viernes, 26 de diciembre de 2014

Loros y palomas, miedo a que te caguen


El Centro no podía ser tan malo. No, señor. Las calles serán tremendamente sucias. Los mercados tendrán pisos casi verdes por las verduras que se dejan caer para ser pisoteadas. La bruma de los carros (¡los carros!) será aparatosamente insoportable y los jóvenes de los barrios altos mirarán con cara de desafío. Pero, ¿oír a las aves? Eso cambiaba las cosas.

Sentados en una placita abandonada por los años y recuperada por la construcción de una alameda, se veía cómo los transeúntes descansaban sus posaderas en las largas bancas de madera con respaldar de piedra. Nadie preguntaba si podía sentarse al costado de uno al ver un espacio libre. Simplemente lo hacían. Y era eso necesario para no interrumpir el momento que capturaba a los que estaban sentados: cada uno con algo para leer, cada uno con una historia que soltaba lazos y los sumergía en Dios sabe qué cosa. Metros más a la derecha, los carros pasaban sin ningún problema. Eran las 4:23 pm, y el infierno de Dos de Mayo no llegaba a extenderse hasta esa alejada calle del Centro.

Hubo algo, sin embargo, que hacía que los advenedizos –todos lo eran- levanten los ojos y los que llegaban tienten de preguntar si los asientos estaban ocupados: las aves. Cada banca que proporcionaba asiento a seis personas, tenía como columna un árbol frondoso. En total eran tres árboles que de grandes extendían sus ramas y copa hasta altas partes de edificios cercanos. La gente sentada de la plaza miraba con detenimiento las ramas y veía cómo aves de diversos tamaños y formas –pequeñas o gordas, cuellos largos o picos diminutos- se movían de aquí para allá. Entre la gente hubo quien miraba con cuidado. Él era un hombre que recordaba una historia bíblica en la que un hombre al ver hacia el cielo se queda ciego por la  cagada que le clavan una bandada de pájaro en los ojos. El hombre temía eso porque los respaldares de piedra y el piso cercano a donde se posan las aves estaba con muchos puntos blancos y crema: signos de los excrementos aviares.

Pero más allá de eso, él y quienes a su alrededor estaban sentados escuchaban extasiados como un sonido a selva. Sí, eso era. Un sonido de jungla, de abundancia animal, de comunicación de plumas, de emisión de cánticos y silbidos. Sorprendentemente, el viento que movía las hojas y ramas daba la apariencia de que había un inusual movimiento en esos ramales de la desamparada ciudad. Uno por uno fueron dejando sus lecturas y preguntas y miraron al cielo. Lima… Lima la horrible no lo era tan así. Había un oasis en ese desierto de ruido, cemento y malas caras que bien valía la pena que los caminantes se detengan, y escuchen.

Don Arnulfo, un lustrador de botas que  tenía su puesto en la misma placita, seguía, incólume del engañoso ruido selvático de la plaza, cumpliendo su trabajo.

Y el sonido persistía, y los hombres de la plaza cada vez más se sentían convencidos de que había sido una muy buena idea dejar sus quehaceres para ir a la plaza a leer por un momento. Tal decisión les hizo encontrar con una sorpresa, esa, la de supuestos loros que volaban en bandadas pero que no se podían ver bien pero sí oír. No los veían, pero qué importaba. Había un ruido encantador que los sonsacaba de sus cotidianas y citadinas vidas.

“Épale, qué buen sonido, qué increíbles esos loritos”, dijo el hombre del temor bíblico. Y movía su cabeza, recostado en la banca como estaba, hacia la parte de atrás para ver las añoradas avecillas verdes que tenían como paradero el Centro de la ciudad. Obstinado en su búsqueda, sin embargo no las veía. “Qué raro”, intentaba conformarse, y volvió a prender la oreja. Los demás lectores de las bancas y los recién llegados a ella se adaptaron al vecinal ruido de las aves nuevas y volvían a sus actividades. El hombre del miedo católico, no obstante, conmocionado por el impetuoso advenimiento de las aves fue a consultar a quien creía el más idóneo conocedor del fenómeno del sonido de la selva: Don Arnulfo.

-Mister, buenas-le dijo a Don Arnulfo-. ¿Ha oído? ¿Siempre es así? ¿Siempre hay aves por estas horas?

Don Arnulfo mantuvo un momento la concentración en el brioso moccasin que lustraba y luego le volvió la mirada.

-Sí, la grabación del hermano Elías a esta hora siempre da.

-¿Grabación?-respondió lelo y con la ilusión rota el hombre.

-Sí, pa ahuyentarlas y que no caguen las palomas, pue’ -y señaló la fachada de la Iglesia de al frente, lugar en donde en el techo habìan sendos parlantes. Era la última cosa que pudo haber visto el hombre.

El hombre veía algunas cuantas palomas entre los ropajes de una figura divina que parecía ser un santo romano. Al mirar con atención vio que se parecía al respaldar de mármol y al piso adyacente a la banca: estaba lleno de caca de paloma.

Arnulfo río de buena gana.

-Pero por la huea’ es… Mire nomás cómo se cagan las palomitas. Ja,ja,ja. El hermano debe estar como la Iglesia con su idea: cagao’ ja,ja,ja.

El hombre le devolvió la sonrisa y se fue intentando no ver para el cielo, recordando que podría ser el siguiente cagado, además del personaje de la biblia, el santo romano y el hermano Elías.


26-12-14

viernes, 12 de diciembre de 2014

¿Por qué me enamoré de L.? El periodismo, la opinión y esa Mujer



No sé si fue gracias a la mentira de la señora del kiosko o al efectivo yerro en el sistema de distribución del producto. Sea cual sea la razón, no terminé comprando Hildebrandt en sus trece (al final lo terminaría comprando en un kiosko del cruce de la Venezuela con Universitaria) donde la señora acompañada por su familiar sino El País, el reconocido diario de España.

Deben de comprarlo cuando se les presente la oportunidad. En serio. Está solamente un sol y su contenido le roba la frase a la del Trome (“cuesta cincuenta céntimos, vale mucho más”). Pocas fotos, escasísima publicidad (¡Aprende Tromercio!), muchos periodismo moderno, o sea, el informativo matizado por el de opinión –crítica por lo demás-.

Las noticias son de un corte distinto al que solemos consumir. Del tamaño de La República, El País ofrece informaciones detalladas sobre cada tema: hoy le tocó hablar sobre los recortes sociales del gobierno británico, la supuesta alzada de la economía griega, el fiasco de USAID en  Cuba con lo de los raperos contraculturales, la creación de un superhéroe que genere identidad unitaria entre los miembros de la UE, el director argentino Lisandro Alonso que últimamente trabajó con  Vigo Mortensen en una película y quien cuando no hace cine “siempre le quedará la agricultura”, etc.

Hay una sensación de que este diario sí reconoce a sus periodistas. No tendrá notas cortas pero de los informes que da, todos son firmados, todos tienen “su autor”. Porque cuando uno lee las informaciones de El Comercio, La República o Perú 21., ve que solamente los grandes reportajes llevan autoría, los mínimos no. Que no haya “mínimo”, o sea, notas cortas, puede dar luces del trabajo de este periódico.

En efecto. Y esto de las notas largas tiene su propia explicación: la publicidad y las fotos. Solamente hay 11 espacios publicitarios para las 40 páginas que este diario tiene. Por otro lado, atentando contra el mandato nacional, el periódico no le rinde culto a la fotografía. Fotos hay, pero no las grandilocuentes, las expresivas. No hay fotos que ocupen toda una página. No, hay las razonables, las referenciales, las que son guías. Más hay, y esto debe de ser de especial interés para el periodista, análisis, reportaje, información. Aquí la diagramación, la filosofía del diario y el cierre de filas ante la publicidad tienen como finalidad última la del trabajo del periodista y el ofrecimiento de lo que todos queremos: saber.

