domingo, 31 de agosto de 2014

Con el recuerdo entre los dedos

La música genera una atmósfera por lo demás favorable. No es salsa, como quizá debería incumbir. Ya lo será cuando salga sol, que hoy no nos visitó. Hay rock, un rock antiguo y perviviente que seguidamente nos hace cantar de manera mental. Rocío no lo ve así.

Ella, mientras todos por un momento están silenciosos comiendo, abre despacito la boca y expresa en palabras el sentimiento del cantante. La veo a ella conectada con la música, mirando lo que no está en la pared azul, dirigiendo su vista a algo más allá.

Mi tío Alberto está de maestro de ceremonias, Además de eximio  chef dominical. Frente a él hay una parrilla recién estrenada en el cual se disputan su atención bisteck de carne, filetes de pollo, corazones de res, pancita y también panceta. Asimismo, depositadas en un pequeño cuadrado de metal delgado, hay ciertos vegetales de vistosos colores, los cuales, en compañía de la carne y la yuca y la papa, ofrecen un gusto superlativo al paladar.

Cuando el tío Alberto pone en mi plato a medio terminar una berenjena le digo a mamá:

-¡Ma! Mira, palosanto –y le señalo el plato.

Ella se ríe. Mi hermano no sabe de lo que hablo. Yo pienso en ti: hasta en los platos estás.

Mi madre gasta bromas, mi hermano también y las celebra con Rocío besándose con cariño y expresando palabras sacadas de la niñez: “amoorrrr”.

La abuela mira satisfecha todo y mi tía sonríe  cuando le dicen: “tía, mira pa la cámara”. Andrés, mi padre, se acerca a mi tío, se acerca muy maduro, y recibe de este un pedazo de carne jugosa. El ambiente, queda claro, es muy familiar.

-Rocko, Rocko, Rocko –algunos gritamos. Con la esperanza de que nuestro can pueda ser visto-.

No tardan minutos para que, desde arriba, el perrito nuestro ponga sus patitas y su cara en el murito del tercer piso. Es prácticamente imposible que nos vea por completo. Huele, emite un sonido de malestar por no estar con nosotros y de inmediato se baja. Da un par de ladridos que expresan su inconformidad.

Alberto, cuando oye que queremos que el perro baje, se niega con algo de molestia. “¿Están locos? No, no, no”. Él no quiere que Rocko baje, pues el  perro es capaz de, ya aquí, escarbar con fuerza la tierra. Nosotros, los hermanos, nos reímos ante esa posibilidad.

Un ave valiente se acerca a donde mi familia está. Se posa rápido en el muro que nos separa de la casa vecina y voltea su carita para poder vernos mejor. Está justo a la altura de donde se encuentra mi tío. Donde me siento puedo ver a esa avecilla que pareciera estar en la cabeza de mi tío. El ave da un saltito, y luego da otro. No ve nada que pueda ser comido por su boca de pajarito y emprende, fugaz, el vuelo.

El cielo está gris, no como ayer. Las pocas hojas del árbol de pacay no ocultan el cansado estado en que el árbol añoso se encuentra. Viendo su tronco, sus hojas, sus ramas sin fruto y el cielo de marco, uno se da la idea de lo triste que a veces puede ser el invierno, que, por cierto, está a días de irse.

Yo estoy engatusado por todo lo que hay a mÍ alrededor: la familia unida. Dejo mi asiento unos segundos y voy a la computadora para dejarle un mensaje a Elvira, decirle lo contento que estoy y mandarle una música. Deseo darle un recado que tenga esta frase: “andaluza… yo necesito tu amor…”. Pero, por alguna cohibición, no lo hago. Dejo la  computadora, cojo los periódicos y vuelvo con mi familia.

Deportes, negocios, actualidad, todo lo reviso rápido y me detengo en el suplemento de viajes. Paso sus páginas y una visión me conmociona: es una bella foto de un río grande amazónico. Hay un árbol fuerte que tiene ramas muy aproximadas al río, que traspasan la orilla. De una rama consistente cuelga un niño, asido desde las piernas a lo que parece ser una tablita de madera. El niño está de cabeza y disfruta de una vista esplendorosa: toda la selva, todo el agua, todo el aire están solo para él, aunque  volteados.

Le muestro la imagen a Rocío, que me hace unas preguntas por la foto e intento explicar. “Ya sé por qué la selva le gustó tanto a Elvira…”, pienso.

El suplemento es prometedor por aquella divertida foto. Lo es aún más cuando, al voltear la página, aparece un colibrí azul, y en la página siguiente otro. La revista dedica su número a explorar un bosque en donde esas ágiles y simpáticas aves abundan. “Sí… ya lo sé”.

Mi abuelita, ha estado todo el tiempo a mi costado, participando de la conversación e, igualmente, gastando bromas. Su mirada está pacífica, amable y queda. Cuando, un poco cansado, pongo mi cabeza en su hombro cubierto por la chompita blanquinegra para descansar, ella me  toca seguidamente con su dedo experimentado, intentando, en particular forma, darme una caricia. Yo me río, me agrada esa tosquedad tan íntima. Ella lo sigue haciendo.

La empatía que ella desprende hace que recuerde aquel momento del parque en que estuve con Elvira. Estaba yo con ella, los dos sentados y juntos, conversando. En esa oportunidad, el instinto me dijo que le diga para sentarnos, cuando cerca estaba la universidad. Ella accedió y la banca fue nuestro aposento.

