La música genera una atmósfera
por lo demás favorable. No es salsa, como quizá debería incumbir. Ya lo será
cuando salga sol, que hoy no nos visitó. Hay rock, un rock antiguo y
perviviente que seguidamente nos hace cantar de manera mental. Rocío no lo ve
así.
Ella, mientras todos por un
momento están silenciosos comiendo, abre despacito la boca y expresa en
palabras el sentimiento del cantante. La veo a ella conectada con la música,
mirando lo que no está en la pared azul, dirigiendo su vista a algo más allá.
Mi tío Alberto está de maestro de
ceremonias, Además de eximio chef
dominical. Frente a él hay una parrilla recién estrenada en el cual se disputan
su atención bisteck de carne, filetes de pollo, corazones de res, pancita y
también panceta. Asimismo, depositadas en un pequeño cuadrado de metal delgado,
hay ciertos vegetales de vistosos colores, los cuales, en compañía de la carne y
la yuca y la papa, ofrecen un gusto superlativo al paladar.
Cuando el tío Alberto pone en mi
plato a medio terminar una berenjena le digo a mamá:
-¡Ma! Mira, palosanto –y le señalo
el plato.
Ella se ríe. Mi hermano no sabe
de lo que hablo. Yo pienso en ti: hasta en los platos estás.
Mi madre gasta bromas, mi hermano
también y las celebra con Rocío besándose con cariño y expresando palabras
sacadas de la niñez: “amoorrrr”.
La abuela mira satisfecha todo y
mi tía sonríe cuando le dicen: “tía,
mira pa la cámara”. Andrés, mi padre, se acerca a mi tío, se acerca muy maduro,
y recibe de este un pedazo de carne jugosa. El ambiente, queda claro, es muy
familiar.
-Rocko, Rocko, Rocko –algunos gritamos.
Con la esperanza de que nuestro can pueda ser visto-.
No tardan minutos para que, desde
arriba, el perrito nuestro ponga sus patitas y su cara en el murito del tercer
piso. Es prácticamente imposible que nos vea por completo. Huele, emite un
sonido de malestar por no estar con nosotros y de inmediato se baja. Da un par
de ladridos que expresan su inconformidad.
Alberto, cuando oye que queremos
que el perro baje, se niega con algo de molestia. “¿Están locos? No, no, no”.
Él no quiere que Rocko baje, pues el
perro es capaz de, ya aquí, escarbar con fuerza la tierra. Nosotros, los
hermanos, nos reímos ante esa posibilidad.
Un ave valiente se acerca a donde
mi familia está. Se posa rápido en el muro que nos separa de la casa vecina y
voltea su carita para poder vernos mejor. Está justo a la altura de donde se
encuentra mi tío. Donde me siento puedo ver a esa avecilla que pareciera estar
en la cabeza de mi tío. El ave da un saltito, y luego da otro. No ve nada que pueda
ser comido por su boca de pajarito y emprende, fugaz, el vuelo.
El cielo está gris, no como ayer.
Las pocas hojas del árbol de pacay no ocultan el cansado estado en que el árbol
añoso se encuentra. Viendo su tronco, sus hojas, sus ramas sin fruto y el cielo
de marco, uno se da la idea de lo triste que a veces puede ser el invierno,
que, por cierto, está a días de irse.
Yo estoy engatusado por todo lo
que hay a mÍ alrededor: la familia unida. Dejo mi asiento unos segundos y voy a
la computadora para dejarle un mensaje a Elvira, decirle lo contento que estoy
y mandarle una música. Deseo darle un recado que tenga esta frase: “andaluza…
yo necesito tu amor…”. Pero, por alguna cohibición, no lo hago. Dejo la computadora, cojo los periódicos y vuelvo con
mi familia.
Deportes, negocios, actualidad,
todo lo reviso rápido y me detengo en el suplemento de viajes. Paso sus páginas
y una visión me conmociona: es una bella foto de un río grande amazónico. Hay
un árbol fuerte que tiene ramas muy aproximadas al río, que traspasan la
orilla. De una rama consistente cuelga un niño, asido desde las piernas a lo
que parece ser una tablita de madera. El niño está de cabeza y disfruta de una
vista esplendorosa: toda la selva, todo el agua, todo el aire están solo para
él, aunque volteados.
Le muestro la imagen a Rocío, que
me hace unas preguntas por la foto e intento explicar. “Ya sé por qué la selva
le gustó tanto a Elvira…”, pienso.
