga a sus residentes metidos en sus casas o en algún otro lugar que ni
Dios sabe ubicar.
Sigo la ruta, alguien me ve. Él,
camina, yo vuelo. Me detengo, no obstante, en un sublime segundo de mortalidad.
Volteo, lo llamo: “¿Kuchi?”
Kuchi, descubierto, responde. “Habla,
tío”.
Nos saludamos: “¿Qué hay, viejo?”,
“¿Cómo estás?”. “¿A dónde vas?”. “A ver a la Milly”, le digo sincero. “Ah… está
actuando ya…”. “Sí, ya sé, pero voy para verla cuando termine, no hay problema.
¿Y tú qué tal?”. Me responde con preguntas sobre carros que van a la zona del
mar de la ciudad. Pienso que sí, pero no le doy seguridad en mis palabras.
Intento, ya en el cierre de la conversación, ya de despedida, de puro respeto,
saber de su enamorada:
-“¿Y cómo está la Sule?”.
Su rostro cambia.
-Y… creo que bien.
Sule, medio china, de respingada
nariz, de personalidad tranquila, por no decir aburrida, pero de unas curvas
que entrañan un erótico misterio por el silencio del que ella quiere crear un
misticismo, sola. Ese “y…”, básico para nuestro lenguaje macho, me da la señal.
Pero no avanzo, no avanzaré.
Me hago el loco. “Mándale
saludos, mano”.
Su “Ya, ya, ya…” tiene tanto,
tanto de vencido, que no hace falta enfatizar en eso.
Soy una esponja, pronto veo a “Kuchi”,
medio quejumbroso, medio vano, en el reflejo de un autobús naranja, de esos
carreables, que van para San Juan. “Kuchi” está en el mar, ¿cómo así apareció
en el reflejo?
Dije que las cosas duran menos de
una hora. Dije.
02-08-15
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