Poco a poco, ahí en la banca, me iba acercando. Hacía frío y terminamos abrazándonos. Con las cabezas cercanas, sintiendo yo su oreja, le confesé mi sueño. Le dije que en sueños la había visto en una fiesta, con un look distinto pero igual de guapa. En el sueño quedamos en vernos para otra fiesta, que sería a horas después. En un determinado instante, antes de supuestamente entrar, se me impidió el acceso. Elvira adentro, y yo no. La posibilidad de verla perdida sin remedio.

Se lo contaba, con algo de inseguridad, con miedo de que no le cause risa, ni le agrade. En efecto, me lo dijo. Luego empleé las rimas, que hicieron que sobrelleve la situación. Con algo más de confianza el contenido de las rimas pasaron del divertimento al del amor. Gozoso en mí, recuerdo que le dije cosas bellas y musicalizadas. La seguridad provenía de ver su rostro satisfecho al decirle que sí, que me dolería su partida, pero estaba dispuesto a jugármela porque de ella me había enamorado.

Paré de rimar, había cumplido con el pecho inflamado. Al ratito, y con mágica lentitud, nuestras mejillas cálidas se recorrieron y perdí el contacto con su oreja y con su arete. Perder fue ganar, pues sentí su nariz y, más feliz aún, sus labios que ansiadamente le buscaba. Debo decir que fue el beso más hermoso, más perenne que haya tenido en mi vida.

Cambiamos de posición, con alegrías en los rostros, y, como un niño, terminé en su pecho y abrazado por sus manos. Elvira no lo sabe y quizá sea menester que ella de eso no se entere, pero el abrazo que me dio lo llevo muy adentro. Todavía siento sus manos que recorren mis cabellos, la seguridad con que sostuvo mi cabeza, su calor de mujer, los besos pausados que me daba, el soplo de sus labios y su mirada fija y memorable hacia el árbol que a nosotros secundaba. Elvira escribía sin saberlo uno de los pasajes más atrayentes de mi vida.

Mi abuela sigue tocando mi cabeza con su dedo. La familia continúa comiendo, escuchando la música, conversando y haciendo bromas. El recuerdo de las blancas manos de Elvira, sus dedos entre los míos cuando paseábamos por las calles de la ciudad, es despedido.

Elvira ya no estaba, solo la recordaba, era una imagen. Pero una imagen constante, siempre presente y gratificante.

-Sobri –dice mi tío.
Lo miro, entiendo de qué habla, me inclino y cojo mi vaso de sangría recién preparada. “Salud”, dicen todos.  

-Salud por la familia.

-Por que estemos bien.

-Por la chambita.

-Por el Rocko.

-Qué por el Rocko, oye.

-Por la unidad.

Los vasos se chocan y todos compartíamos la belleza.

-Salud por mi abuelito-digo cerrando la lista.

-Bueeena –dice mi tío recordando a quien le dio la vida- buena, buena, sobri.

-Salud por Vira-digo también pero en voz baja, bien para mí, aprovechando la oportunidad.

Mi abuela me mira y pregunta calmada e interesada, mientras baja su vaso recién brindado:

-¿Vira? Ah… la de allá, ¿no? ¿Y cómo está la chica?

La abuela se acuerda. Tomo un poquito de sangría y mi cabeza regresa a su hombro.  

-Vira ta bien, abue. Ta bien.

Siempre deseo que así sea.


31-08-14

sábado, 30 de agosto de 2014

En la poesía… el fondo es sitio




El carro está zumba que te zumba. La calle está semi-vacía, pero las condiciones interiores del motor de este carro, además de la dormida manera en que el chofer maneja el bus y deja que los deterioros tomen las riendas, influyen en la  travesía de este gran carromato de color naranja.

¿Y los pasajeros? ¿Y su voz cantante? Los pasajeros no dicen nada. Y no porque estén enchufados con su Iphone o alguna musiquita que salga del aparatito moderno. No. Los pasajeros están extasiados con un joven de melena negra y buena presencia que, parado en medio de todos, hace contorsiones con sus brazos, evoca volcanes, faunas silvestres, eleva la voz, recuerda al amor, mira con atención y desliza los dedos por el aire cautivo de ese… bus.

El joven recita poesía.

El acompañante literario del día de hoy (pues el oficio del joven es la de recitar poemas según acordó con su joven maestro-su abuelo-cuando este falleció tiempo atrás y le legó tal oficio) proviene de tierras españolas, de Alicante, una ciudad cercana a otra  ciudad que el joven guarda festivo en su corazón: Andalucía. En ese lugar vive Almudena, la mujer que le enseñó el amor. A ella, pensó el joven que recita, le hubiera gustado escuchar el poema “Carta” de Miguel Hernández, poeta tutor de esta faena. Un estribillo en particular le hubiera encantado hacerle escuchar a esa ninfa de ojos misericordiosos pero que esta vez oye el público:

Aunque bajo la tierra
Mi cuerpo amante ya no esté,
Escríbeme a la tierra
Que yo te escribiré

El joven, que pisa fuerte el piso de lata del bus, formando un ritmo adicional a las de por sí musicalizadas letras que salen de sus labios, canta –o intenta cantar- ese poema al público que obsequioso lo ve.

Cada vez que salen palabras, su rostro se alegra, un júbilo lo recorre. Termina el poema y, cuando va a presentar el segundo poema, se encuentra con una carta. Fulminantemente, algo recorre su pensamiento.