Ahora bien, es la primera vez que compro este diario y se dio por una mera casualidad. No obstante, estoy súper satisfecho. ¡Con decirles que no hay policiales! La única referencia hacia un asesinato era un reportaje que trata sobre recientes muertes entre ultras de equipos de fútbol. En lo que pude ver de este periódico, se hace un seguimiento de lo que dicen e investigan las autoridades policiales. Una cara completa para el análisis de la violencia en el fútbol. Aquí seguimos con el entripado Burga.

Y sí, estoy satisfecho. Más todavía al leer algunos comentarios del lector. Apenas leí dos cuando me llené de felicidad. Antes de ir con el País, leía el semanario de Hildebrandt. Esta vez le daban más al aspecto político: que Vilcapoma, que Christian Salas, que Figallo, que Belaunde Lossio, que López Meneses, que el fujimorismo, etc. Por último, las referencias al cambio climático que suelen hacer Francke y Basadre hicieron que termine completamente deprimido y con poca esperanza. Para variar, ya tocaban las monotemáticas historias del cuentista arequipeño que habla de que ya no puede tomar más y que su papá lo maltrataba. Decidí cambiar. Y cuando volteaba las páginas de El País, di con las de un ciudadano de Tenerife: G. Daniel Santana Bonilla.

“Luchemos contra todo tipo de violencia

Sigo indignado por lo incongruentes e hipócritas que somos. La muerte de un hincha ha provocado que se reuniesen no sé cuántos comités de antiviolencia; que el secretario de Estado de deportes y el ministro Wert realizasen declaraciones manifestando su rechazo, e incluso, estén hablando de cambiar las leyes; pero por la muerte de mujeres por violencia de género ya nadie se escandaliza. ¿Nos hemos acostumbrado a que muera cada semana una mujer o más en manos de sus parejas? ¿Hemos claudicado ya en la lucha contra esta lacra? Está clarísimo que las leyes y lo que se est{a haciendo hasta ahora no est{an produciendo los resultados que deberían: que no sigan muriendo mujeres, ni ninguna salga herida. Parece que hay algunas muertes más importantes que otras”.

A este serio comentario le siguió uno de Marta Campderrós de Barcelona.

“¡Cómo cuesta decir que no!

Hace unas semanas me llamaron para cubrir una vacante en una agencia de publicidad y relaciones públicas. Los requisitos que se pedían era: más de dos años de experiencia en otra agencia, conocimientos avanzados de inglés y francés y jornada laboral completa (incluido el fin de semana). Me presenté a la entrevista con la esperanza que las condiciones fueran acorde con los requisitos. ¡Ilusa de mí! Me ofrecieron un periodo de prueba de tres meses sin remuneración y, si finalmente la agencia decidía que era la candidata idónea, un salario de 600 euros después de estas “prácticas”. Dije que no. Y ¡cómo cuesta decir que no! Pero lo dije por todos aquellos luchadores que trabajan día tras día, porque esta situación laboral tan injusta cambie. Porque si nos conformamos nunca habrá cambio” [el énfasis es mío].

Los comentarios lo dijeron todo. A lo que yo añadiría algunos razonamientos más para este escrito. Primero que sobre el primer comentario pensé que era mujer y me llené de brasa pura. Ahora que reviso y veo que es hombre pues me conforta saber que el discurso feminazi de que los hombres somos una cagada y media se va para el tacho. Lo otro es que el segundo comentario me hizo recordar a la chica de la que me enamoré y por la que ahora mi vida da algunos tumbos. Bastaba oír su indignación, sus alteraciones que me sacaban de mi limeño sosiego. Era una locura, una energía en pantalón morado y blusa ligera. Ella no está conmigo ahora, pero por un momento sentí que leía un comentario por ella escrito y la sentí cercana. Sentía su joda y su derecho y libertad para decirlo. Lo leo de nuevo y pienso en ella y su valor: “Porque si nos conformamos nunca habrá cambio”.

Por eso no es difícil responder a la pregunta. En ella encontraba ganas extensas de vivir y el coraje para hacer que eso se cumpla... Eso era ella, poesía entera.

13-12-14


jueves, 6 de noviembre de 2014

El descuido del recuerdo

I

Mi padre, antiguo sindicalista, vio el libro que yo había sacado de la biblioteca. Lo vio y, con punzante precisión, luego de haber ojeado unas cuantas páginas, párrafos y el índice, dijo: “A este le saco su copia”. Y, en efecto, fue lo que él hizo.

A las pocas horas, ya tenía el ejemplar. Una lustrosa cubierta de plástico, muy diferente a la tapa dura del original, lo cubría. “Espacios de esperanza” era el nombre.

-Hijo-me dijo un día mientras yo tomaba sopa-. Espérate un ratito.

Se paró de su asiento. Se acercó a su maletín y sacó una fichita, que por la luz del foco, se veía completamente blanca. Era, ya ante mis ojos, la ficha que se pone detrás de los libros, en donde, a la manera tradicional, quienes sacan libros de la biblioteca dejan la fecha y sus nombre como queriendo ser memorizados. Algunas veces, cuando descubría de nuevos saberes, gusté de hacer eso. Ahora, con mis, dizque, veinticinco años, no suelo hacer esas cosas.

-Ah… bien, mañana la dejo en su lugar-le respondí a mi padre al momento que le escuchaba: “No vayan a pensar mal. Diles que fue un error…”.

“¿Será él?”, me pregunto al ver un único nombre en esa ficha ya vieja.

II

Estando solo en un rincón de la biblioteca, muy concentrado en la lectura, alguien roza mi cabello con su mano. Es Gabriel, un viejo amigo, aventurero, romántico y, lo dicen todos los cercanos, muy, muy enamoradizo. A él no lo veo en meses.

-Maozetun-se presenta con su peculiar saludo.

-Haaaabla –le digo.

Lo saludo efusivo y la plática comienza.  

Tiene trabajo, está de asistente de una investigadora y piensa que será feliz hasta diciembre, tiempo en que culmina su contrato. Me pregunta, con su actualidad de hombre de ciencias, si en mi carrera también puedo hacer eso. Antes le he felicitado por su nuevo trabajo; le respondo:

-Sí, Gabo. Justo me han hecho una llamada. Ojala salga –le digo con mucho escepticismo y sin arrebato.

Él me mira.

-Maozetun-Maozetun

III

Deseo continuar con mi lectura. Él se para, va y viene. Está recabando mucha información para su “jefa”. De cuando en cuando, él y yo nos turnamos para mostrarnos lo que encontramos en nuestras lecturas. “Asuu… ¿eso hacen los gringos allá?”. “¿Quién es ese autor?”. “A ver, pasa”. Y, en esas, la hora se va pasando.

IV

Cuando se pone un tanto mecánica la cosa, recuerdo que tengo algo en la agendita 2014. Todo el desencanto que puede haberme sido contagiado del shock neoliberal de los noventa se va (para luego volver horas más tarde), se esfuma. Abro la mochila y saco ese algo.  

-Oe, Gabo… -le digo riéndome-. Checa…

Gabo recibe la ficha que obvió mi viejo, ve el nombre del autor y del libro. “El geógrafo”, dice, y prosigue.

Sus mejillas parecen ahora dos grandes y brillantes manzanas. Sus dientecitos aparecen y sus ojos, muy negros tras sus lentes de modelo antiguo, se detienen en lo que ve, parece que temblaran: es su forma de emocionarse; no parece creérsela.

-Oye, qué locooo…-dice en voz baja pues ya la chica con quien compartimos mesa nos ha regañado con la vista-.

Yo me mato de la risa. Pienso en que nada fue pactado. Que así, con lo que ha ocurrido, debe ser mejor. De hecho, es mucho mejor.  

-¡Dice Spike!-suelta finalmente.

-Jajajaja.

V

A la salida de la biblioteca, le digo que hay luna llena, que esta está rodeada de un halo muy extraño; le digo también que la estación lunar puede ser una buena oportunidad para que uno salga de viaje y la aprecie en su real dimensión, le digo también que…

Gabriel no me escucha. Está con la misma cara de bobo sonriente. En la mano derecha porta una hoja de lectura con letras marcadas y anotaciones. Entre ella, hay una ficha.

