La gravitante renuncia de
Benedicto XVI ha sacudido a la Iglesia católica en todos sus cimientos. Ha sido,
en general, un golpe para la religión, y, en particular, un fuerte revés para
la institución católica: la Iglesia. Naturalmente, este no es un caso de
cuerdas separadas ya que una supone a la otra y viceversa. No obstante, es
importante señalar el porqué de esta distinción.
El mundo de hoy ha perdido el
rumbo. Las ideologías de cambio y las religiones (“los grandes discursos”) van
de capa caída. Asumiendo que estas nociones infundían estabilidad a los hombres
y les brindaban sentido, su derrumbe, como lo deja ver la época de hoy, trae
como consecuencia un pesado desgano, es decir, el pesimismo, la nada. No hay a
donde ir, se dice.
Divagando en suelos relativistas,
los valores son poca cosa e impera el “sálvese quien pueda”. La solidaridad
colectiva cada vez tiene menos devotos (y, electoralmente, menos votos). Sumando
la hegemonía de un sistema mundial que privilegia el individualismo, el
acaparamiento de las riquezas y un engañador continuismo económico que promueve
la desigualdad y la ruina ambiental, el panorama toma la forma de un páramo.
Según creo, la religión provee de
las fuerzas necesarias para sobrellevar situaciones de dificultad. De más está
decir, que ella no es exclusiva dispensadora de fuerzas en momentos donde se
requiera para pasar el mal momento. La religión se vive de manera diferente,
según la cultura y personalidad del creyente. Sin embargo, en el caso de la fe
cristiana, constituida en una jerarquía, la significancia de la renuncia
irrevocable del cargo ocupado por Joseph Ratzinger es de particular atención
por los efectos que esta pueda traer para los creyentes. ¿Que renuncie el
representante en la tierra de Cristo? ¿Contagio
pesimista en altos cargos? El cuerpo de creyentes está en vilo. Otros no tanto:
“De la cruz no se baja”, dijo Stanislaw Dziwisz, actual arzobispo de Cracovia. La
duda, cara opuesta de la fe, ve relucirse por estas horas.
En tanto, la Iglesia oficial está
anonadada. La decisión de Ratzinger ha caído como un baldazo de agua fría en el
Vaticano. Ya se barajan opciones aunque estás sean previsibles, como se pasará
a explicar. Asimismo, lo ocurrido revela la lucha de poderes interinos en el
Vaticano, que días después de su renuncia, Benedicto XVI se apuró a criticar. Esto
hace más prioritario la búsqueda de una elección positiva.
El revuelo causado por la
imprevista renuncia ha dado a conocer la historia detrás de los pontificados de
Benedicto XVI y también la de su antecesor, Juan Pablo II. La barca de Pedro,
bajo los últimos dos papados, ha estado a cargo de dos grandes conservadores.
Esto se explica en mayor parte por el estado de la fe católica en los últimos
tiempos. Vayan a una iglesia de domingo y generalmente verá a mayores de edad y
algunos cuantos “modernos”. Una imagen vale más que mil palabras. La mano dura,
de la que el conservadurismo hace gala,
pareció ser la mejor receta. Así, los embrollos de la Iglesia (los escándalos
de sacerdotes pederastas, su oposición al matrimonio gay, el aborto o la opción
del celibato dentro de sus fueros) no tuvieron como respuesta el debate, el
encuentro de dos voces desacordes; sino, más bien, el veto cayó redondo y toda
opción de apertura se vio oscurecida. Este cierre de filas, banderas de los
últimos papas, descubre por qué las nuevas generaciones desestiman plegarse a
la fe católica. Más aún si tenemos en cuenta de que Joseph Ratzinger provenía
de las canteras de la Congregación por la Doctrina de la Fe, variante moderna
de lo que fue la persecutoria Santa Inquisición y que, décadas atrás, fue
esforzado crítico de los teólogos de la liberación, rama progresista de la
Iglesia reconocida por su labor con los más pobres.
Ante la renuncia y la situación
de la Iglesia no parecen haber opciones en la baraja que anticipen un recambio
de dirección en el sillón de Pedro. Benedicto XVI y Juan Pablo II, ortodoxos de
línea dura, facilitaron el ingreso de cardenales del mismo conservador perfil
ideológico en el cónclave. Sea como sea, lo más probable es que el papa elegido
el 28 de febrero continúe por la misma senda de sus antecesores. ¿Los fieles
rezarán por un milagro?
Peter Tukson, cardenal de Ghana,
es favorito de las casas de apuestas para suceder el cargo petrino. Esto no es
más que una especulación antojadiza. Si bien pertenece al cuerpo conservador de
la iglesia, como muchos de los otros aspirantes, los especialistas les dan
mayores opciones a los cardenales italianos o, mejor sea dicho, europeos, pues
son mayoría. El favoritismo de Tukson responde mayormente al sensacionalismo de
los medios quienes rescatan las profecías de Nostradamus, esas que hablan que
la llegada de un papa negro avecinará el Apocalipsis. Risible.
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