-Y como ven, señoras y señores, este poema me ha motivado tanto que…¡Apenas leído! Me puse a escribir esta hermosa carta.

Muestra la carta que tiene los bordes recorridos por pequeñas tiras rojas y que al parecer volará esa misma noche por los aires y disfrutará del aroma del mar. Una espléndida mujer será la receptora. La carta es del tipo clásico de correo aéreo. El público mira con satisfacción. “Qué loco”, deben pensar.

De inmediato, presenta, con unas rimas que le salen de una manera muy natural y divertida, a otro poeta, al gran Benedetti. Es hora de que el público escuche al arsenal de amor que este charrúa ha preparado. El joven recita… “Ustedes y nosotros”. “Ustedes cuando aman…”. “Nosotros cuando amamos…”. Aquel poema, que lo sabe casi de memoria, era el haz bajo la manga que el joven tenía para captar eternamente a los transeúntes de esa máquina movilizadora llamada bus.

El público está feliz. El joven ha mirado pero se ha hecho el desentendido. En la parte de atrás hay un hombre bien vestido, de barba descuidada y ojos que también lo han visto pero que, huidizos, voltean. El joven prepara algo:

-Y así, señores, en este día radiante en que hay que agradecer al señor sol por bañarnos con su luz, nosotros tenemos nuevamente poesía. Espero que haya sido de su agrado, que haya sido suficiente la voz y más alta todavía la imaginación. Reitero mis deseos aunque quisiera pedir disculpas al maestro de atrás –y señaló al mister bien vestido- por no haber traído desde la India al amigo Tagore. Me informan que está dando clases de lirismo hindú en la universidad que creó, así que por esos motivos, lamentablemente no pudo venir. Sin embargo… Para la siguiente fecha, mmm… más o menos para el siguiente viernes en esta misma hora, ruta y mismo canal, él sí estará acá.

El señor bien vestido escuchó y lanzó una carcajada. En efecto, la semana anterior le había pedido, en esa misma hora y en ese mismo bus, que diga más poemas de Tagore.

El joven, que hablaba demasiado rápido pero con una elocuencia tremenda que todos entendían, viendo que tenía al público muy atento para con él, se lanzó:

-Y bueno, señoras y señores, como ya les dije, me estoy lanzando al concurso de recitales de poesía y ustedes son mi público imaginario, aquí practico. Quería decirles también que… en estos días entraré a trabajar y quisiera imaginarme, señoras y señores, cómo haré a la hora de que me paguen el sueldo.

Mientras decía eso hacía ademanes con su mano de recibir dinero.

-Sí, señores, entonces nuevamente recurramos a la imaginación y pensemos en que yo paso por sus asientos y ustedes son mis jefes. ¿Les parece?

En ese momento, por cuestiones de realidad, muchos le quitaron la mirada y volvieron a sus interioridades. Pero eso fue lo de menos.

El joven pasaba por los asientos y lo único que recibía eran caras de afecto, asentimientos, algunos noes –escasos a decir verdad- y uno que otro dormido. Lo mejor, como  ocurre muchas veces en esta vida, vino al final.

-Toma, muchacho –y el joven recibió un sonoro sol.

-¡Gracias!

-Sí, pero… oye, Benedetti no era de Argentina, ah…

El señor bien vestido aprobó lo dicho por ese otro señor de camisa roja y cabello medio castaño. Para qué dijo eso…

-Oooiga, ¿qué paaaaasa, mister? ¿Cómo? Clarito he dicho que Benedetti era de Uruguay. Sino que he dicho que…

-No, pero si has dich…

-No, no –le hacía ver el joven- yo he mencionado a Argentina, como país vecino, pues en Argentina hubo un presidente apellidado “de la Rúa” que rimaba perfecto con “charrúa”, de tal manera que suene bonito y así todos se enteraban de que mi tío Mario era de ahí, del país Oriental.

- ¡Ahhh…!-dijo reconociendo la picardía de ese muchacho melenudo-¡Bien, bien, ah!

-Claaaro –replico el joven, feliz.

-Pero-para no quedarse callado dijo el señor de camisa roja- a la próxima una de Neruda pues.

Para qué dijo eso… El joven fue de vuelta al escenario, es decir al medio del bus, y dijo:

-¿Cómo que no? ¡Hay, hay Neruda! Préstenme atención –dijo con una sonrisa de malicia y con total seguridad.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche
Escribir por ejemplo la noche está estrellada
Y tiritan, azules, los astros, a lo lejos.
Puedo escribir los versos más tristes esta noche…

Los pasajeros lo veían, sorprendidos. Algunos crédulos pensaban que el joven todas se las sabía.

-Pero… pero… pero… no voy a poder continuar, señores, pues me acabo sino con el repertorio. A la vuelta, mister, a la vuelta se lo recito completito, ¿ta’ bueno? –le dijo.

El público lo miraba y demostraban que el buen humor se logra mediante una buena comunicación.

Cuando todo parecía que había terminado, sin embargo, el señor bien vestido le dijo algo al joven cuando este hacía referencia a Miguel Hernández.

-Sí, sí, interesante, pero a la próxima mejor cambia Miguel por Luchito.

Una moto pasó rápido y el joven no escuchó.

-¿Quién dice, usted?

-¡Luchito! –y el señor intentó deletrear “Luchito” con las manos.

