El Centro no podía ser tan malo.
No, señor. Las calles serán tremendamente sucias. Los mercados tendrán pisos
casi verdes por las verduras que se dejan caer para ser pisoteadas. La bruma de
los carros (¡los carros!) será aparatosamente insoportable y los jóvenes de los
barrios altos mirarán con cara de desafío. Pero, ¿oír a las aves? Eso cambiaba
las cosas.
Sentados en una placita
abandonada por los años y recuperada por la construcción de una alameda, se
veía cómo los transeúntes descansaban sus posaderas en las largas bancas de
madera con respaldar de piedra. Nadie preguntaba si podía sentarse al costado
de uno al ver un espacio libre. Simplemente lo hacían. Y era eso necesario para
no interrumpir el momento que capturaba a los que estaban sentados: cada uno
con algo para leer, cada uno con una historia que soltaba lazos y los sumergía
en Dios sabe qué cosa. Metros más a la derecha, los carros pasaban sin ningún
problema. Eran las 4:23 pm, y el infierno de Dos de Mayo no llegaba a
extenderse hasta esa alejada calle del Centro.
Hubo algo, sin embargo, que hacía
que los advenedizos –todos lo eran- levanten los ojos y los que llegaban
tienten de preguntar si los asientos estaban ocupados: las aves. Cada banca que
proporcionaba asiento a seis personas, tenía como columna un árbol frondoso. En
total eran tres árboles que de grandes extendían sus ramas y copa hasta altas
partes de edificios cercanos. La gente sentada de la plaza miraba con
detenimiento las ramas y veía cómo aves de diversos tamaños y formas –pequeñas o
gordas, cuellos largos o picos diminutos- se movían de aquí para allá. Entre la
gente hubo quien miraba con cuidado. Él era un hombre que recordaba una
historia bíblica en la que un hombre al ver hacia el cielo se queda ciego por
la cagada que le clavan una bandada de
pájaro en los ojos. El hombre temía eso porque los respaldares de piedra y el
piso cercano a donde se posan las aves estaba con muchos puntos blancos y
crema: signos de los excrementos aviares.
Pero más allá de eso, él y
quienes a su alrededor estaban sentados escuchaban extasiados como un sonido a selva.
Sí, eso era. Un sonido de jungla, de abundancia animal, de comunicación de
plumas, de emisión de cánticos y silbidos. Sorprendentemente, el viento que
movía las hojas y ramas daba la apariencia de que había un inusual movimiento
en esos ramales de la desamparada ciudad. Uno por uno fueron dejando sus
lecturas y preguntas y miraron al cielo. Lima… Lima la horrible no lo era tan
así. Había un oasis en ese desierto de ruido, cemento y malas caras que bien
valía la pena que los caminantes se detengan, y escuchen.
Don Arnulfo, un lustrador de
botas que tenía su puesto en la misma
placita, seguía, incólume del engañoso ruido selvático de la plaza, cumpliendo
su trabajo.
Y el sonido persistía, y los
hombres de la plaza cada vez más se sentían convencidos de que había sido una
muy buena idea dejar sus quehaceres para ir a la plaza a leer por un momento.
Tal decisión les hizo encontrar con una sorpresa, esa, la de supuestos loros
que volaban en bandadas pero que no se podían ver bien pero sí oír. No los
veían, pero qué importaba. Había un ruido encantador que los sonsacaba de sus
cotidianas y citadinas vidas.
“Épale, qué buen sonido, qué
increíbles esos loritos”, dijo el hombre del temor bíblico. Y movía su cabeza,
recostado en la banca como estaba, hacia la parte de atrás para ver las
añoradas avecillas verdes que tenían como paradero el Centro de la ciudad.
Obstinado en su búsqueda, sin embargo no las veía. “Qué raro”, intentaba
conformarse, y volvió a prender la oreja. Los demás lectores de las bancas y
los recién llegados a ella se adaptaron al vecinal ruido de las aves nuevas y
volvían a sus actividades. El hombre del miedo católico, no obstante, conmocionado
por el impetuoso advenimiento de las aves fue a consultar a quien creía el más
idóneo conocedor del fenómeno del sonido de la selva: Don Arnulfo.
-Mister, buenas-le dijo a Don
Arnulfo-. ¿Ha oído? ¿Siempre es así? ¿Siempre hay aves por estas horas?
Don Arnulfo mantuvo un momento la
concentración en el brioso moccasin que lustraba y luego le volvió la mirada.
-Sí, la grabación del hermano
Elías a esta hora siempre da.
-¿Grabación?-respondió lelo y con
la ilusión rota el hombre.
-Sí, pa ahuyentarlas y que no
caguen las palomas, pue’ -y señaló la fachada de la Iglesia de al frente, lugar en donde en el techo habìan sendos parlantes. Era la última cosa que pudo haber visto el hombre.
El hombre veía algunas cuantas
palomas entre los ropajes de una figura divina que parecía ser un santo romano.
Al mirar con atención vio que se parecía al respaldar de mármol y al piso
adyacente a la banca: estaba lleno de caca de paloma.
Arnulfo río de buena gana.
-Pero por la huea’ es… Mire nomás
cómo se cagan las palomitas. Ja,ja,ja. El hermano debe estar como la Iglesia
con su idea: cagao’ ja,ja,ja.
El hombre le devolvió la sonrisa
y se fue intentando no ver para el cielo, recordando que podría ser el
siguiente cagado, además del personaje de la biblia, el santo romano y el
hermano Elías.
26-12-14
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