viernes, 26 de diciembre de 2014

Loros y palomas, miedo a que te caguen


El Centro no podía ser tan malo. No, señor. Las calles serán tremendamente sucias. Los mercados tendrán pisos casi verdes por las verduras que se dejan caer para ser pisoteadas. La bruma de los carros (¡los carros!) será aparatosamente insoportable y los jóvenes de los barrios altos mirarán con cara de desafío. Pero, ¿oír a las aves? Eso cambiaba las cosas.

Sentados en una placita abandonada por los años y recuperada por la construcción de una alameda, se veía cómo los transeúntes descansaban sus posaderas en las largas bancas de madera con respaldar de piedra. Nadie preguntaba si podía sentarse al costado de uno al ver un espacio libre. Simplemente lo hacían. Y era eso necesario para no interrumpir el momento que capturaba a los que estaban sentados: cada uno con algo para leer, cada uno con una historia que soltaba lazos y los sumergía en Dios sabe qué cosa. Metros más a la derecha, los carros pasaban sin ningún problema. Eran las 4:23 pm, y el infierno de Dos de Mayo no llegaba a extenderse hasta esa alejada calle del Centro.

Hubo algo, sin embargo, que hacía que los advenedizos –todos lo eran- levanten los ojos y los que llegaban tienten de preguntar si los asientos estaban ocupados: las aves. Cada banca que proporcionaba asiento a seis personas, tenía como columna un árbol frondoso. En total eran tres árboles que de grandes extendían sus ramas y copa hasta altas partes de edificios cercanos. La gente sentada de la plaza miraba con detenimiento las ramas y veía cómo aves de diversos tamaños y formas –pequeñas o gordas, cuellos largos o picos diminutos- se movían de aquí para allá. Entre la gente hubo quien miraba con cuidado. Él era un hombre que recordaba una historia bíblica en la que un hombre al ver hacia el cielo se queda ciego por la  cagada que le clavan una bandada de pájaro en los ojos. El hombre temía eso porque los respaldares de piedra y el piso cercano a donde se posan las aves estaba con muchos puntos blancos y crema: signos de los excrementos aviares.

Pero más allá de eso, él y quienes a su alrededor estaban sentados escuchaban extasiados como un sonido a selva. Sí, eso era. Un sonido de jungla, de abundancia animal, de comunicación de plumas, de emisión de cánticos y silbidos. Sorprendentemente, el viento que movía las hojas y ramas daba la apariencia de que había un inusual movimiento en esos ramales de la desamparada ciudad. Uno por uno fueron dejando sus lecturas y preguntas y miraron al cielo. Lima… Lima la horrible no lo era tan así. Había un oasis en ese desierto de ruido, cemento y malas caras que bien valía la pena que los caminantes se detengan, y escuchen.

Don Arnulfo, un lustrador de botas que  tenía su puesto en la misma placita, seguía, incólume del engañoso ruido selvático de la plaza, cumpliendo su trabajo.

Y el sonido persistía, y los hombres de la plaza cada vez más se sentían convencidos de que había sido una muy buena idea dejar sus quehaceres para ir a la plaza a leer por un momento. Tal decisión les hizo encontrar con una sorpresa, esa, la de supuestos loros que volaban en bandadas pero que no se podían ver bien pero sí oír. No los veían, pero qué importaba. Había un ruido encantador que los sonsacaba de sus cotidianas y citadinas vidas.

“Épale, qué buen sonido, qué increíbles esos loritos”, dijo el hombre del temor bíblico. Y movía su cabeza, recostado en la banca como estaba, hacia la parte de atrás para ver las añoradas avecillas verdes que tenían como paradero el Centro de la ciudad. Obstinado en su búsqueda, sin embargo no las veía. “Qué raro”, intentaba conformarse, y volvió a prender la oreja. Los demás lectores de las bancas y los recién llegados a ella se adaptaron al vecinal ruido de las aves nuevas y volvían a sus actividades. El hombre del miedo católico, no obstante, conmocionado por el impetuoso advenimiento de las aves fue a consultar a quien creía el más idóneo conocedor del fenómeno del sonido de la selva: Don Arnulfo.

-Mister, buenas-le dijo a Don Arnulfo-. ¿Ha oído? ¿Siempre es así? ¿Siempre hay aves por estas horas?

Don Arnulfo mantuvo un momento la concentración en el brioso moccasin que lustraba y luego le volvió la mirada.

-Sí, la grabación del hermano Elías a esta hora siempre da.

-¿Grabación?-respondió lelo y con la ilusión rota el hombre.

-Sí, pa ahuyentarlas y que no caguen las palomas, pue’ -y señaló la fachada de la Iglesia de al frente, lugar en donde en el techo habìan sendos parlantes. Era la última cosa que pudo haber visto el hombre.

El hombre veía algunas cuantas palomas entre los ropajes de una figura divina que parecía ser un santo romano. Al mirar con atención vio que se parecía al respaldar de mármol y al piso adyacente a la banca: estaba lleno de caca de paloma.

Arnulfo río de buena gana.

-Pero por la huea’ es… Mire nomás cómo se cagan las palomitas. Ja,ja,ja. El hermano debe estar como la Iglesia con su idea: cagao’ ja,ja,ja.

El hombre le devolvió la sonrisa y se fue intentando no ver para el cielo, recordando que podría ser el siguiente cagado, además del personaje de la biblia, el santo romano y el hermano Elías.


26-12-14

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