Nuevamente… para qué dijo eso…

-¡Luuuuchitooooo! ¿Cómo no? –y repitió su anterior movimiento yendo al medio del bus. Pero esta vez era más difícil pues no recordaba completos los detenidos poemas del médico poeta de Jesús María. El joven miró al público como pidiendo ayuda, fue una mirada muy rápida, no exhaustiva.

-Luchito, claro, el grande. ¡Ahí les va!

Soy Luisito Hernández
Y sé a dónde voy
Pues llevo un puñal
Clavado en la espalda

Y tampoco continúo pues había dicho el poema mal; solo había dado el extracto más famoso. De todos modos, al público le encantó. El joven de la melena negra estaba muy efusivo. Vio, de pronto, que ya se acercaba su paradero y él, sentado de vuelta cerca al conductor, se paró, feliz, con una sonrisa de oreja a oreja y dijo sus últimas palabras, unas bien alegres y que venían desde la sangre:

-Señoras y señores…

Me gustan las sonrisas
Más que las monedas
Pero no esperen mis señores
Que yo se las devuelva

El público aplaudió la creatividad y el joven se bajó, no sin antes agradecer por el grato momento.

-¡Y que viva el médico de Jesús María!


30-08-14

jueves, 28 de agosto de 2014

Apuntes a la volada: antropología política

En las próximas horas o días revisaré mi cuaderno o hablaré con algunos compas de clase. Antes de eso quisiera dejarle una reflexión interesante que surgió en la práctica de hoy del curso de Antropología Política.

No recuerdo cómo pero desde la Polinesia de inicios del siglo XX terminamos en plena y bullente actualidad política. El vínculo entre ambas temporalidades era la del intercambio de presentes, bienes o relaciones. En la Polinesia le llamaban el kula y lo que se trasladaba de persona en persona era el don, bajo el subterfugio del hau, una especie de valor que el objeto tiene y que hace que retorne a su dueño – de un circuito básico de tres personas-. El kula, además, organizaba a la sociedad. La institución del kula evitaba que la sociedad entre en conflicto dada la obligatoriedad de la entrega de dones y la constitución de relaciones sociales. El hau devuelto además restringía la posibilidad de que el donatario tenga una posición eminente de poder y por eso devolvía el presente. Moralmente, en las tribus que formaban parte del kula, acumular poderío, limitar la circulación de bienes era algo inmoral.

De acuerdo con esto, y del cual se desprende la oración con que inicié estas líneas, quien dirige la práctica comenzó a hablar sobre el Estado peruano y la falta de ciudadanía que tienen quienes habitamos Lima (no me animaría a hablar de otras regiones aunque sé que también están hasta el perno).

La forma moderna de organización social, el Estado y su contrato social, se abastece supuestamente de impuestos. Pero en una realidad como la peruana, en la que se supera el 70% de informalidad, ¿cómo recabarlos? ¿Cómo hacer obra pública? De inmediato saltó a la vista el recurrente tópico que repercute en fechas electorales: “roba pero hace obra”. ¿Realmente le duele a la gente cuando un político roba? ¿Afecta sus bolsillos? El estimado de informalidad haría pensar en que no puesto que hay mucha gente que está al margen en materia impositiva.

Dado esto, los hechos indicarían que como no afecta el bolsillo del informal (¿De hacerlo tendría efectos? ¿Ellos, los informales, que desde los setenta son el tema carnecita de las ciencias sociales como aliciente del crecimiento económico, como muestra clara de la crisis de los partidos políticos por la incapacidad de estos de representarlos?), a estos no les molesta que un político haga obras y robe. Sería lo mínimo que se espera en una arena política sin programas de largo plazo y en la que la desesperanza por la que se haga algo cunde. Entonces… “que haga obras, normal que robe. Total…”. Mientras tanto los individuos hacen lo que quieren porque no hay quien fiscalice, no hay programas. Lo que hay es inmediatez y miras cortas. También hay "emprendedurismo" o un individualismo atroz. 

Si el filósofo Hobbes hablaba de que se pasa de un estado de naturaleza (caos supuestamente) a otro en el cual el Leviatán administra el uso de la fuerza para regular la sociedad, somos testigos que en pleno siglo XXI los atropellos de la Orión dejó descalabrado el viejo sueño del ciudadano con derechos y responsabilidades. 

Otra pregunta aparece: ¿y cómo se llenan las arcas del Estado? A todo esto la inversión privada sería la respuesta. Roxana Barrantes, economista y quien lidera actualmente el Instituto de Estudios Peruanos (IEP), ha dado un dato muy preciso sobre el acontecer económico nacional: 200 empresas son responsables del 60% del PBI. Si agregamos nuestra fuerte dependencia a la exportación de minerales, se entiende perfectamente el irrestricto apoyo que se le da a las mineras, también a otras grandes empresas. Se comprende la existencia de lobby’s.

Este análisis en particular, que toma la tasa de informalidad y el pago de los impuestos en el Perú como modo en el cual se va escindiendo las relaciones formales, llamémosle “adecuadas”, entre ciudadanos y Estado devendrían, como sucede, en relaciones más personalistas, en donde la corrupción sea el modus operandi por excelencia.

