domingo, 12 de octubre de 2014

Maleao' aunque pasen los años




Era policía escolar. Prácticamente el soplón del salón. Buscaba imponer respeto en el salón y creo que por eso, en esa primaria de todos, no lo consideraban. Pese a ello, como Javert, parecía que tenía un alto sentido de la responsabilidad y del orden. Hasta en las afueras de la escuela pretendía que cada escolar mantuviese las formas. Eso, una vez, no le gustó a mi hermano.

-¡Maricóooooooooooooon!-le gritó una tarde de viernes, las más esperadas para los escolares.

-¡Cabro conchatumare!-siguió su amigo.

Edilson, que estaba parado en una esquina mirando el tránsito y comiendo yuquitas, se exasperó. Las terminó de un bocado y los correteó silbando como si tuviera un pito en la boca. Sí, se tomaba muy en serio su labor.

-¿Qué chucha pasa? ¿Qué chucha pasa? –decía mientras se acercaba raudo.

Pero ya mi hermano, su amigo y yo estábamos muy lejos de él. Yo miraba todo extasiado, miraba cómo mi hermano hacía de malazo junto a su amigo. Vi una piedra volar hacia Edilson. A los cinco segundos, otra piedra surcó el aire. Todas ellas en busca de amedrentar al policía escolar de la primaria.

-¡Avanzaaaaaa, payasito escolar!

Edilson, superado en número, y sin la calle de mi hermano y su amigo, optó por la retirada. Sus largas piernas uniformadas dieron un par de zancadas y un árbol fue su recaudo. “Ya van a ver”, fue lo último que dijo.

2.

Cuando llegó a la secundaria, las cosas cambiaron. El tiempo hacía lo suyo y las dinámicas del barrio también. La Peseta, ese barrio de blocks, se fue volviendo más peligrosa a medida que los chicos de la zona descubrían que ser de barrio era chévere y “rankeador” gracias a las películas centroamericanas en las que se profundizaba en historias de maleantes, pistoleros, pandillas, etc. “El loco Malteao”, una peli pésima que trataba la historia de un tal Malteao y sus amigos superó toda expectativa entre los chicos de la zona, esos que mi abuela decía: “¡No saben ni limpiarse el culo y ya están con enamorada!

Pronto formaron una barra y las calles, las esquinas de la zona se fueron volviendo cada vez más arriesgadas. Sobre todos los viernes por la tarde en que empezaban a tirarse piedra con los de otro barrio vecino, la UC9, que era del equipo contrario, y que reproducía también la idea del barrio maleado.

Los chicos del barrio y no del barrio vieron en la barra un grupo, una tribu, un lugar donde pueda anclar el tiempo libre, un circuito donde su identidad se vea creada y realzada. Entre los chicos que hicieron su ingreso estaba Edilson. Muchos amigos míos también pasaron sus meses y algunos años por la barra de La Peseta. Yo y Gustavo, un amigo del cole y que vivía por mi casa, no. Gustavo era recontra palteao’ con los de La Peseta y en parte tenían razón. Un tiempo atrás uno de ahí le buscó la bronca y Gustavo tuvo que hacerse el gil. Desde esa vez, cuando nos íbamos a jugar partido a la cancha cercana tenía que soportar su paranoia y tomar un atajo.

-Ahí están los de la peseta- me decía mirando al piso y cogiendo con las manos su balón. Parecía una niña con sus muñecas.

3.

Edilson dejó el colegio y no supe de él hasta que un día de verano, en el que yo iba a clases porque jalé un curso y llevaba el vacacional, lo vi sentado en la banca de la escuela. Estaba peluconazo y sentado como un “faite”. Lo miré de reojo y seguí de largo.

Carmelita, una chica que vivía frente al colegio, como muchas otras y otros, también se interesó en ver qué sucedía en La Peseta. Por eso mismo, después de clases, ya cuando estas empezaron, tuvo por costumbre bajar a ese barrio cercano. Pronto se hizo conocida y los varones del salón la fuimos viendo con otros ojos. Era el segundo año de secundaria.

Para ese año, el cuerpo de Carmelita ya había superado las transformaciones que en el cuerpo de la mujer se dan. Una súper cadera, unos senos que rebotaban lúdicamente cuando teníamos el curso de educación física y corríamos, y una actitud muy “entregada” y curiosa hicieron de ella el imán de las miradas de los chicos del cole y de los barrios cercanos, entre ellos La Peseta, y de ahí de Edilson.
En ese entonces, Edilson había dirigido su enfermiza aplicación a despuntar en la barra. Con tres años cumplidos ya tenía un nombre ahí. Era rudo, sí, pero con los chicos del cole, del cual captaba algunos malandros para la barra, era pata. En un tono lo conocí y me pareció buena onda. Aprovechando eso, cuando iba al mercado o a la canchita cercana a La Peseta, contagiado por el razonable miedo de Gustavo, elaboraba en mi mente ideas como: “Habla, barrio, ¿qué fue? Yo soy primo de Edilson”, para que no me roben los ya infranqueables chicos de La Peseta.

4.