La ficha lleva un nombre. Dice Spike y la fecha pertenece al 17 de junio del 94. Spike, intrigante nombre de su hermano mayor, que debe estar por no sé dónde, desde buen tiempo atrás leía utopías. Tal cual alguna vez hizo el enamoradizo Gabriel, hoy “hombre de ciencias”.

-¿Qué, qué? –pregunta vuelto de su sueño.

-Jajaja.. ¡Nada!

07-11-14


domingo, 12 de octubre de 2014

Maleao' aunque pasen los años




Era policía escolar. Prácticamente el soplón del salón. Buscaba imponer respeto en el salón y creo que por eso, en esa primaria de todos, no lo consideraban. Pese a ello, como Javert, parecía que tenía un alto sentido de la responsabilidad y del orden. Hasta en las afueras de la escuela pretendía que cada escolar mantuviese las formas. Eso, una vez, no le gustó a mi hermano.

-¡Maricóooooooooooooon!-le gritó una tarde de viernes, las más esperadas para los escolares.

-¡Cabro conchatumare!-siguió su amigo.

Edilson, que estaba parado en una esquina mirando el tránsito y comiendo yuquitas, se exasperó. Las terminó de un bocado y los correteó silbando como si tuviera un pito en la boca. Sí, se tomaba muy en serio su labor.

-¿Qué chucha pasa? ¿Qué chucha pasa? –decía mientras se acercaba raudo.

Pero ya mi hermano, su amigo y yo estábamos muy lejos de él. Yo miraba todo extasiado, miraba cómo mi hermano hacía de malazo junto a su amigo. Vi una piedra volar hacia Edilson. A los cinco segundos, otra piedra surcó el aire. Todas ellas en busca de amedrentar al policía escolar de la primaria.

-¡Avanzaaaaaa, payasito escolar!

Edilson, superado en número, y sin la calle de mi hermano y su amigo, optó por la retirada. Sus largas piernas uniformadas dieron un par de zancadas y un árbol fue su recaudo. “Ya van a ver”, fue lo último que dijo.

2.

Cuando llegó a la secundaria, las cosas cambiaron. El tiempo hacía lo suyo y las dinámicas del barrio también. La Peseta, ese barrio de blocks, se fue volviendo más peligrosa a medida que los chicos de la zona descubrían que ser de barrio era chévere y “rankeador” gracias a las películas centroamericanas en las que se profundizaba en historias de maleantes, pistoleros, pandillas, etc. “El loco Malteao”, una peli pésima que trataba la historia de un tal Malteao y sus amigos superó toda expectativa entre los chicos de la zona, esos que mi abuela decía: “¡No saben ni limpiarse el culo y ya están con enamorada!

Pronto formaron una barra y las calles, las esquinas de la zona se fueron volviendo cada vez más arriesgadas. Sobre todos los viernes por la tarde en que empezaban a tirarse piedra con los de otro barrio vecino, la UC9, que era del equipo contrario, y que reproducía también la idea del barrio maleado.

Los chicos del barrio y no del barrio vieron en la barra un grupo, una tribu, un lugar donde pueda anclar el tiempo libre, un circuito donde su identidad se vea creada y realzada. Entre los chicos que hicieron su ingreso estaba Edilson. Muchos amigos míos también pasaron sus meses y algunos años por la barra de La Peseta. Yo y Gustavo, un amigo del cole y que vivía por mi casa, no. Gustavo era recontra palteao’ con los de La Peseta y en parte tenían razón. Un tiempo atrás uno de ahí le buscó la bronca y Gustavo tuvo que hacerse el gil. Desde esa vez, cuando nos íbamos a jugar partido a la cancha cercana tenía que soportar su paranoia y tomar un atajo.

-Ahí están los de la peseta- me decía mirando al piso y cogiendo con las manos su balón. Parecía una niña con sus muñecas.

3.

Edilson dejó el colegio y no supe de él hasta que un día de verano, en el que yo iba a clases porque jalé un curso y llevaba el vacacional, lo vi sentado en la banca de la escuela. Estaba peluconazo y sentado como un “faite”. Lo miré de reojo y seguí de largo.

Carmelita, una chica que vivía frente al colegio, como muchas otras y otros, también se interesó en ver qué sucedía en La Peseta. Por eso mismo, después de clases, ya cuando estas empezaron, tuvo por costumbre bajar a ese barrio cercano. Pronto se hizo conocida y los varones del salón la fuimos viendo con otros ojos. Era el segundo año de secundaria.

Para ese año, el cuerpo de Carmelita ya había superado las transformaciones que en el cuerpo de la mujer se dan. Una súper cadera, unos senos que rebotaban lúdicamente cuando teníamos el curso de educación física y corríamos, y una actitud muy “entregada” y curiosa hicieron de ella el imán de las miradas de los chicos del cole y de los barrios cercanos, entre ellos La Peseta, y de ahí de Edilson.
En ese entonces, Edilson había dirigido su enfermiza aplicación a despuntar en la barra. Con tres años cumplidos ya tenía un nombre ahí. Era rudo, sí, pero con los chicos del cole, del cual captaba algunos malandros para la barra, era pata. En un tono lo conocí y me pareció buena onda. Aprovechando eso, cuando iba al mercado o a la canchita cercana a La Peseta, contagiado por el razonable miedo de Gustavo, elaboraba en mi mente ideas como: “Habla, barrio, ¿qué fue? Yo soy primo de Edilson”, para que no me roben los ya infranqueables chicos de La Peseta.

4.

Una vez, a la salida del colegio vimos a Edilson, ya con el pelo recortado y al rape, esperando a alguien en la esquina. La mancha colegial se acercó a él y le hicimos el habla como era habitual. Hablamos de la pichanga, del barrio, de los tonos, de las flacas, de todo. En un tema importante para el momento, es decir, sobre qué barrio hacía qué y quién era el mejor, Edilson se fue del grupo. Era raro porque él era el más interesado con eso. Pero sucedía que este chico, ex “payasito escolar”, iba a recoger a la famosa Carmelita, la cual, seducida por la fama de chico malo de Edilson, lo besó en una fiesta de esas que siempre habían en La Peseta. Desde esa oportunidad salieron y Edilson la iba a buscar a la escuela.

-Hablao’ pe’, batería-fue lo que este dijo en voz altísima y bien maleada y se fue abrazando todo faite a Carmelita, quien movía mucho sus caderas cuando caminaba.

5.

Si bien todavía no terminábamos el cole y muchos de los de mi edad todavía seguíamos recibiendo el aforismo de la abuela (“…ni limpiarse el culo saben”), casi todos nos las dábamos de malcriados. Pero, a ciencia cierta, los verdaderos malos eran los de La Peseta. Por lo menos en la zona, ellos eran los bravos. Luego, cuando empezaron a bajar para robar los del Callao, las cosas fueron cambiando.
Pero, antes de que las cosas fueran para peor, uno de los de La Peseta fue apadrinado por uno de los bravos del Callao. Gracias a esa alianza, las cosas volvieron a la turbia normalidad.

En ese contexto, Edilson ya se había vuelto un desadaptado total. Portaba armas, se alucinaba químico y preparaba su propia cocaína e inició tendencia en el barrio al tatuarse las primeras estrellitas –que estaban de moda- en la pierna izquierda.

Cerca a La Peseta había un terreno vacío que pronto fue puesto en valor. Un enorme afiche fue levantado y se leía lo siguiente: “Pronto los departamentos más cómodos para tu familia. Informes aquí”.

Era el boom de la construcción. Había dinero en la capital y mucho de ello se destinaba a infraestructura. El dinero negro, con esa sagaz nariz que tiene, pronto vio en él una oportunidad. Los capos de la droga y la delincuencia empezaron a lavar su dinero en residenciales, restaurantes y todo negocio de fachada. También los antiguos tirapiedra encontraron trabajo como obreros. Incluso se formaron sindicatos. Estos, sin embargo, eran muy distintos a los anteriores. No defendían derechos del trabajador ni representaban idearios políticos. Solamente se interesaban en extorsionar a los ingenieros y ver satisfechos sus bolsillos. Nada más.