Llevándolo al lado del “don”, del “kula”, vemos que no se cierra el círculo de reciprocidad que sí se establecía en los tres actores polinesios. Puede que sí desde las altas esferas: te pago tu viaje a Punta Cana y me das un contrato. Desde el lado en que nos importa, naturalmente no: los servicios que brinda el estado son pésimos porque… ¿no pagamos debidamente nuestros impuestos? ¿Son escasos los contribuyentes?

Ahora bien, sería iluso pensar que reduciendo los impuestos, la informalidad desaparecerá y tendremos relaciones con el Estado, ese ogro que hipotéticamente nos daría los servicios que todos necesitamos, más desarrolladas y positivas socialmente hablando. No obstante, el planteamiento de esta opción, considero, muestra otro marco del asunto, de la complejidad evidente que existe, que debería ser analizado para establecer soluciones eficaces para los problemas actuales.  

28-08-14


domingo, 17 de agosto de 2014

El soplo y el círculo



“Es una lástima no verla. A kilómetros está. Creo que ya no la volveré a ver…”. Rocko husmea las plantas, algunos arbustos. Su nariz no le teme a la malograda planta de espinas, pasa por ella y riega la planta con animal sentido. El perro rasga el pasto con la pata y sigue su camino oliendo como si tratara de detectar un tesoro o la presencia de un enemigo de su raza.

Vuelvo a pensar en ella, en esos quince minutos que tengo para el perruno amigo que ella conoció aquí y para caminar un rato. La calle está vacía. Cuando pasan los carros, se siente el paso de los neumáticos con la garúa. Es un sonido húmedo y  rápido, como cuando las olas llegan a la orilla, besan las piedras y retornan a la masa marina.

Me dan ganas de soplar, siento mis pulmones hinchados y boto el aire, aguijoneado por algo interno.

Una bocanada de fuerza transparente se aleja de mí, mueve los cables de los postes y la propaganda electorera amarilla es volteada, volviéndose imperceptible. La bocanada prosigue hasta llegar a la atmósfera para combatirla. Yo quedo atónito pues a lo mucho le soplo desde mi asiento lector a Rocko y sus orejas ni se mueven, incluso cuando es mi cumpleaños necesito de dos o tres sopladas para fulminar la llama de la vela interrogante. Me sorprendo he dicho. Por eso sigo sopla que te sopla por la idea que se me ha cruzado.
Mi esfuerzo va rindiendo frutos. Rocko ni me mira, solo ha caminado un poquito más rápido pues el aire que sale de mí pronto se vuelve helado.

El aire exhalado forma un conducto arremolinado de sólida consistencia. “Ta huevón”, me digo mientras soplo como el lobo del cuento. Algunas avecillas se desorientan por el canal de aire formado. Su bandada se desordena. Paro por segundos al ver que he golpeado con mi soplo a una que se desvía notoriamente. El soplo y mis cachetes inflados continúan pues el ave se ha recompuesto y se pliega a la banda. Escucho unos graznidos. Debe de recordar a mi madre.

En lo alto, ni siquiera los del instituto Senamhi lo han podido prever. Allá en el cielo se ha formado un círculo por el soplo que despeja. A su alrededor hay niebla aburrida, un manto muy oscuro que no tiene nube alguna. En mi círculo no. Hay nubes sí, pocas y distantes, pero también hay estrellas. Cinco o seis que están encantadoramente dispuestas. Son puntos que brillan mucho y de cuando en cuando tintinean. Sigo soplando pero reduciendo la fuerza, hechizado por lo que he hecho.

Rocko me jala, quiere llegar pronto a un arbusto para dejar o recibir un mensaje, eso no lo tengo claro. Le digo que espere.  Como no hace caso, impongo mi principio de autoridad y cojo con firmeza la soga. Él siente la advertencia y obedece para que su cuello no moleste.

Más tranquilo, me siento en el murito del jardín de la ciclovía observando el fenómeno que cualquiera diría como meteorológico o producto de los ovnis. Qué bueno que en este domingo por la noche la avenida esté vacía y el vigilante duerma, sino las habladurías incumbirían la visión. Dentro del círculo, hay sosiego y limpieza. Las estrellas están como deberían estar y el firmamento es de un azul marino muy nítido. Si se le agregase la luna sería fantástico, pero el calendario dice que para el siguiente mes. No importa igual. Esta noche hay cielo verdadero y estrellas. Por ráfagas, ella.

Entiendo que el can debe seguir. Él y yo. Miro las contadas estrellas por unos segundos, recuerdo un paisaje serrano, este, sin círculos de defensa a su alrededor, sino de cielo pleno, de estrellas abundantes y con montañas grandes debajo de ellas y de él.

La presión de la contaminación limeña va reduciendo el radio de mi círculo. Ya no son cinco o seis, ahora se ven tres, dos. Soplo con fuerza, quiero despedirme. La niebla se repliega, la esfera se extiende por momentos y aparece de nuevo el sexteto estelar. Recuerdo que le gustaban las estrellas, los pendientes del cielo; también la luna en sus diversas formas.

Rocko, impaciente, me jala. Debo de hacerle caso. Ahora sí me despido y mi aliento cede.

Cecilia desde lo alto ha sido vista. Creo que pude comunicarle mis deseos. Siento desde dentro de mi corazón que sí, que en estos momentos, esté donde esté, se toca el dedo anular y mira su anillo rojizo, decorado con estrellas y lunas.

La veo sonreír.


