viernes, 26 de junio de 2015

La historia como fue


Antes, en la tarde de ese día de la cita, yo había llegado a casa muy temprano. Al abrir la puerta, mi Rockito vino a saludarme como de costumbre. Noté algo raro. Su pancita, ¡su pancita estaba hinchada! Rápidamente, sin embargo, la moción interna. “Ok, Humberto, tienes plata. Pero… la darás para tu perro o para tu cita”. Con una ética imponderable, me suministré la siguiente reflexión: “El Rocko es lo primero”. Media hora después regresaba con un raro confort de la veterinaria: lo que mi perro tenía era obesidad. A instruirle dieta de inmediato y listo. Lo que es yo: se me fue el 80% de mi poca plata.

Una pregunta que se hace el limeño promedio en cuanto a citas se trata: ¿Las mujeres sabrían entender esta situación?

Ya en clase, mi corazón latía a mil. Si la gente me cree valiente, se equivoca. Tenía miedo de acercármele, a la hora del cierre, y decirle: “vamos, ¿ya?”. Lo que hice, cuando acabó la clase, fue salir primero disimuladamente y disimuladamente ir a su encuentro.

-Oye, hola, ¿vamos, entonces?-le dije mientras ella salía y miraba su móvil.

-Sí, sí…-dijo como distraída.

Y nos fuimos.

Bajando, nos encontramos en el primer piso de la facultad con un amigo psicólogo, buenmozo él pero, por lo desganado –quiero pensar-, vuelto obeso. Si dije que no era valiente, quise decir también que no era seguro. Un poco intranquilo contaba los minutos para que cierre la conversa que él daba con L., dado que llevaban juntos una clase. Nos despedimos. Al ir por la facultad de ciencias, pedí un minuto para ir al baño. Cuando salgo, ella está sentada en una grada resolviendo un asunto con su bolso.

-Ya está- y se para. Acaba de enmendar su bolso oscuro de una manera práctica: le ha hecho un nudo. Yo me he quedado mudo. “Qué autosuficiente”, pensé –y pienso eso  ahora con su particular y rico dejo que tenía y tiene-.

Al salir de la universidad, ¿de qué hablar? Sí, ese es el nerviosismo. Bueno, con ella a mi costado ya era un buen comienzo. Ahora… “Oye, al llegar a casa vi a mi perro…”. Pues, le conté lo de mi perro.
A ella también se le dio por contar. “Humberto, la verdad que hoy no estaba de ganas… Si no me pillabas me iba y te dejaba un mensaje”. “¿Qué pasó?”, pregunté conteniendo la ola de desconsuelo que estaba a punto de sobrevenirme. “Ah… es que me peleé por el inter con un colega al que estimo mucho…”. Nockout. No para tanto. Pero lo único que pasó fue que se desencadenó más mi instinto de inseguridad, el cual, como varias cosas de mi vida, fue interceptado por la cadena de acontecimientos: llegando al cruce de Universitaria con La Mar se me ocurrió algo que cualquier mortal juzgaría de inepto y de un pistoletazo al pie: “Oye… ¿vamos carreando?”. “¿Qué es eso?”.Oh… como me gano la vida”. “A ver…”. Plaf, una aventura.

A los pocos minutos, L. y yo nos montamos a un bus anaranjado. Fue así como mi envasada energía negativa obtuvo bríos positivos.

-Señoras y señores, muy buenas tardes, quien les habla es un joven inspector de cultura que ha venido a ofrecerles un excelentísimo espectáculos. Sabedor de que se vienen las elecciones municipales quiero, a juicio de mi actual empleador, el alcalde de este distrito, que uds. se sientan a gusto con el servicio automotriz que le brinda este carromato. Solo así, podremos darle continuidad al megaproyecto civil que tenemos en mente para uds. Sin más ni más… Taratatá…”. Un poema de Benedetti. Luego, otro poema de Benedetti. Más ratito, otro poema de Benedetti. Todos ellos del libro El amor, las mujeres y la vida, título del poemario del charrúa, el cual le barajó el nombre a una idea del misógino filósofo europeo Arthur Schopenhauer.