Edilson, y muchos de La Peseta, ingresaron. Era común ver a los de esa mancha en una esquina cercana a la obra. Algunos con sus táperes de comida, otros con uniforme naranja de obrero y ojos bien rojos en la hora del descanso.

-Láaaaaanzala pe, chino-me decían.

El olor a marihuana se expandía por los altos de los edificios.

6.

-No sabes la última-me contó un causa cuando nos alistábamos para ingresar a la pre.

-¿Qué fue?

-Los tombos están que buscan a Edilson.

-¿Por qué?

-Porque ese huevón se ha bajado a uno del Callao.

-Hablas huevadas- le dije.

-Sí, compare. Fue en la obra. Uno de esos huevones le metió un quechi a Edilson. Y este todo locazo y fumado se fue a su casa. Sacó su fierro y de tres balazos se lo bajó. Dicen que se ha ido para Huancayo, Cusco, no sé.

Era verdad. Edilson, cada vez más malogrado, fumaba y fumaba junto a la mancha cada vez más perdida de La Peseta. No solo él llevaba pistola, sino la mayoría del grupo. En realidad, Edilson no había matado a ese otro obrero del Callao. Solamente lo dejó cojo. Por un tiempo, La Peseta y los alrededores eran sitiados constantemente por avezados delincuentes que venían a buscar venganza. Fueron tiempos difíciles en las que constantemente las noches de la zona eran sacudidas por pistolazos y lisuras de muy alto calibre. Felizmente, eran formas de amedrentar pues no hubo nunca un muerto que haya tenido que ser lamentado. Edilson, pendejísimo, encontró un buen lugar en la región de Apurímac. Para variar, se cachueleó allá pasando droga en la frontera de Perú y Brasil. Incorregible.

7.

Hoy La Peseta no tiene la fama de antes. A  veces se puede caminar por las noches por sus calles y una que otra vez te roban, pero es gente de otra parte. Los chicos de La Peseta han cambiado de estilo de vida. Trabajan, estudian, etc. El tirar piedras fue solo una época de sus rápidas vidas. Pero ese no es un destino compartido.

-Hablaaa, chinooooooo-me dice una voz y yo volteo asustado.

En efecto, ese grupo de cuatro personas que han cruzado la calle haciendo mucho ruido y caminando por toda la vereda como malos son de La Peseta. Entre ellos hay uno que me reconoce y me saluda.

-¿Qué haaay, loco? –digo mecánicamente y como cortesía pues no he distinguido a mi interlocutor.

Sus tres patas me miran, me tasan; uno de ellos escupe al suelo. Rocko y yo caminamos más despacio pero yo sigo mirando, forzando la vista.

Desmoñando marihuana a vista y paciencia de todos, Edilson junto a sus amigotes van por las frías veredas de esta noche buscando una manera interesante de pasar el rato. 

A lo lejos han visto a alguien. Los cuatro apuran el paso.

13-10-14




domingo, 28 de septiembre de 2014

Una carta te ha llegado


Ese viernes me subí a un carro
Tan alegre y saltón estaba
Que hasta el sol salió.
Recuerdo que pleno de energía
Les conté al público del carro
Que yo te escribiría
Tan, tan,
Tan feliz
Que incluso les dije algo de poesía
El señor de lentes
Elevó el pulgar,
Otro señor aplaudió
Les conté un chiste
Todos
Incluido yo
Reímos
En la mañana fui al correo.
Seis días atrás
Con una cantora y un cantor
Y un recuerdo de la infancia
También
La idea ya estaba pactada
Faltaban las coordenadas de tu hogar
Una amiga, una amable amiga tuya,
Que te abrazará como yo siempre lo hice
Me la dio
Y desde aquí mando un abrazo
Un fuerte abrazote
Para ambos ángeles
Por supuesto, el que tenga más amor
Es para ti.
Llevaba la carta en la casaca
Y Miguel puede corroborarlo
Antes de entregárselo a la señora
Y que la carta de bordes rojos dé su gran viaje
Le dije:
Señora, me ausento por unos segundos
No la vaya a molestar
¿Qué cosa?, pregunto ella
“El humito del amor”
Y con mi maderita me fui a la puerta
A encender la mechita
Que, te diré una confidencia,
No pudo enfrentarse al fuerte viento
Que corría por las columnas viejas
Del edificio de Mirones
Y llameó, sí
Pero muy débil
La maderita no pudo ser
total
En realidad, actividad privada como era
Solo la reserve para mí
Y para una ausente tú
Dejé la carta
Guardé reposo
Esperaba
¿Ya llegará?, pensé por días
La señora, la señora de la carta de los dos precios
Me dijo que la mía era la más insegura
Y más por eso
Que por economía
La elegí
Es ese miedo, esa inseguridad
Esa curiosidad gatuna y arriesgada
Que me llevo a hacer eso
Porque lo imprevisto…
Generalmente me trae buenos resultados
Total, resulta que cruzó los mares
La carta ha llegado
Venciendo sinfín tribulaciones
(No se sienta sola mi cartita… decían otras cartas)
Y acudiendo a la amada
Qué bien, qué satisfecho
Bien valió la pena que el cuarto esté oscuro
Y se convierta en un salón ritual
En donde las velas de ella
Y sus olores también
Anden presentes e inicien su posesión de mí
La carta
Está ahora con su dueña
Ella está alegre
Y yo sereno…
De poco en poco
Iré fragmentándome
Cuerpo con palabras
Palabras con cuerpo
Verbo resumido (si es que se puede)
Andaré con ella
Andaré contento
Le diré que la he extrañado
Que el nudito me molesta
Que mi pecho siente frío
Que cuando camino nocturno por las calles
Su recuerdo me golpea
Y que siento un miedo que remuerde
Cada vez que la intento remembrar
Yo no lo quiero decir que las noches son muy tristes
Y que añoro su calor…
Su voz, su dejo, sus malos hábitos
Su locura rica
Su forma de saltar
Y la excelente forma con que soplaba su revólver
Quiero decirle
Que extraño el parque, y el malecón de noche
Y que quiero que sus dedos
Nuevamente me entrelacen
Mientras tanto,
Cuando enfrento al tiempo y la distancia,
Escucho una canción
Una que canta
Sobre cartas que han llegado
Y son todas, toditas para ella
15-09-14

domingo, 31 de agosto de 2014

Con el recuerdo entre los dedos

La música genera una atmósfera por lo demás favorable. No es salsa, como quizá debería incumbir. Ya lo será cuando salga sol, que hoy no nos visitó. Hay rock, un rock antiguo y perviviente que seguidamente nos hace cantar de manera mental. Rocío no lo ve así.

Ella, mientras todos por un momento están silenciosos comiendo, abre despacito la boca y expresa en palabras el sentimiento del cantante. La veo a ella conectada con la música, mirando lo que no está en la pared azul, dirigiendo su vista a algo más allá.

Mi tío Alberto está de maestro de ceremonias, Además de eximio  chef dominical. Frente a él hay una parrilla recién estrenada en el cual se disputan su atención bisteck de carne, filetes de pollo, corazones de res, pancita y también panceta. Asimismo, depositadas en un pequeño cuadrado de metal delgado, hay ciertos vegetales de vistosos colores, los cuales, en compañía de la carne y la yuca y la papa, ofrecen un gusto superlativo al paladar.

Cuando el tío Alberto pone en mi plato a medio terminar una berenjena le digo a mamá:

-¡Ma! Mira, palosanto –y le señalo el plato.

Ella se ríe. Mi hermano no sabe de lo que hablo. Yo pienso en ti: hasta en los platos estás.

Mi madre gasta bromas, mi hermano también y las celebra con Rocío besándose con cariño y expresando palabras sacadas de la niñez: “amoorrrr”.

La abuela mira satisfecha todo y mi tía sonríe  cuando le dicen: “tía, mira pa la cámara”. Andrés, mi padre, se acerca a mi tío, se acerca muy maduro, y recibe de este un pedazo de carne jugosa. El ambiente, queda claro, es muy familiar.

-Rocko, Rocko, Rocko –algunos gritamos. Con la esperanza de que nuestro can pueda ser visto-.