18-08-14

viernes, 15 de agosto de 2014

Del papel al corazón (o viceversa)



Esta historia me la contó Andrés el día que nos vimos por última vez. Se iba a Colombia a ver cómo era la vida por allá al término del semestre universtario. No en avión ni en bus, sino en camión, tirando dedo. Sus ojos verdes y su piel y cabellos claros, me dijo, le ayudarían. “Puede sonar racista, pero… ¿y qué hago?”. Fue un comentario atinado, propio de un poeta-mochilero.

-Soy todo oídos, causita-le dije-. Lanza.

Su cara cambió de inmediato. Al tacho el problema de su pasaporte perdido ni de su celular sin señal. Andrés sabía que debía contarlo. Si no, explotaba. Yo lo entendía.

-Compare, compare- achinó los ojos de una forma extraña-. Compare, fue hermoso, hermoso- y me puso el brazo izquierdo encima del hombro. Sentí todo su peso encima.

-Ya, peeee, habla oe-le dije para que me cuente.

-Loco, fue hermoso –sacó su brazo de mi hombro, se pasó la mano por la cabellera, miró al cielo o a Stefania que entraba a su casa y sonrío-. Fue hermoso.

-Yaaaaaaaaa, oe –y lo empujé-. ¡Cuenta!

Reaccionó.

-Salimos, pes.

I

Quedamos el lunes en salir. ¿Cómo? No me lo creerás. Ella está haciendo un trabajo de investigación sobre cómo los centros médicos afectan la… la nosequé de no sé cuál comunidad. Ya, justo yo tenía un librito sobre eso. Y le dije una semana atrás que se lo daría. El lunes en mi casa, cansado de la universidad, estaba en mi cama. Y, pues, se me vino a la mente algo, así todo muy loco. Primero probé los lapiceros que tenía en el cuarto. Ninguno funcionaba, salvo un lapicito con punta. Fui a la sala y cogí un lapicero rojo. Volví al cuarto y me senté. “Con la fe”. “Sí, con la fe”, me dije. Hice un trazo por aquí, otro por allá. Lapicito por acullá. Listo. “¿Sí o no…? Ya que chucha, total…”.

-Tengo tu libro, eh- le dije cuando me la encontré antes de ir a clase.

Ella me miró con esa sonrisa tan hermosa que tiene y esos ojazos idílicos. Pero luego posó sus ojos en mi oreja.

-¿Y eso, wey?-preguntó sobre mi nueva adquisición corporal: mi arete.

-Sexy, ¿no? –dije para salvarme del pavor de no saber qué decirle.

Una risa logré arrancarle. “Te veo en clase”, me dijo y subió. “Soleee...”, pensé. Salí del baño, en dos zancadas hice los 9 escalones y entré al salón. El tema, aburridísimo, hizo que le haga el habla a Renzo, un tipo con el carisma de un cubito de hielo que no se afeita desde hace cuatro meses. Paso rápida la clase: 5:53 p.m. Mis manos sudaron. “¡¡¡Respira!!!”.


-¿Y el libro? –preguntó Sole, al pasar por mi costado, con su bolso negro, al término de la clase.
-Ahh… ahorita te lo doy. Vamos, yendo-le dije “apurado”.

En realidad, no recuerdo nada de la conversación. Bajamos los escalones y, aunque estoy enamoradísimo de ella, quería deshacerme de ella (en un sentido figurativo, claro).

-Sole, aquí está el libro –le dije y le di el pequeño volumen de un investigador de apellido raro: Schyblezki. Calculadoramente, el libro espiralado tenía por tapa y contratapa las mitades del libro-. Chau, eh-y le di un beso apurado a esa bella mujer que lleva por nombre Soledad.

Me encontré con un amigo. Le dije que iría al Centro. “Vamos”, me dijo. “Vamos, pues”, le respondí. Fui al baño, al regresar él se despedía de unas amistades. “Apurate, pe”, mandó.

-Soy un huevóooooooon-exploté.

-¿Qué pasó?

Le conté que me amisté con Sole después de casi tres o cuatro semanas de no hablar, de saber que ella me extraña, según me confesó aquel lunes cuando me encontró en la avenida y me abrazó y me dio un beso firme en el cachete que me dejó colorado. Y que por todo eso me vino un pensamiento loco: amorcito, 
corazón.

-¿Qué?

-Huevón, ¡le dibuje un corazón! ¡Un corazón y dentro nuestros nombres! ¡Lo hice!-dije entre extasiado y derrotado, recordando aquella fatídica hora en que, como un niñito, me puse a hacer ese dibujito infantil que inmortalice y haga ver mi amor por ella, mi locura toda.

Mi amigo, el chino Sosa, no se la creía.

-Ay, eres un huevón –me dijo con su peculiar forma de mandarme a volar-. Ahora, huevón, pensará con mayor fuerza de que eres un niñito.

-Puuuta, sí –le seguí-. Pero, no sé… ya qué chucha… si ya se va…

El chino me miró con reprobación de amigo y me dijo: “vamos, nomás”, en referencia al destino mutuo.
Como ocurrió media o cuarenta minutos atrás en clase, no prestaba atención a lo que decía. Le hice una pregunta sobre marxismo, clases sociales, sobre si el concepto está delimitado o no, el por qué de su uso, etc. El chino, que tira de estos temas, me desasnaba. “Ahh”, decía yo. Pero como no quería hacer la del chico que aprende de otro de su misma edad, intentaba joderlo con preguntas que él, maldito él, respondía, si bien después de meditarlas un rato.