Una vez, a la salida del colegio vimos a Edilson, ya con el pelo recortado y al rape, esperando a alguien en la esquina. La mancha colegial se acercó a él y le hicimos el habla como era habitual. Hablamos de la pichanga, del barrio, de los tonos, de las flacas, de todo. En un tema importante para el momento, es decir, sobre qué barrio hacía qué y quién era el mejor, Edilson se fue del grupo. Era raro porque él era el más interesado con eso. Pero sucedía que este chico, ex “payasito escolar”, iba a recoger a la famosa Carmelita, la cual, seducida por la fama de chico malo de Edilson, lo besó en una fiesta de esas que siempre habían en La Peseta. Desde esa oportunidad salieron y Edilson la iba a buscar a la escuela.

-Hablao’ pe’, batería-fue lo que este dijo en voz altísima y bien maleada y se fue abrazando todo faite a Carmelita, quien movía mucho sus caderas cuando caminaba.

5.

Si bien todavía no terminábamos el cole y muchos de los de mi edad todavía seguíamos recibiendo el aforismo de la abuela (“…ni limpiarse el culo saben”), casi todos nos las dábamos de malcriados. Pero, a ciencia cierta, los verdaderos malos eran los de La Peseta. Por lo menos en la zona, ellos eran los bravos. Luego, cuando empezaron a bajar para robar los del Callao, las cosas fueron cambiando.
Pero, antes de que las cosas fueran para peor, uno de los de La Peseta fue apadrinado por uno de los bravos del Callao. Gracias a esa alianza, las cosas volvieron a la turbia normalidad.

En ese contexto, Edilson ya se había vuelto un desadaptado total. Portaba armas, se alucinaba químico y preparaba su propia cocaína e inició tendencia en el barrio al tatuarse las primeras estrellitas –que estaban de moda- en la pierna izquierda.

Cerca a La Peseta había un terreno vacío que pronto fue puesto en valor. Un enorme afiche fue levantado y se leía lo siguiente: “Pronto los departamentos más cómodos para tu familia. Informes aquí”.

Era el boom de la construcción. Había dinero en la capital y mucho de ello se destinaba a infraestructura. El dinero negro, con esa sagaz nariz que tiene, pronto vio en él una oportunidad. Los capos de la droga y la delincuencia empezaron a lavar su dinero en residenciales, restaurantes y todo negocio de fachada. También los antiguos tirapiedra encontraron trabajo como obreros. Incluso se formaron sindicatos. Estos, sin embargo, eran muy distintos a los anteriores. No defendían derechos del trabajador ni representaban idearios políticos. Solamente se interesaban en extorsionar a los ingenieros y ver satisfechos sus bolsillos. Nada más.

Edilson, y muchos de La Peseta, ingresaron. Era común ver a los de esa mancha en una esquina cercana a la obra. Algunos con sus táperes de comida, otros con uniforme naranja de obrero y ojos bien rojos en la hora del descanso.

-Láaaaaanzala pe, chino-me decían.

El olor a marihuana se expandía por los altos de los edificios.

6.

-No sabes la última-me contó un causa cuando nos alistábamos para ingresar a la pre.

-¿Qué fue?

-Los tombos están que buscan a Edilson.

-¿Por qué?

-Porque ese huevón se ha bajado a uno del Callao.

-Hablas huevadas- le dije.

-Sí, compare. Fue en la obra. Uno de esos huevones le metió un quechi a Edilson. Y este todo locazo y fumado se fue a su casa. Sacó su fierro y de tres balazos se lo bajó. Dicen que se ha ido para Huancayo, Cusco, no sé.

Era verdad. Edilson, cada vez más malogrado, fumaba y fumaba junto a la mancha cada vez más perdida de La Peseta. No solo él llevaba pistola, sino la mayoría del grupo. En realidad, Edilson no había matado a ese otro obrero del Callao. Solamente lo dejó cojo. Por un tiempo, La Peseta y los alrededores eran sitiados constantemente por avezados delincuentes que venían a buscar venganza. Fueron tiempos difíciles en las que constantemente las noches de la zona eran sacudidas por pistolazos y lisuras de muy alto calibre. Felizmente, eran formas de amedrentar pues no hubo nunca un muerto que haya tenido que ser lamentado. Edilson, pendejísimo, encontró un buen lugar en la región de Apurímac. Para variar, se cachueleó allá pasando droga en la frontera de Perú y Brasil. Incorregible.

7.

Hoy La Peseta no tiene la fama de antes. A  veces se puede caminar por las noches por sus calles y una que otra vez te roban, pero es gente de otra parte. Los chicos de La Peseta han cambiado de estilo de vida. Trabajan, estudian, etc. El tirar piedras fue solo una época de sus rápidas vidas. Pero ese no es un destino compartido.

-Hablaaa, chinooooooo-me dice una voz y yo volteo asustado.

En efecto, ese grupo de cuatro personas que han cruzado la calle haciendo mucho ruido y caminando por toda la vereda como malos son de La Peseta. Entre ellos hay uno que me reconoce y me saluda.

-¿Qué haaay, loco? –digo mecánicamente y como cortesía pues no he distinguido a mi interlocutor.

Sus tres patas me miran, me tasan; uno de ellos escupe al suelo. Rocko y yo caminamos más despacio pero yo sigo mirando, forzando la vista.

Desmoñando marihuana a vista y paciencia de todos, Edilson junto a sus amigotes van por las frías veredas de esta noche buscando una manera interesante de pasar el rato. 

A lo lejos han visto a alguien. Los cuatro apuran el paso.

13-10-14




2 comentarios:

  1. Te leo desde hace un tiempito y este es el post que más me ha vacilado. Bueeena.

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    1. gracias, disculpe, recien veo esto. hay mas historias por cierto... jeje abrazos!

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