No tardan minutos para que, desde arriba, el perrito nuestro ponga sus patitas y su cara en el murito del tercer piso. Es prácticamente imposible que nos vea por completo. Huele, emite un sonido de malestar por no estar con nosotros y de inmediato se baja. Da un par de ladridos que expresan su inconformidad.

Alberto, cuando oye que queremos que el perro baje, se niega con algo de molestia. “¿Están locos? No, no, no”. Él no quiere que Rocko baje, pues el  perro es capaz de, ya aquí, escarbar con fuerza la tierra. Nosotros, los hermanos, nos reímos ante esa posibilidad.

Un ave valiente se acerca a donde mi familia está. Se posa rápido en el muro que nos separa de la casa vecina y voltea su carita para poder vernos mejor. Está justo a la altura de donde se encuentra mi tío. Donde me siento puedo ver a esa avecilla que pareciera estar en la cabeza de mi tío. El ave da un saltito, y luego da otro. No ve nada que pueda ser comido por su boca de pajarito y emprende, fugaz, el vuelo.

El cielo está gris, no como ayer. Las pocas hojas del árbol de pacay no ocultan el cansado estado en que el árbol añoso se encuentra. Viendo su tronco, sus hojas, sus ramas sin fruto y el cielo de marco, uno se da la idea de lo triste que a veces puede ser el invierno, que, por cierto, está a días de irse.

Yo estoy engatusado por todo lo que hay a mÍ alrededor: la familia unida. Dejo mi asiento unos segundos y voy a la computadora para dejarle un mensaje a Elvira, decirle lo contento que estoy y mandarle una música. Deseo darle un recado que tenga esta frase: “andaluza… yo necesito tu amor…”. Pero, por alguna cohibición, no lo hago. Dejo la  computadora, cojo los periódicos y vuelvo con mi familia.

Deportes, negocios, actualidad, todo lo reviso rápido y me detengo en el suplemento de viajes. Paso sus páginas y una visión me conmociona: es una bella foto de un río grande amazónico. Hay un árbol fuerte que tiene ramas muy aproximadas al río, que traspasan la orilla. De una rama consistente cuelga un niño, asido desde las piernas a lo que parece ser una tablita de madera. El niño está de cabeza y disfruta de una vista esplendorosa: toda la selva, todo el agua, todo el aire están solo para él, aunque  volteados.

Le muestro la imagen a Rocío, que me hace unas preguntas por la foto e intento explicar. “Ya sé por qué la selva le gustó tanto a Elvira…”, pienso.

El suplemento es prometedor por aquella divertida foto. Lo es aún más cuando, al voltear la página, aparece un colibrí azul, y en la página siguiente otro. La revista dedica su número a explorar un bosque en donde esas ágiles y simpáticas aves abundan. “Sí… ya lo sé”.

Mi abuelita, ha estado todo el tiempo a mi costado, participando de la conversación e, igualmente, gastando bromas. Su mirada está pacífica, amable y queda. Cuando, un poco cansado, pongo mi cabeza en su hombro cubierto por la chompita blanquinegra para descansar, ella me  toca seguidamente con su dedo experimentado, intentando, en particular forma, darme una caricia. Yo me río, me agrada esa tosquedad tan íntima. Ella lo sigue haciendo.

La empatía que ella desprende hace que recuerde aquel momento del parque en que estuve con Elvira. Estaba yo con ella, los dos sentados y juntos, conversando. En esa oportunidad, el instinto me dijo que le diga para sentarnos, cuando cerca estaba la universidad. Ella accedió y la banca fue nuestro aposento.

Poco a poco, ahí en la banca, me iba acercando. Hacía frío y terminamos abrazándonos. Con las cabezas cercanas, sintiendo yo su oreja, le confesé mi sueño. Le dije que en sueños la había visto en una fiesta, con un look distinto pero igual de guapa. En el sueño quedamos en vernos para otra fiesta, que sería a horas después. En un determinado instante, antes de supuestamente entrar, se me impidió el acceso. Elvira adentro, y yo no. La posibilidad de verla perdida sin remedio.

Se lo contaba, con algo de inseguridad, con miedo de que no le cause risa, ni le agrade. En efecto, me lo dijo. Luego empleé las rimas, que hicieron que sobrelleve la situación. Con algo más de confianza el contenido de las rimas pasaron del divertimento al del amor. Gozoso en mí, recuerdo que le dije cosas bellas y musicalizadas. La seguridad provenía de ver su rostro satisfecho al decirle que sí, que me dolería su partida, pero estaba dispuesto a jugármela porque de ella me había enamorado.

Paré de rimar, había cumplido con el pecho inflamado. Al ratito, y con mágica lentitud, nuestras mejillas cálidas se recorrieron y perdí el contacto con su oreja y con su arete. Perder fue ganar, pues sentí su nariz y, más feliz aún, sus labios que ansiadamente le buscaba. Debo decir que fue el beso más hermoso, más perenne que haya tenido en mi vida.

Cambiamos de posición, con alegrías en los rostros, y, como un niño, terminé en su pecho y abrazado por sus manos. Elvira no lo sabe y quizá sea menester que ella de eso no se entere, pero el abrazo que me dio lo llevo muy adentro. Todavía siento sus manos que recorren mis cabellos, la seguridad con que sostuvo mi cabeza, su calor de mujer, los besos pausados que me daba, el soplo de sus labios y su mirada fija y memorable hacia el árbol que a nosotros secundaba. Elvira escribía sin saberlo uno de los pasajes más atrayentes de mi vida.

Mi abuela sigue tocando mi cabeza con su dedo. La familia continúa comiendo, escuchando la música, conversando y haciendo bromas. El recuerdo de las blancas manos de Elvira, sus dedos entre los míos cuando paseábamos por las calles de la ciudad, es despedido.

Elvira ya no estaba, solo la recordaba, era una imagen. Pero una imagen constante, siempre presente y gratificante.

-Sobri –dice mi tío.
Lo miro, entiendo de qué habla, me inclino y cojo mi vaso de sangría recién preparada. “Salud”, dicen todos.  

-Salud por la familia.

-Por que estemos bien.

-Por la chambita.

-Por el Rocko.

-Qué por el Rocko, oye.

-Por la unidad.

Los vasos se chocan y todos compartíamos la belleza.

-Salud por mi abuelito-digo cerrando la lista.

-Bueeena –dice mi tío recordando a quien le dio la vida- buena, buena, sobri.

-Salud por Vira-digo también pero en voz baja, bien para mí, aprovechando la oportunidad.

Mi abuela me mira y pregunta calmada e interesada, mientras baja su vaso recién brindado:

-¿Vira? Ah… la de allá, ¿no? ¿Y cómo está la chica?

La abuela se acuerda. Tomo un poquito de sangría y mi cabeza regresa a su hombro.  

-Vira ta bien, abue. Ta bien.

Siempre deseo que así sea.


31-08-14

sábado, 30 de agosto de 2014

En la poesía… el fondo es sitio




El carro está zumba que te zumba. La calle está semi-vacía, pero las condiciones interiores del motor de este carro, además de la dormida manera en que el chofer maneja el bus y deja que los deterioros tomen las riendas, influyen en la  travesía de este gran carromato de color naranja.

¿Y los pasajeros? ¿Y su voz cantante? Los pasajeros no dicen nada. Y no porque estén enchufados con su Iphone o alguna musiquita que salga del aparatito moderno. No. Los pasajeros están extasiados con un joven de melena negra y buena presencia que, parado en medio de todos, hace contorsiones con sus brazos, evoca volcanes, faunas silvestres, eleva la voz, recuerda al amor, mira con atención y desliza los dedos por el aire cautivo de ese… bus.

El joven recita poesía.