Aliviado, solo de esa forma se me arrancó el nerviosismo, el cual quedó evidenciado cuando, al recitar el poema, se me fue un verso que, para bien o para mal, fue detectada por un atento y joven pasajero. Al decírmelo, no obstante, quien les habla se hizo el loco. ¿Me hice? Yo ya lo estaba, privado de pena como y colmado de alegría al ver a L.  en ese momento apretando el labio inferior y con la cara sorprendida, con esos ojos redondones y delineados de negro que me enamoraron.

Con el rostro encendido, al bajar, se moría de risa y me decía: “Joo… ¡Eres todo un showman!”. También me dio algunas indicaciones sobre el arte de recitar poesía en los carros. Así, nos subimos a otro carro y otro. En uno de ellos, inclusive, me encontré con un conocido, quien aplaudió mi iniciativa, la cual me trajo réditos. En un dos por tres recuperaba lo gastado por mi Rocko. También, recobraba el vigor perdido por esas inseguridades que me concedió la vida.

La idea que tenía al llegar al Centro era la de caminar un rato y, oh sorpresa, dar con un profesional mulato que tocaba callejeramente el saxo en el Jr. Huancavelica. También, subiendo por las cuadras peatonalizadas hasta Abancay, encontrarnos con otro músico de la calle que solía tocar con su trompeta “My Way” de Frank Sinatra. Él se diferencia por su peculiar atuendo: zapatillas, jeans casual, un saco o una prenda abrigadora y una enorme cabeza del ratón Mickey Mouse. Yo tenía la convicción de que le gustarían, de que salían como la nada, pero ese día, no estuvieron. Entonces tuve que tragar en serio la saliva y, virar para la izquierda. Quizá en Plaza de Armas encontraríamos algo. En efecto, cuando llegamos a la plaza, tuve una revelación.

-¿Te suele dar soroche?, pregunté mirando más allá de Palacio de Gobierno.

-¿Qué?

-Nada, vamos, te gustará –y los dos apuramos el paso.

Cuando cruzábamos la plaza, vimos a un hippie en una esquina, de esos que están condecorados de artísticos vestigios para sostenerse la vida pasandiera. Él, al verla, pensó que mirándola magnéticamente, produciría, en un santiamén, aquel instante que vincularía a dos almas a las que sus cabelleras la artesanía las ha vuelto materia de inquietud cultural: los dreads. Mala decisión, joven rasta. Al pasar por su costado, L. rechazó con facilidad la menudencia de ese rastafari y creo que me dijo: “¿Y este qué se ha creído?”.

Llegamos,  pues, al paradero de los buses, que, por el horario o por la informalidad, se había pasado a la parte de atrás del Museo de Correo.  En ese momento, me dio por molestar.

-L. mira… para que nos cobren menos…

Terminé con rostro resignado:

-…  Debemos de ir de la mano.

Se rió, entendió mi juego. Nos tomamos de las manos. Feliz.

Cuando se acercó una jaladora para preguntar si viajábamos también, decidí prolongar el ruedo:

-Señorita, ¿verdad que si nos damos un besito nos descuentan hasta el 50%?

Ahí sí nos matamos de risa, pero salí ganando: antes de subir le había dado un beso en la mejilla.

Dentro del carro, en efecto, full parejas. Ella pagó la ida, con la condición que yo pague las cervezas luego.El carro demoraba, nos cambiamos de carro incluso. Me fui al baño, ella también, nos compramos galletas. Al rato, al buen rato, el carro zarpó.

Fuimos por una calle menuda que llevó a la couster a la av. Tacna. Desde ahí nos dirigimos al barrio del Rímac, barrio de historia, de pobreza y lamentablemente dejado en manos de la delincuencia. En el trayecto, pudimos hablar; ver, a lo lejos, cómo ese cerro atrayente se hacía cada vez más próximo. Fue ahí que me confesé, mientras pasábamos por la fábrica de la cervecera Backus, por una alameda, por un inmenso portal de colores rojos oscuros:

-L…

-Diiiime

-Mi abuelo no se fastidiaría. Al contrario…

-¿Qué dices?