-Entonces, quiérase o no, la situación socioeconómica condiciona la subjetividad del individuo pero –enfatizó- no la determina.

“Suena razonable”, pensé.

-Pero, loco, hay que averiguar más de estos temas, profundizar. No debemos quedarnos aquí, sino ver qué cambios hay. Tú sabes, pues. No debemos guiarnos por los manuales esos que dan en clase. Me revienta lo que hace Bossio…

-Sí, men, es pura mierda-le dije-. Hay que hacerle caso a Yuntay y cagarlo en la asamblea de estudiantes.
-Putaa… -me quitó la mirada- no creo en esas cosas…

-Pero, loco, si… Suave,-vibró mi bolsillo- mensaje.

Cogí el celular, lo desbloquée y vi el destinatario. Mi corazón quería salirse de mi pecho, sentí un escalofrío en las mejillas que bajaba por el cuello, golpecitos en el abdomen, los ojos se salían de sus órbitas: ¡¡¡Era Sole!!!

-¡¡¡Compaaaaaaaaare, compaaaaaaaare, Soleeee!!!

-¿Quéeee? ¡O, huevón!

-¡¡Aaaaaaala mierdaaa!!

-¡Léelo, léelo!

Yo estaba muerto de felicidad, emociondísimo.

-Puta, ¿me habrá cagao’?

-Ja,ja, nicaa…

Yo

“jajaja ksi m da un ataque al ver el corazón jeje la clase me mira y se pregunta xk se rie esa loca jajaja stas lokoooo!!!”

A mí me dio igual que en el siguiente paradero se suba todo un equipo de fulbito. Con gallos y todo, me puse a cantar una ranchera o una canción de Los Enanitos Verdes. Feliz, feliz de toda la vida y abrazando como si estuviera borracho al chino.

-¿Y a ese qué le pasa? –preguntó un aventao’-.

El chino Sosa, contento, le dijo:

-Ja,ja,ja. ¡Le han parao’ balón, al hombre!

-Soy un papi-fue lo que le dije tarareando.

29-06-14


lunes, 11 de agosto de 2014

Lo desconocido era su fuerte

Llegué algo tarde al FIL Lima. No había carros ese domingo y tuve que tomar un taxi. Para colmo el señor del taxi no tenía cambio del billete viejo de veinte soles y tuvimos que dar vueltas por la manzana del lugar donde está el  FIL en búsqueda de un grifo. Al final lo encontramos pero ya era tarde. Vi el reloj y Susan para esa hora probablemente era acosada por los fans para tomarse selfies. Yo me lo perdía todo por tardón.

Ingresé corriendo. No me importó para nada encontrar a Estefanía de modelito de esa librería local. Sí, tendrá sus curvotas pero… a metros de Susan Orlean, ¿quién se detiene a ver a ese mujerón?

-Hola, Estefanía, ¿Tan apretadita? Ja,ja, ¡te llamó en un rato, ah!

Susan Orlean es autora de El ladrón de orquídeas, libro que relata la historia de John Laroche, un fanático coleccionista que roba orquídeas en reserva en California. La historia le valió muchos reconocimientos y fue llevada con éxito a la pantalla grande de la mano de un buen trabajo del guionista Charlie Kaufman. La actriz Meryl Streep haría de la cronista del The New Yorker y compartiría roles con un duplicado Nicolas Cage.

Susan Orlean de afable sonrisa, brazos fuertes, cabellera rojiza y vestido negro conversaba con los asistentes. Yo me sentí en confianza con esa sonrisa que tenía y pensé que podía responderme algunas preguntas. “Susan, estamos en vivo para Cuarto Mensaje, qué opinas sobre la supuesta crisis del periodismo”, pensaba en preguntarle y ponerla contra la lona mientras me la  acercaba.

Mi ansiedad era grande y las preguntas que formulaba en la cabeza caían como si se hubiesen tropezado de una gran escalera, lo cual me producía mayor pavor. Saqué la inefable libreta de notas y apunte desordenadamente una por una.

-¡Su…!

-Suuuusan, hola, darling.

La voz era de mi enemigo de culturales: Titín Lanas. El depravado y avezado reportero se puso entre mí y la autora y le regaló inopinadamente un pisco y un retablito ayacuchano.

-¡Oh, thank you! –dijo la Orleans.

Lanas me miró de reojo, me lo guiñó y sacó rápidamente su Sony para empezar su trabajo. Yo le mentaba la madre, enfurecido, en mi cabeza.

-Susan, ¿do you speak spanish?-dijo el tonto intentado hacerse el simpático a sabiendas de que la renombrada periodista había dado la charla en un español que más parecía spanglish, según me dijo un testigo.

-Por supuesto-dijo masticadamente la Orleans.

-Well, empecemos.

Lanas, hay que decirlo, había estudiado a fondo la carrera de la escritora y periodista. Hablaron sobre la adaptación del cine de su obra principal, del bello e imperecedero reportaje que es, de su amistad con Meryl Streep, de los desenlaces a la que fue llevada la película gracias a Kaufman, etc. Una pregunta me sorprendió más de lo normal y por eso sentí algo de respeto por Lanas.

-Has señalado que para escribir un reportaje prefieres los temas desconocidos, mientras el manual advierte que uno debe escribir sobre lo que sabe bien. ¿Cómo es tu proceso de trabajo?

Orlean lo miró un tanto maravillada, por fin alguien preguntaba sobre metodología en sí.