El acompañante literario del día de hoy (pues el oficio del joven es la de recitar poemas según acordó con su joven maestro-su abuelo-cuando este falleció tiempo atrás y le legó tal oficio) proviene de tierras españolas, de Alicante, una ciudad cercana a otra  ciudad que el joven guarda festivo en su corazón: Andalucía. En ese lugar vive Almudena, la mujer que le enseñó el amor. A ella, pensó el joven que recita, le hubiera gustado escuchar el poema “Carta” de Miguel Hernández, poeta tutor de esta faena. Un estribillo en particular le hubiera encantado hacerle escuchar a esa ninfa de ojos misericordiosos pero que esta vez oye el público:

Aunque bajo la tierra
Mi cuerpo amante ya no esté,
Escríbeme a la tierra
Que yo te escribiré

El joven, que pisa fuerte el piso de lata del bus, formando un ritmo adicional a las de por sí musicalizadas letras que salen de sus labios, canta –o intenta cantar- ese poema al público que obsequioso lo ve.

Cada vez que salen palabras, su rostro se alegra, un júbilo lo recorre. Termina el poema y, cuando va a presentar el segundo poema, se encuentra con una carta. Fulminantemente, algo recorre su pensamiento.

-Y como ven, señoras y señores, este poema me ha motivado tanto que…¡Apenas leído! Me puse a escribir esta hermosa carta.

Muestra la carta que tiene los bordes recorridos por pequeñas tiras rojas y que al parecer volará esa misma noche por los aires y disfrutará del aroma del mar. Una espléndida mujer será la receptora. La carta es del tipo clásico de correo aéreo. El público mira con satisfacción. “Qué loco”, deben pensar.

De inmediato, presenta, con unas rimas que le salen de una manera muy natural y divertida, a otro poeta, al gran Benedetti. Es hora de que el público escuche al arsenal de amor que este charrúa ha preparado. El joven recita… “Ustedes y nosotros”. “Ustedes cuando aman…”. “Nosotros cuando amamos…”. Aquel poema, que lo sabe casi de memoria, era el haz bajo la manga que el joven tenía para captar eternamente a los transeúntes de esa máquina movilizadora llamada bus.

El público está feliz. El joven ha mirado pero se ha hecho el desentendido. En la parte de atrás hay un hombre bien vestido, de barba descuidada y ojos que también lo han visto pero que, huidizos, voltean. El joven prepara algo:

-Y así, señores, en este día radiante en que hay que agradecer al señor sol por bañarnos con su luz, nosotros tenemos nuevamente poesía. Espero que haya sido de su agrado, que haya sido suficiente la voz y más alta todavía la imaginación. Reitero mis deseos aunque quisiera pedir disculpas al maestro de atrás –y señaló al mister bien vestido- por no haber traído desde la India al amigo Tagore. Me informan que está dando clases de lirismo hindú en la universidad que creó, así que por esos motivos, lamentablemente no pudo venir. Sin embargo… Para la siguiente fecha, mmm… más o menos para el siguiente viernes en esta misma hora, ruta y mismo canal, él sí estará acá.

El señor bien vestido escuchó y lanzó una carcajada. En efecto, la semana anterior le había pedido, en esa misma hora y en ese mismo bus, que diga más poemas de Tagore.

El joven, que hablaba demasiado rápido pero con una elocuencia tremenda que todos entendían, viendo que tenía al público muy atento para con él, se lanzó:

-Y bueno, señoras y señores, como ya les dije, me estoy lanzando al concurso de recitales de poesía y ustedes son mi público imaginario, aquí practico. Quería decirles también que… en estos días entraré a trabajar y quisiera imaginarme, señoras y señores, cómo haré a la hora de que me paguen el sueldo.

Mientras decía eso hacía ademanes con su mano de recibir dinero.

-Sí, señores, entonces nuevamente recurramos a la imaginación y pensemos en que yo paso por sus asientos y ustedes son mis jefes. ¿Les parece?

En ese momento, por cuestiones de realidad, muchos le quitaron la mirada y volvieron a sus interioridades. Pero eso fue lo de menos.

El joven pasaba por los asientos y lo único que recibía eran caras de afecto, asentimientos, algunos noes –escasos a decir verdad- y uno que otro dormido. Lo mejor, como  ocurre muchas veces en esta vida, vino al final.

-Toma, muchacho –y el joven recibió un sonoro sol.

-¡Gracias!

-Sí, pero… oye, Benedetti no era de Argentina, ah…

El señor bien vestido aprobó lo dicho por ese otro señor de camisa roja y cabello medio castaño. Para qué dijo eso…

-Oooiga, ¿qué paaaaasa, mister? ¿Cómo? Clarito he dicho que Benedetti era de Uruguay. Sino que he dicho que…

-No, pero si has dich…

-No, no –le hacía ver el joven- yo he mencionado a Argentina, como país vecino, pues en Argentina hubo un presidente apellidado “de la Rúa” que rimaba perfecto con “charrúa”, de tal manera que suene bonito y así todos se enteraban de que mi tío Mario era de ahí, del país Oriental.

- ¡Ahhh…!-dijo reconociendo la picardía de ese muchacho melenudo-¡Bien, bien, ah!

-Claaaro –replico el joven, feliz.

-Pero-para no quedarse callado dijo el señor de camisa roja- a la próxima una de Neruda pues.

Para qué dijo eso… El joven fue de vuelta al escenario, es decir al medio del bus, y dijo:

-¿Cómo que no? ¡Hay, hay Neruda! Préstenme atención –dijo con una sonrisa de malicia y con total seguridad.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche
Escribir por ejemplo la noche está estrellada
Y tiritan, azules, los astros, a lo lejos.
Puedo escribir los versos más tristes esta noche…

Los pasajeros lo veían, sorprendidos. Algunos crédulos pensaban que el joven todas se las sabía.

-Pero… pero… pero… no voy a poder continuar, señores, pues me acabo sino con el repertorio. A la vuelta, mister, a la vuelta se lo recito completito, ¿ta’ bueno? –le dijo.

El público lo miraba y demostraban que el buen humor se logra mediante una buena comunicación.

Cuando todo parecía que había terminado, sin embargo, el señor bien vestido le dijo algo al joven cuando este hacía referencia a Miguel Hernández.

-Sí, sí, interesante, pero a la próxima mejor cambia Miguel por Luchito.

Una moto pasó rápido y el joven no escuchó.

-¿Quién dice, usted?

-¡Luchito! –y el señor intentó deletrear “Luchito” con las manos.

Nuevamente… para qué dijo eso…

-¡Luuuuchitooooo! ¿Cómo no? –y repitió su anterior movimiento yendo al medio del bus. Pero esta vez era más difícil pues no recordaba completos los detenidos poemas del médico poeta de Jesús María. El joven miró al público como pidiendo ayuda, fue una mirada muy rápida, no exhaustiva.

-Luchito, claro, el grande. ¡Ahí les va!

Soy Luisito Hernández
Y sé a dónde voy
Pues llevo un puñal
Clavado en la espalda

Y tampoco continúo pues había dicho el poema mal; solo había dado el extracto más famoso. De todos modos, al público le encantó. El joven de la melena negra estaba muy efusivo. Vio, de pronto, que ya se acercaba su paradero y él, sentado de vuelta cerca al conductor, se paró, feliz, con una sonrisa de oreja a oreja y dijo sus últimas palabras, unas bien alegres y que venían desde la sangre:

-Señoras y señores…

Me gustan las sonrisas
Más que las monedas
Pero no esperen mis señores
Que yo se las devuelva

El público aplaudió la creatividad y el joven se bajó, no sin antes agradecer por el grato momento.

-¡Y que viva el médico de Jesús María!


30-08-14

jueves, 28 de agosto de 2014

Apuntes a la volada: antropología política

En las próximas horas o días revisaré mi cuaderno o hablaré con algunos compas de clase. Antes de eso quisiera dejarle una reflexión interesante que surgió en la práctica de hoy del curso de Antropología Política.