-Es que

Le conté que se cumplía un aniversario más del fallecimiento de mi abuelo, que en casa se celebraba una misa y que, supuestamente, yo debía estar ahí, pero no lo estaba. En ese momento yo estaba en una situación que, presumiblemente, mi abuelo hubiera aprobado. 

Creo que se enfadó, pero creo que en el fondo le gustó. Llegamos al cerro, el carro, empinado, subía por las estrechísimas calles. Se podía sentir que rozabas las ventanas, que eras otro vecino, aunque pasajero, más. Lento subía el carro y la ciudad se hacía cada vez más entrañable desde las ventanas. Sentados y acompañados, yo no sabía si esta sería mi noche.

Llegamos a la cima, nos bajamos. Vimos todo. Recorrimos la redondela que franqueaba lo alto del Cerro San Cristóbal. Desde nuestra posición, Lima entera era un mar de bolitas amarillas, semejante a un inmenso collar de perlas de la abuela, o movedizas serpientes ataviadas de oro. Nos sentamos en el muro, mirando a la ciudad, yo mirando a ella. Estuvimos un rato en silencio. Ahí hablamos otro poco. L. me confesó que desearía viajar, que haría eso, que le importaba más eso que el estudio. Sí, reflexivamente, apoyaba su rostro entre sus brazos cruzados por las piernas subidas. Yo intentaba, en ese momento, señalarle imposiblemente la ubicación de mi casa. Aunque supiera donde estaba de nada valdría esa boba indicación.

Llamado, ya el carro se iba. Subimos. Descendió el carro por las laderas del cerro. Le pregunté tímidamente si… si la noche iba a continuar. Que sí, me dijo. Nuevamente en el Rímac me deslizó que no saldría con peruanos –ella no es de este país-, que yo era lindo, pero que… Yo preferí no escuchar. No sé si me hacía el loco o simplemente intentaba jugar un juego. Nos bajamos. Era de más noche aún. Nos fuimos, entonces, por todo Camaná, a tomar a Quilca, a los viejitos o a don Ciro.

En la caminata, por todo el Jr. Camaná, conversamos más fluidamente. En una esquinita, entre Emancipación y Camaná, la compra necesaria. Para mí una Soda V, para ella su galleta preferida: Chocosoda. Caminamos, nos burlamos. Nos miramos en el grande ventanal de un edificio del cual salía gente del trabajo a darse un respiro, a fumar un cigarro. Llegamos a Colmena y sus paredes amarillas por el fulgor de los postes de luz. Seguimos. Dimos a la calle conocida por la juventud alternativa: Quilca.

Fuimos a Don Ciro, por razones de cercanía. El amplio espacio de paredes celestes y blancas estaba, como de costumbre, lleno en esa noche. Al fondo, pegado a la pared, habían unos asientos vacíos. Ahí fuimos. Me saque la casaca. Ella se puso cómoda. A nuestro costado, los salientes de las oficinas conversaban, pero también nos miraban. Pedimos unas cervezas. Bebimos.

Conversamos. Nos contábamos varias cosas. Recuerdo que había un tipo de camisita y pantalón formales que le buscaba la mirada. Yo me enfadé y le miré con ojos de enojo. Ella me pidió que me descuide, que no importaba; y tenía razón. No había espacio para una escenita, quizá era el alcohol.
Entonces, la música llegó a nuestros oídos. Era la vieja radiola. Me miré, como suelo hacer, y dije: “Ya vengo”. Me paré y fui hasta esa máquina antigua de música, puse cincuenta céntimos y elegí dos canciones. Una, de Javier Solís. La otra, no recuerdo.

Al regreso, la música irrumpió en el lugar. No sé si hubo sonrisas, solo sé que le hablé de mi padre y de su gusto por la música mexicana. En ese mismo lugar, no me contuve y saque un libro muy querido por mí, uno que compre en Cusco, en la universidad principal, apenas llegado de viaje. Se llamaba “Patas arriba. La escuela del mundo al revés”, del fallecido autor uruguayo Eduardo Galeano. Ese libro, recuerdo, lo cogía cada vez que iba con el ánimo caído. Sus últimas palabras me reconfortaban, me hacían sentir que había una fuerza mayor que ayudaba a los que estaban mal. Esa lectura, como sus viejas anécdotas, me llevaron a que se lo diera. A que le diera uno de mis mayores baluartes y amores. Es así que, después de hacer la dedicatoria, se lo di. “Por ser un mundo al revés”, recuerdo que puse.

