jueves, 6 de noviembre de 2014

El descuido del recuerdo

I

Mi padre, antiguo sindicalista, vio el libro que yo había sacado de la biblioteca. Lo vio y, con punzante precisión, luego de haber ojeado unas cuantas páginas, párrafos y el índice, dijo: “A este le saco su copia”. Y, en efecto, fue lo que él hizo.

A las pocas horas, ya tenía el ejemplar. Una lustrosa cubierta de plástico, muy diferente a la tapa dura del original, lo cubría. “Espacios de esperanza” era el nombre.

-Hijo-me dijo un día mientras yo tomaba sopa-. Espérate un ratito.

Se paró de su asiento. Se acercó a su maletín y sacó una fichita, que por la luz del foco, se veía completamente blanca. Era, ya ante mis ojos, la ficha que se pone detrás de los libros, en donde, a la manera tradicional, quienes sacan libros de la biblioteca dejan la fecha y sus nombre como queriendo ser memorizados. Algunas veces, cuando descubría de nuevos saberes, gusté de hacer eso. Ahora, con mis, dizque, veinticinco años, no suelo hacer esas cosas.

-Ah… bien, mañana la dejo en su lugar-le respondí a mi padre al momento que le escuchaba: “No vayan a pensar mal. Diles que fue un error…”.

“¿Será él?”, me pregunto al ver un único nombre en esa ficha ya vieja.

II

Estando solo en un rincón de la biblioteca, muy concentrado en la lectura, alguien roza mi cabello con su mano. Es Gabriel, un viejo amigo, aventurero, romántico y, lo dicen todos los cercanos, muy, muy enamoradizo. A él no lo veo en meses.

-Maozetun-se presenta con su peculiar saludo.

-Haaaabla –le digo.

Lo saludo efusivo y la plática comienza.  

Tiene trabajo, está de asistente de una investigadora y piensa que será feliz hasta diciembre, tiempo en que culmina su contrato. Me pregunta, con su actualidad de hombre de ciencias, si en mi carrera también puedo hacer eso. Antes le he felicitado por su nuevo trabajo; le respondo:

-Sí, Gabo. Justo me han hecho una llamada. Ojala salga –le digo con mucho escepticismo y sin arrebato.

Él me mira.

-Maozetun-Maozetun

III

Deseo continuar con mi lectura. Él se para, va y viene. Está recabando mucha información para su “jefa”. De cuando en cuando, él y yo nos turnamos para mostrarnos lo que encontramos en nuestras lecturas. “Asuu… ¿eso hacen los gringos allá?”. “¿Quién es ese autor?”. “A ver, pasa”. Y, en esas, la hora se va pasando.

IV

Cuando se pone un tanto mecánica la cosa, recuerdo que tengo algo en la agendita 2014. Todo el desencanto que puede haberme sido contagiado del shock neoliberal de los noventa se va (para luego volver horas más tarde), se esfuma. Abro la mochila y saco ese algo.  

-Oe, Gabo… -le digo riéndome-. Checa…

Gabo recibe la ficha que obvió mi viejo, ve el nombre del autor y del libro. “El geógrafo”, dice, y prosigue.

Sus mejillas parecen ahora dos grandes y brillantes manzanas. Sus dientecitos aparecen y sus ojos, muy negros tras sus lentes de modelo antiguo, se detienen en lo que ve, parece que temblaran: es su forma de emocionarse; no parece creérsela.

-Oye, qué locooo…-dice en voz baja pues ya la chica con quien compartimos mesa nos ha regañado con la vista-.

Yo me mato de la risa. Pienso en que nada fue pactado. Que así, con lo que ha ocurrido, debe ser mejor. De hecho, es mucho mejor.  

-¡Dice Spike!-suelta finalmente.

-Jajajaja.

V

A la salida de la biblioteca, le digo que hay luna llena, que esta está rodeada de un halo muy extraño; le digo también que la estación lunar puede ser una buena oportunidad para que uno salga de viaje y la aprecie en su real dimensión, le digo también que…

Gabriel no me escucha. Está con la misma cara de bobo sonriente. En la mano derecha porta una hoja de lectura con letras marcadas y anotaciones. Entre ella, hay una ficha.

La ficha lleva un nombre. Dice Spike y la fecha pertenece al 17 de junio del 94. Spike, intrigante nombre de su hermano mayor, que debe estar por no sé dónde, desde buen tiempo atrás leía utopías. Tal cual alguna vez hizo el enamoradizo Gabriel, hoy “hombre de ciencias”.

-¿Qué, qué? –pregunta vuelto de su sueño.

-Jajaja.. ¡Nada!

07-11-14


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