No recuerdo cómo pero desde la Polinesia de inicios del siglo XX terminamos en plena y bullente actualidad política. El vínculo entre ambas temporalidades era la del intercambio de presentes, bienes o relaciones. En la Polinesia le llamaban el kula y lo que se trasladaba de persona en persona era el don, bajo el subterfugio del hau, una especie de valor que el objeto tiene y que hace que retorne a su dueño – de un circuito básico de tres personas-. El kula, además, organizaba a la sociedad. La institución del kula evitaba que la sociedad entre en conflicto dada la obligatoriedad de la entrega de dones y la constitución de relaciones sociales. El hau devuelto además restringía la posibilidad de que el donatario tenga una posición eminente de poder y por eso devolvía el presente. Moralmente, en las tribus que formaban parte del kula, acumular poderío, limitar la circulación de bienes era algo inmoral.

De acuerdo con esto, y del cual se desprende la oración con que inicié estas líneas, quien dirige la práctica comenzó a hablar sobre el Estado peruano y la falta de ciudadanía que tienen quienes habitamos Lima (no me animaría a hablar de otras regiones aunque sé que también están hasta el perno).

La forma moderna de organización social, el Estado y su contrato social, se abastece supuestamente de impuestos. Pero en una realidad como la peruana, en la que se supera el 70% de informalidad, ¿cómo recabarlos? ¿Cómo hacer obra pública? De inmediato saltó a la vista el recurrente tópico que repercute en fechas electorales: “roba pero hace obra”. ¿Realmente le duele a la gente cuando un político roba? ¿Afecta sus bolsillos? El estimado de informalidad haría pensar en que no puesto que hay mucha gente que está al margen en materia impositiva.

Dado esto, los hechos indicarían que como no afecta el bolsillo del informal (¿De hacerlo tendría efectos? ¿Ellos, los informales, que desde los setenta son el tema carnecita de las ciencias sociales como aliciente del crecimiento económico, como muestra clara de la crisis de los partidos políticos por la incapacidad de estos de representarlos?), a estos no les molesta que un político haga obras y robe. Sería lo mínimo que se espera en una arena política sin programas de largo plazo y en la que la desesperanza por la que se haga algo cunde. Entonces… “que haga obras, normal que robe. Total…”. Mientras tanto los individuos hacen lo que quieren porque no hay quien fiscalice, no hay programas. Lo que hay es inmediatez y miras cortas. También hay "emprendedurismo" o un individualismo atroz. 

Si el filósofo Hobbes hablaba de que se pasa de un estado de naturaleza (caos supuestamente) a otro en el cual el Leviatán administra el uso de la fuerza para regular la sociedad, somos testigos que en pleno siglo XXI los atropellos de la Orión dejó descalabrado el viejo sueño del ciudadano con derechos y responsabilidades. 

Otra pregunta aparece: ¿y cómo se llenan las arcas del Estado? A todo esto la inversión privada sería la respuesta. Roxana Barrantes, economista y quien lidera actualmente el Instituto de Estudios Peruanos (IEP), ha dado un dato muy preciso sobre el acontecer económico nacional: 200 empresas son responsables del 60% del PBI. Si agregamos nuestra fuerte dependencia a la exportación de minerales, se entiende perfectamente el irrestricto apoyo que se le da a las mineras, también a otras grandes empresas. Se comprende la existencia de lobby’s.

Este análisis en particular, que toma la tasa de informalidad y el pago de los impuestos en el Perú como modo en el cual se va escindiendo las relaciones formales, llamémosle “adecuadas”, entre ciudadanos y Estado devendrían, como sucede, en relaciones más personalistas, en donde la corrupción sea el modus operandi por excelencia.

Llevándolo al lado del “don”, del “kula”, vemos que no se cierra el círculo de reciprocidad que sí se establecía en los tres actores polinesios. Puede que sí desde las altas esferas: te pago tu viaje a Punta Cana y me das un contrato. Desde el lado en que nos importa, naturalmente no: los servicios que brinda el estado son pésimos porque… ¿no pagamos debidamente nuestros impuestos? ¿Son escasos los contribuyentes?

Ahora bien, sería iluso pensar que reduciendo los impuestos, la informalidad desaparecerá y tendremos relaciones con el Estado, ese ogro que hipotéticamente nos daría los servicios que todos necesitamos, más desarrolladas y positivas socialmente hablando. No obstante, el planteamiento de esta opción, considero, muestra otro marco del asunto, de la complejidad evidente que existe, que debería ser analizado para establecer soluciones eficaces para los problemas actuales.  

28-08-14


domingo, 17 de agosto de 2014

El soplo y el círculo



“Es una lástima no verla. A kilómetros está. Creo que ya no la volveré a ver…”. Rocko husmea las plantas, algunos arbustos. Su nariz no le teme a la malograda planta de espinas, pasa por ella y riega la planta con animal sentido. El perro rasga el pasto con la pata y sigue su camino oliendo como si tratara de detectar un tesoro o la presencia de un enemigo de su raza.

Vuelvo a pensar en ella, en esos quince minutos que tengo para el perruno amigo que ella conoció aquí y para caminar un rato. La calle está vacía. Cuando pasan los carros, se siente el paso de los neumáticos con la garúa. Es un sonido húmedo y  rápido, como cuando las olas llegan a la orilla, besan las piedras y retornan a la masa marina.

Me dan ganas de soplar, siento mis pulmones hinchados y boto el aire, aguijoneado por algo interno.

Una bocanada de fuerza transparente se aleja de mí, mueve los cables de los postes y la propaganda electorera amarilla es volteada, volviéndose imperceptible. La bocanada prosigue hasta llegar a la atmósfera para combatirla. Yo quedo atónito pues a lo mucho le soplo desde mi asiento lector a Rocko y sus orejas ni se mueven, incluso cuando es mi cumpleaños necesito de dos o tres sopladas para fulminar la llama de la vela interrogante. Me sorprendo he dicho. Por eso sigo sopla que te sopla por la idea que se me ha cruzado.
Mi esfuerzo va rindiendo frutos. Rocko ni me mira, solo ha caminado un poquito más rápido pues el aire que sale de mí pronto se vuelve helado.

El aire exhalado forma un conducto arremolinado de sólida consistencia. “Ta huevón”, me digo mientras soplo como el lobo del cuento. Algunas avecillas se desorientan por el canal de aire formado. Su bandada se desordena. Paro por segundos al ver que he golpeado con mi soplo a una que se desvía notoriamente. El soplo y mis cachetes inflados continúan pues el ave se ha recompuesto y se pliega a la banda. Escucho unos graznidos. Debe de recordar a mi madre.

En lo alto, ni siquiera los del instituto Senamhi lo han podido prever. Allá en el cielo se ha formado un círculo por el soplo que despeja. A su alrededor hay niebla aburrida, un manto muy oscuro que no tiene nube alguna. En mi círculo no. Hay nubes sí, pocas y distantes, pero también hay estrellas. Cinco o seis que están encantadoramente dispuestas. Son puntos que brillan mucho y de cuando en cuando tintinean. Sigo soplando pero reduciendo la fuerza, hechizado por lo que he hecho.

Rocko me jala, quiere llegar pronto a un arbusto para dejar o recibir un mensaje, eso no lo tengo claro. Le digo que espere.  Como no hace caso, impongo mi principio de autoridad y cojo con firmeza la soga. Él siente la advertencia y obedece para que su cuello no moleste.

Más tranquilo, me siento en el murito del jardín de la ciclovía observando el fenómeno que cualquiera diría como meteorológico o producto de los ovnis. Qué bueno que en este domingo por la noche la avenida esté vacía y el vigilante duerma, sino las habladurías incumbirían la visión. Dentro del círculo, hay sosiego y limpieza. Las estrellas están como deberían estar y el firmamento es de un azul marino muy nítido. Si se le agregase la luna sería fantástico, pero el calendario dice que para el siguiente mes. No importa igual. Esta noche hay cielo verdadero y estrellas. Por ráfagas, ella.

Entiendo que el can debe seguir. Él y yo. Miro las contadas estrellas por unos segundos, recuerdo un paisaje serrano, este, sin círculos de defensa a su alrededor, sino de cielo pleno, de estrellas abundantes y con montañas grandes debajo de ellas y de él.

La presión de la contaminación limeña va reduciendo el radio de mi círculo. Ya no son cinco o seis, ahora se ven tres, dos. Soplo con fuerza, quiero despedirme. La niebla se repliega, la esfera se extiende por momentos y aparece de nuevo el sexteto estelar. Recuerdo que le gustaban las estrellas, los pendientes del cielo; también la luna en sus diversas formas.

