Hemos sido testigos de esa
repetitiva tara de la que constantemente hacemos gala y que a veces se
constituye como uno de las prácticas en la que mejor nos desenvolvemos: la
miseria humana. En esta oportunidad, la víctima fue un niñito: Adrianito.
El pequeño sufre de una
enfermedad que, como se lee en los diarios, hace de su piel más frágil que la
de una mariposa. Al conocerse su penosa enfermedad, se produjo una colecta
pública para atender el mal del infante. Se obtuvo buena cantidad de dinero
(aprox. 370 mil dólares). La operación cuesta un millón de dólares, pero en
esta acomodada ciudad se logró aquello. Algo se había avanzado. Sin embargo,
los miserables padres, ciegos por el dineral que tenían, destinaron parte del
dinero a comprar un automóvil. Descubierta esta podredumbre moral, el padre dio
la siguiente y degradada explicación: “Sí se compró ese automóvil con el dinero
de la donación, pero con la seguridad y la certeza de que ese dinero va a retornar
porque así me lo garantizó mi papá (acá puede entrar papi sin temor alguno) y
obviamente yo confío en él”. Además de lo ensuciante que llega a ser esta
declaración, la forma en que expresa esa ingenuidad de niño pequeño y de amor
filial hacia “mi papá” es de lo más detestable. La combinación de torpe
ingenuidad y una flagrante desatención hacia el hijo grave da como resultado esta
muestra digna de un alcantarillado.
Pero aquí no nos hemos propuesto
analizar el discurso de ese estropajo al que no se puede declarársele como
hombre. Más allá de que el dinero haya servido al abuelo del niño como forma de
ganarse la vida, que es taxista (si eso hubiera sido cierto, se entiende
completamente el proceder de Raúl
Castañeda, el impresentable. El abuelo aceptaba un dinero para el
delicado estado de salud del niño.), está el hecho del comportamiento de los
padres.
Vemos pues a dos jóvenes padres con un niño en
brazos. El pequeño padece un mal gravísimo pero ellos prefieren gastar en cosas
que creen más importantes. Los padres más irresponsables que nunca, desestiman
lo que tiene el niño. Olvidan.
Como claro signo de los tiempos,
en los que nos vemos impulsados constantemente a tener y tener, padre y madre
convienen en darle prioridad al carro. Se ha perdido de vista nuestras
humanidades. Incluso el amor maternal, desde siempre visto como lo más fuerte y
sólido, en esta oportunidad se ve mellado. La madre, sin inmutarse, aprueba la
transacción. Este sentimiento consumista nos ha llevado al grado de “patear” a
la sangre nuestra.
Las nuevas generaciones la tienen
difícil. Un mundo cada vez más cerca a la debacle ambiental y, para colmo, la
humanidad igual de próxima al abismo del egoísmo. Kafkiano.
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