-Es verdad: siempre te dicen que escribas sobre aquello que conoces. Sin embargo, yo siento que el periodista siempre debe tener una actitud de estudiante, en permanente aprendizaje. Si conoces la materia en la que investigas, no encontrarás sopresas. Para mí, escribir una historia documenta el proceso de conocimiento. El descubrimiento y la sorpresa son los elementos básicos que busca el lector.

-¿Cómo acercarnos a un tema que conocemos?-preguntó Lanas sin ser perturbado por los sabuesos del FIL que venían a llevarse a Orleans para la foto institucional.

-Me interesan dos tipos de historia: la primera es la que me obliga a cruzarme con una subcultura desconocida. La otra es buscar en lo familiar y lo ordinario, aquello que nunca te has detenido a observar. Casi cualquier cosa puede darte una historia, todo depende de tu intuición particular para abordarla. En el caso de “El ladrón de orquídeas”, yo no sabía que había gente que comerciaba y coleccionaba orquídeas, moviendo grandes cantidades de dinero. Es como mirar por el hueco de una cerradura y descubrir todo un mundo.

Orlean, después de haber testimoniado su experiencia de trabajo a Lanas, le dio un beso que fue recibido con una sonrisa oreja a oreja de Lanas y se fue con el chullo puesto. Yo lo miraba picón.

-Bien ahí, cholo-le dije para cumplir.

-Hablé en voz alta, comparito-me dijo Lanas-.  Cátedra gratuita, eh.  

11-08-14

Adaptación de una entrevista hecha por el periodista Enrique Planas a la autora Susan Orlean. Luces 03/08/14

jueves, 7 de agosto de 2014

No entender lo universal

La punta del tenedor intenta ensartar un pedazo de carne que brega por no ser tragada. “Ven, ven, carajo, ven”. Pero la carne no es ensartada. “Maldito tenedor. Qué tenedor… ni siquiera debí de haber venido aquí. Ayy… qué habrá cocinado Juancha. Lomito…”.

-Oe, ¿no comes,no?-pregunta Rosaldo viendo con temeridad la carnecita jugosa y con sus dedos de oyuco muy cerca a ella.

-¿Ah…? ¿Qué…?

-Fuiste-y la carne no es ensartada, sino tocada por los dedos de oyuco. La carne finaliza en la boca de Rosaldo ante los ojos absortos de Tiberio. Este despierta de su libre albedrío y piensa nuevamente en su angustia: cómo hacer que las universidades públicas tengan la dicha de tener una buena biblioteca como la que él goza en su actual casa de estudios.

-Cholo, ¿te imaginas? Tremendos salones para todo el mundo, ¡y gratis! ¡Todo gratis! Todo pagado por el Estado. ¡Fabuloso! –esta última palabra la dice muy risueñamente con la cara apoyada en la mano derecha, al estilo del poeta Vallejo.

Tiberio no se interrumpe:

-Puta, los chibolos podrían leer de todo, todo. Ficciones, geografía, psicología, humanidades, historia, cómics, libros de fotos, hay uno de porno para los que son como tú, pucha, ciencias sociales, crónicas, periodísticos, fábulas, poesía, teatro, e-co-no-mía ufffffffffff… ¡tantas cosas! ¡¡¡Tantas cosas que ayudan y, nosotros, putos privilegiados, solo tenemos en este país!!!  ¡Ta que me siento mal huón!

-Ayy… ya empezó con su rojada –dice, levantándose de su sopor Marita.

-¡Calla oe care’mpanada! –revienta cual volcán Tiberio.

Rosaldo se mata de risa. Volviendo en sí le dice a Tiberio:

-Puta es verdad… -y mira los fideos rojos que, ellos sí, quieren estar bien guardaditos dentro de un ser humano.

-Sí, causa. Cuántas veces de una bajoneada ir a la biblioteca me ha salvado de buenas, ¡cuántas! Puta si no hubiera accedido a un buen libro de Saramago, a una citita de Roque Dalton o si quiera a la introducción de algún libro de Unamuno (¡bárbaro el tío!), ¿dónde estaría yo? Ahora, ahora, imagínate los chibolos de San Narcos, de, puta, de la Alas Peruanas, ¡locazo! ¡Ni qué decir de los del cerro Camote! ¡Qué cólera conchasumare!

Tiberio levanta los brazos, se exalta, los ojos se le desorbitan del enojo, todo es muy rápido y ya no hay más bebida de sobre para calmarle la sed. Rosaldo y Marita lo ven con misterio. Marita piensa para sus adentros: “¿y a este que bicho le picó?”.

-Puuuuta… -atina a decir Rosaldo únicamente.

Tiberio ve el desinterés de sus amigos. Su inicial gesto risueño pasa a ser uno desgastado, abatido. Tiberio vuelve a su anterior ensimismamiento, como lo hace un guerrero después de una batalla, solo, despacito, a curar heridas.

Pero todavía hay gasolina:

-¡La pucha, tíos! ¡Ahora querer que todos compartan una universidad como la de nosotros me hace Rojimio Zeballos! ¡La pucha, eh! ¡Son todos unos bestias! ¡Bes-tias!

Se para y se va.

-Oiga, la cuenta-le grita el mozo atento a todo.
-Que la pague ese huevón que me debe 10 lucas-dice señalando a Rosaldo y se va refunfuñando.




07-08-14