Rocko, impaciente, me jala. Debo de hacerle caso. Ahora sí me despido y mi aliento cede.

Cecilia desde lo alto ha sido vista. Creo que pude comunicarle mis deseos. Siento desde dentro de mi corazón que sí, que en estos momentos, esté donde esté, se toca el dedo anular y mira su anillo rojizo, decorado con estrellas y lunas.

La veo sonreír.


18-08-14

viernes, 15 de agosto de 2014

Del papel al corazón (o viceversa)



Esta historia me la contó Andrés el día que nos vimos por última vez. Se iba a Colombia a ver cómo era la vida por allá al término del semestre universtario. No en avión ni en bus, sino en camión, tirando dedo. Sus ojos verdes y su piel y cabellos claros, me dijo, le ayudarían. “Puede sonar racista, pero… ¿y qué hago?”. Fue un comentario atinado, propio de un poeta-mochilero.

-Soy todo oídos, causita-le dije-. Lanza.

Su cara cambió de inmediato. Al tacho el problema de su pasaporte perdido ni de su celular sin señal. Andrés sabía que debía contarlo. Si no, explotaba. Yo lo entendía.

-Compare, compare- achinó los ojos de una forma extraña-. Compare, fue hermoso, hermoso- y me puso el brazo izquierdo encima del hombro. Sentí todo su peso encima.

-Ya, peeee, habla oe-le dije para que me cuente.

-Loco, fue hermoso –sacó su brazo de mi hombro, se pasó la mano por la cabellera, miró al cielo o a Stefania que entraba a su casa y sonrío-. Fue hermoso.

-Yaaaaaaaaa, oe –y lo empujé-. ¡Cuenta!

Reaccionó.

-Salimos, pes.

I

Quedamos el lunes en salir. ¿Cómo? No me lo creerás. Ella está haciendo un trabajo de investigación sobre cómo los centros médicos afectan la… la nosequé de no sé cuál comunidad. Ya, justo yo tenía un librito sobre eso. Y le dije una semana atrás que se lo daría. El lunes en mi casa, cansado de la universidad, estaba en mi cama. Y, pues, se me vino a la mente algo, así todo muy loco. Primero probé los lapiceros que tenía en el cuarto. Ninguno funcionaba, salvo un lapicito con punta. Fui a la sala y cogí un lapicero rojo. Volví al cuarto y me senté. “Con la fe”. “Sí, con la fe”, me dije. Hice un trazo por aquí, otro por allá. Lapicito por acullá. Listo. “¿Sí o no…? Ya que chucha, total…”.

-Tengo tu libro, eh- le dije cuando me la encontré antes de ir a clase.

Ella me miró con esa sonrisa tan hermosa que tiene y esos ojazos idílicos. Pero luego posó sus ojos en mi oreja.

-¿Y eso, wey?-preguntó sobre mi nueva adquisición corporal: mi arete.

-Sexy, ¿no? –dije para salvarme del pavor de no saber qué decirle.

Una risa logré arrancarle. “Te veo en clase”, me dijo y subió. “Soleee...”, pensé. Salí del baño, en dos zancadas hice los 9 escalones y entré al salón. El tema, aburridísimo, hizo que le haga el habla a Renzo, un tipo con el carisma de un cubito de hielo que no se afeita desde hace cuatro meses. Paso rápida la clase: 5:53 p.m. Mis manos sudaron. “¡¡¡Respira!!!”.


-¿Y el libro? –preguntó Sole, al pasar por mi costado, con su bolso negro, al término de la clase.
-Ahh… ahorita te lo doy. Vamos, yendo-le dije “apurado”.

En realidad, no recuerdo nada de la conversación. Bajamos los escalones y, aunque estoy enamoradísimo de ella, quería deshacerme de ella (en un sentido figurativo, claro).

-Sole, aquí está el libro –le dije y le di el pequeño volumen de un investigador de apellido raro: Schyblezki. Calculadoramente, el libro espiralado tenía por tapa y contratapa las mitades del libro-. Chau, eh-y le di un beso apurado a esa bella mujer que lleva por nombre Soledad.

Me encontré con un amigo. Le dije que iría al Centro. “Vamos”, me dijo. “Vamos, pues”, le respondí. Fui al baño, al regresar él se despedía de unas amistades. “Apurate, pe”, mandó.

-Soy un huevóooooooon-exploté.

-¿Qué pasó?

Le conté que me amisté con Sole después de casi tres o cuatro semanas de no hablar, de saber que ella me extraña, según me confesó aquel lunes cuando me encontró en la avenida y me abrazó y me dio un beso firme en el cachete que me dejó colorado. Y que por todo eso me vino un pensamiento loco: amorcito, 
corazón.

-¿Qué?

-Huevón, ¡le dibuje un corazón! ¡Un corazón y dentro nuestros nombres! ¡Lo hice!-dije entre extasiado y derrotado, recordando aquella fatídica hora en que, como un niñito, me puse a hacer ese dibujito infantil que inmortalice y haga ver mi amor por ella, mi locura toda.

Mi amigo, el chino Sosa, no se la creía.

-Ay, eres un huevón –me dijo con su peculiar forma de mandarme a volar-. Ahora, huevón, pensará con mayor fuerza de que eres un niñito.

-Puuuta, sí –le seguí-. Pero, no sé… ya qué chucha… si ya se va…

El chino me miró con reprobación de amigo y me dijo: “vamos, nomás”, en referencia al destino mutuo.
Como ocurrió media o cuarenta minutos atrás en clase, no prestaba atención a lo que decía. Le hice una pregunta sobre marxismo, clases sociales, sobre si el concepto está delimitado o no, el por qué de su uso, etc. El chino, que tira de estos temas, me desasnaba. “Ahh”, decía yo. Pero como no quería hacer la del chico que aprende de otro de su misma edad, intentaba joderlo con preguntas que él, maldito él, respondía, si bien después de meditarlas un rato.

-Entonces, quiérase o no, la situación socioeconómica condiciona la subjetividad del individuo pero –enfatizó- no la determina.

“Suena razonable”, pensé.

-Pero, loco, hay que averiguar más de estos temas, profundizar. No debemos quedarnos aquí, sino ver qué cambios hay. Tú sabes, pues. No debemos guiarnos por los manuales esos que dan en clase. Me revienta lo que hace Bossio…

-Sí, men, es pura mierda-le dije-. Hay que hacerle caso a Yuntay y cagarlo en la asamblea de estudiantes.
-Putaa… -me quitó la mirada- no creo en esas cosas…

-Pero, loco, si… Suave,-vibró mi bolsillo- mensaje.

Cogí el celular, lo desbloquée y vi el destinatario. Mi corazón quería salirse de mi pecho, sentí un escalofrío en las mejillas que bajaba por el cuello, golpecitos en el abdomen, los ojos se salían de sus órbitas: ¡¡¡Era Sole!!!

-¡¡¡Compaaaaaaaaare, compaaaaaaaare, Soleeee!!!

-¿Quéeee? ¡O, huevón!

-¡¡Aaaaaaala mierdaaa!!

-¡Léelo, léelo!

Yo estaba muerto de felicidad, emociondísimo.

-Puta, ¿me habrá cagao’?

-Ja,ja, nicaa…

Yo

“jajaja ksi m da un ataque al ver el corazón jeje la clase me mira y se pregunta xk se rie esa loca jajaja stas lokoooo!!!”

A mí me dio igual que en el siguiente paradero se suba todo un equipo de fulbito. Con gallos y todo, me puse a cantar una ranchera o una canción de Los Enanitos Verdes. Feliz, feliz de toda la vida y abrazando como si estuviera borracho al chino.

-¿Y a ese qué le pasa? –preguntó un aventao’-.

El chino Sosa, contento, le dijo:

-Ja,ja,ja. ¡Le han parao’ balón, al hombre!

-Soy un papi-fue lo que le dije tarareando.

29-06-14