El carro está zumba que te zumba.
La calle está semi-vacía, pero las condiciones interiores del motor de este
carro, además de la dormida manera en que el chofer maneja el bus y deja que
los deterioros tomen las riendas, influyen en la travesía de este gran carromato de color
naranja.
¿Y los pasajeros? ¿Y su voz
cantante? Los pasajeros no dicen nada. Y no porque estén enchufados con su
Iphone o alguna musiquita que salga del aparatito moderno. No. Los pasajeros
están extasiados con un joven de melena negra y buena presencia que, parado en
medio de todos, hace contorsiones con sus brazos, evoca volcanes, faunas
silvestres, eleva la voz, recuerda al amor, mira con atención y desliza los
dedos por el aire cautivo de ese… bus.
El joven recita poesía.
El acompañante literario del día
de hoy (pues el oficio del joven es la de recitar poemas según acordó con su
joven maestro-su abuelo-cuando este falleció tiempo atrás y le legó tal oficio)
proviene de tierras españolas, de Alicante, una ciudad cercana a otra ciudad que el joven guarda festivo en su
corazón: Andalucía. En ese lugar vive Almudena, la mujer que le enseñó el amor. A
ella, pensó el joven que recita, le hubiera gustado escuchar el poema “Carta”
de Miguel Hernández, poeta tutor de esta faena. Un estribillo en particular le
hubiera encantado hacerle escuchar a esa ninfa de ojos misericordiosos pero que
esta vez oye el público:
Aunque bajo la tierra
Mi cuerpo amante ya no esté,
Escríbeme a la tierra
Que yo te escribiré
El joven, que pisa fuerte el piso de lata del bus, formando un ritmo adicional a las de por sí musicalizadas
letras que salen de sus labios, canta –o intenta cantar- ese poema al público
que obsequioso lo ve.
Cada vez que salen palabras, su
rostro se alegra, un júbilo lo recorre. Termina el poema y, cuando va a
presentar el segundo poema, se encuentra con una carta. Fulminantemente, algo
recorre su pensamiento.
-Y como ven, señoras y señores, este poema me ha motivado tanto que…¡Apenas
leído! Me puse a escribir esta hermosa carta.
Muestra la carta que tiene los
bordes recorridos por pequeñas tiras rojas y que al parecer volará esa misma
noche por los aires y disfrutará del aroma del mar. Una espléndida mujer será
la receptora. La carta es del tipo clásico de correo aéreo. El público mira con
satisfacción. “Qué loco”, deben pensar.
De inmediato, presenta, con unas
rimas que le salen de una manera muy natural y divertida, a otro poeta, al gran
Benedetti. Es hora de que el público escuche al arsenal de amor que este
charrúa ha preparado. El joven recita… “Ustedes y nosotros”. “Ustedes cuando
aman…”. “Nosotros cuando amamos…”. Aquel poema, que lo sabe casi de memoria,
era el haz bajo la manga que el joven tenía para captar eternamente a los
transeúntes de esa máquina movilizadora llamada bus.
El público está feliz. El joven
ha mirado pero se ha hecho el desentendido. En la parte de atrás hay un hombre
bien vestido, de barba descuidada y ojos que también lo han visto pero que,
huidizos, voltean. El joven prepara algo:
-Y así, señores, en este día radiante en que hay que agradecer al señor
sol por bañarnos con su luz, nosotros tenemos nuevamente poesía. Espero que
haya sido de su agrado, que haya sido suficiente la voz y más alta todavía la
imaginación. Reitero mis deseos aunque quisiera pedir disculpas al maestro de
atrás –y señaló al mister bien vestido- por no haber traído desde la India al
amigo Tagore. Me informan que está dando clases de lirismo hindú en la
universidad que creó, así que por esos motivos, lamentablemente no pudo venir.
Sin embargo… Para la siguiente fecha, mmm… más o menos para el siguiente
viernes en esta misma hora, ruta y mismo canal, él sí estará acá.
El señor bien vestido escuchó y
lanzó una carcajada. En efecto, la semana anterior le había pedido, en esa
misma hora y en ese mismo bus, que diga más poemas de Tagore.
El joven, que hablaba demasiado
rápido pero con una elocuencia tremenda que todos entendían, viendo que tenía al
público muy atento para con él, se lanzó:
-Y bueno, señoras y señores, como ya les dije, me estoy lanzando al
concurso de recitales de poesía y ustedes son mi público imaginario, aquí
practico. Quería decirles también que… en estos días entraré a trabajar y
quisiera imaginarme, señoras y señores, cómo haré a la hora de que me paguen el
sueldo.