La noche siguió como debía ser. Cervezas y más cervezas, y ella junto a la pared, cambiando de posición y estando ahora con los pies desnudos sobre la silla, a lo que yo la invite a que los ponga sobre mis piernas para que los descanse más aún. Con las sandalias descalzadas, posó sus pies de oscurecidas plantas en mis muslos. Pienso en su pantalón morado, de agradable algodón y, sobre todo, en sus piernas fuertes y sencillas, dejadas al pulso de mi mano. Yo tocaba con tensión su rodilla, pasaba mi mano caliente por los bordes de sus músculos cansados sin caer en la insolencia. La sentía.

Ya era tarde. Una última cerveza. Fui por ella pese a que ya no querían seguir vendiendo. Al diablo. Uno dice al diablo por esas horas y más cuando está tomado. Tomé una cerveza y pagué pese a que “Ciro” vino a por ella. Nada. Con un movimiento rápido evite que la coja. Ya en mi boca, nada podía hacer. Fue algo sin sentido pero para mí fue una victoria. Salimos, con mi triunfo a cuestas, con miras a Tacna para la respectiva despedida.

Eso es lo malo del alcohol, que, en su torbellino, no recuerdas. Fue así que sin planeármelo, terminé besándola. No era como yo quería, un momento tan esperado para mí, esperado como deseado, pero la besé. Nos besamos, cruzamos la pista y en una esquina en donde usualmente hay travestis y taxistas cotizándolas, nos paramos esperando que venga el taxi. Ahí, la besé de nuevo, la sentí muy cerca, mi mano pecaminosa, exploradora, fue a por su cuerpo; en un momento terminó en sus glúteos, a los que toqué con moderación pero también con deseada pasión; sí, era contradictorio. Ella era suave, grácil; y experimentada.

-No sabes besar-me dijo mi tutora involuntaria.

Yo di una sonrisa nerviosa. “Ya fue…”.  No sé si la abrace. Solo pensé que era feliz. “Feliz”, una palabra tantas veces repetida.

Paró su taxi, ¿me iba a quedar solo? Me dio diez soles. No quería que camine solitariamente desde donde estaba hasta dos de mayo.  

Vi su carro alejarse por esa avenida que nuevamente nos cobijaría, como la vez que nos fuimos en un taxi desarmado hasta su hospedaje en Miraflores. Se fue y no me quedé solo.

Elevé la mano y me subí. En el carro una chica con la que salí me mandó un mensaje diciéndome que estaba fumada. Yo le dije que estaba, como si se  tratara de un reto, tomado. “¿A estas horas?”, respondió.

“Sí”, respuesta no llegada. Sí porque todo esto comenzó apenas la vi y se anticiparon las cosas por una acción imberbe pero incondicionalmente eficaz. Tanto así que al verla –su nombre y el mío dibujados en un corazón y atravesado este por una flecha- en una de las páginas del índice de un libro que le presté, ella explotó en risas inexplicables por la situación causando que su aula se alborote por lo que pasaba. Al darse cuenta, me mando un riente mensaje, en él que me decía que casi le da un soponcio, y también que toda la clase la miró como si fuera una loca.

Otras veces nos vimos, de esas otras veces escribí. Hoy, a un año de la cita, refresco la memoria y avivo esas viejas sensaciones que mi “mami” me dejó para que sepa que la quiero y que nunca fue gratuito eso de que le vuelvan a escribir cartitas de amor de ilegibles letras después de años de silencios.

Y sin tanta seriedad… ¡Eh, mami! ¡Sigue viajando! ¡Besos a lo lejos! ¡Llevo tu collar! ¡Él lo lleva!.
   

26-06-15

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