El suplemento es prometedor por
aquella divertida foto. Lo es aún más cuando, al voltear la página, aparece un
colibrí azul, y en la página siguiente otro. La revista dedica su número a explorar
un bosque en donde esas ágiles y simpáticas aves abundan. “Sí… ya lo sé”.
Mi abuelita, ha estado todo el
tiempo a mi costado, participando de la conversación e, igualmente, gastando
bromas. Su mirada está pacífica, amable y queda. Cuando, un poco cansado, pongo
mi cabeza en su hombro cubierto por la chompita blanquinegra para descansar,
ella me toca seguidamente con su dedo
experimentado, intentando, en particular forma, darme una caricia. Yo me río,
me agrada esa tosquedad tan íntima. Ella lo sigue haciendo.
La empatía que ella desprende
hace que recuerde aquel momento del parque en que estuve con Elvira. Estaba yo
con ella, los dos sentados y juntos, conversando. En esa oportunidad, el
instinto me dijo que le diga para sentarnos, cuando cerca estaba la
universidad. Ella accedió y la banca fue nuestro aposento.
Poco a poco, ahí en la banca, me
iba acercando. Hacía frío y terminamos abrazándonos. Con las cabezas cercanas,
sintiendo yo su oreja, le confesé mi sueño. Le dije que en sueños la había
visto en una fiesta, con un look distinto pero igual de guapa. En el sueño
quedamos en vernos para otra fiesta, que sería a horas después. En un
determinado instante, antes de supuestamente entrar, se me impidió el acceso.
Elvira adentro, y yo no. La posibilidad de verla perdida sin remedio.
Se lo contaba, con algo de
inseguridad, con miedo de que no le cause risa, ni le agrade. En efecto, me lo
dijo. Luego empleé las rimas, que hicieron que sobrelleve la situación. Con
algo más de confianza el contenido de las rimas pasaron del divertimento al del
amor. Gozoso en mí, recuerdo que le dije cosas bellas y musicalizadas. La
seguridad provenía de ver su rostro satisfecho al decirle que sí, que me
dolería su partida, pero estaba dispuesto a jugármela porque de ella me había
enamorado.
Paré de rimar, había cumplido con
el pecho inflamado. Al ratito, y con mágica lentitud, nuestras mejillas cálidas
se recorrieron y perdí el contacto con su oreja y con su arete. Perder fue
ganar, pues sentí su nariz y, más feliz aún, sus labios que ansiadamente le
buscaba. Debo decir que fue el beso más hermoso, más perenne que haya tenido en
mi vida.
Cambiamos de posición, con
alegrías en los rostros, y, como un niño, terminé en su pecho y abrazado por
sus manos. Elvira no lo sabe y quizá sea menester que ella de eso no se entere,
pero el abrazo que me dio lo llevo muy adentro. Todavía siento sus manos que
recorren mis cabellos, la seguridad con que sostuvo mi cabeza, su calor de
mujer, los besos pausados que me daba, el soplo de sus labios y su mirada fija
y memorable hacia el árbol que a nosotros secundaba. Elvira escribía sin
saberlo uno de los pasajes más atrayentes de mi vida.
Mi abuela sigue tocando mi cabeza
con su dedo. La familia continúa comiendo, escuchando la música, conversando y
haciendo bromas. El recuerdo de las blancas manos de Elvira, sus dedos entre
los míos cuando paseábamos por las calles de la ciudad, es despedido.
Elvira ya no estaba, solo la
recordaba, era una imagen. Pero una imagen constante, siempre presente y
gratificante.
-Sobri –dice mi tío.
Lo miro, entiendo de qué habla,
me inclino y cojo mi vaso de sangría recién preparada. “Salud”, dicen todos.
-Salud por la familia.
-Por que estemos bien.
-Por la chambita.
-Por el Rocko.
-Qué por el Rocko, oye.
-Por la unidad.
Los vasos se chocan y todos compartíamos
la belleza.
-Salud por mi abuelito-digo
cerrando la lista.
-Bueeena –dice mi tío recordando
a quien le dio la vida- buena, buena, sobri.
-Salud por Vira-digo también pero
en voz baja, bien para mí, aprovechando la oportunidad.
Mi abuela me mira y pregunta
calmada e interesada, mientras baja su vaso recién brindado:
-¿Vira? Ah… la de allá, ¿no? ¿Y cómo
está la chica?
La abuela se acuerda. Tomo un
poquito de sangría y mi cabeza regresa a su hombro.
-Vira ta bien, abue. Ta bien.
Siempre deseo que así sea.
31-08-14