Mientras decía eso hacía ademanes
con su mano de recibir dinero.
-Sí, señores, entonces nuevamente recurramos a la imaginación y pensemos
en que yo paso por sus asientos y ustedes son mis jefes. ¿Les parece?
En ese momento, por cuestiones de
realidad, muchos le quitaron la mirada y volvieron a sus interioridades. Pero
eso fue lo de menos.
El joven pasaba por los asientos
y lo único que recibía eran caras de afecto, asentimientos, algunos noes –escasos
a decir verdad- y uno que otro dormido. Lo mejor, como ocurre muchas veces en esta vida, vino al
final.
-Toma, muchacho –y el joven recibió un sonoro sol.
-¡Gracias!
-Sí, pero… oye, Benedetti no era de Argentina, ah…
El señor bien vestido aprobó lo
dicho por ese otro señor de camisa roja y cabello medio castaño. Para qué dijo
eso…
-Oooiga, ¿qué paaaaasa, mister? ¿Cómo? Clarito he dicho que Benedetti
era de Uruguay. Sino que he dicho que…
-No, pero si has dich…
-No, no –le hacía ver el joven- yo
he mencionado a Argentina, como país vecino, pues en Argentina hubo un presidente
apellidado “de la Rúa” que rimaba perfecto con “charrúa”, de tal manera que
suene bonito y así todos se enteraban de que mi tío Mario era de ahí, del país
Oriental.
- ¡Ahhh…!-dijo reconociendo la picardía de ese muchacho melenudo-¡Bien, bien, ah!
-Claaaro –replico el joven, feliz.
-Pero-para no quedarse callado dijo el señor de camisa roja- a la próxima una de Neruda pues.
Para qué dijo eso… El joven fue
de vuelta al escenario, es decir al medio del bus, y dijo:
-¿Cómo que no? ¡Hay, hay Neruda! Préstenme atención –dijo con una
sonrisa de malicia y con total seguridad.
Puedo escribir los versos más tristes esta noche
Escribir por ejemplo la noche está estrellada
Y tiritan, azules, los astros, a lo lejos.
Puedo escribir los versos más tristes esta noche…
Los pasajeros lo veían,
sorprendidos. Algunos crédulos pensaban que el joven todas se las sabía.
-Pero… pero… pero… no voy a poder continuar, señores, pues me acabo sino
con el repertorio. A la vuelta, mister, a la vuelta se lo recito completito,
¿ta’ bueno? –le dijo.
El público lo miraba y
demostraban que el buen humor se logra mediante una buena comunicación.
Cuando todo parecía que había terminado,
sin embargo, el señor bien vestido le dijo algo al joven cuando este hacía
referencia a Miguel Hernández.
-Sí, sí, interesante, pero a la próxima mejor cambia Miguel por Luchito.
Una moto pasó rápido y el joven
no escuchó.
-¿Quién dice, usted?
-¡Luchito! –y el señor intentó deletrear “Luchito” con las manos.
Nuevamente… para qué dijo eso…
-¡Luuuuchitooooo! ¿Cómo no? –y repitió su anterior movimiento yendo
al medio del bus. Pero esta vez era más difícil pues no recordaba completos los
detenidos poemas del médico poeta de Jesús María. El joven miró al público como
pidiendo ayuda, fue una mirada muy rápida, no exhaustiva.
-Luchito, claro, el grande. ¡Ahí les va!
Soy Luisito Hernández
Y sé a dónde voy
Pues llevo un puñal
Clavado en la espalda
Y tampoco continúo pues había
dicho el poema mal; solo había dado el extracto más famoso. De todos modos, al
público le encantó. El joven de la melena negra estaba muy efusivo. Vio, de
pronto, que ya se acercaba su paradero y él, sentado de vuelta cerca al
conductor, se paró, feliz, con una sonrisa de oreja a oreja y dijo sus últimas
palabras, unas bien alegres y que venían desde la sangre:
-Señoras y señores…
Me gustan las sonrisas
Más que las monedas
Pero no esperen mis señores
Que yo se las devuelva
El público aplaudió la
creatividad y el joven se bajó, no sin antes agradecer por el grato momento.
-¡Y que viva el médico de Jesús María!
30-08-14
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