Mi padre lanzó la advertencia:
-Oye, el chico es un poco
cochinito, descuidado. Su ropa es algo sucia y tiene como enfermedades de la
piel-las descripciones que hacía eran expresadas con palabras de vergüenza propia,
con cierta compasión y algo de resignación-. Muecas de asco acompañaban tales
palabras.
Era la primera vez que mi padre
me decía algo así de una persona que íbamos a visitar. Generalmente, sus
referencias ante el encuentro de una persona eran de cómo le iba la vida, de
sus ideas políticas, su vida familiar o su condición económica. Una forma de
preámbulo necesario. Incluso a veces no hacía falta decirlas. Pero esta vez no.
El asunto se centraba en … su higiene. La casa era de tres pisos y estaba al
costado de una veterinaria. Después de semejante presentación repare en que la
fachada de la casa estaba sucia, despintada y con signos abandono. No tenía los
optimistas colores que suelen tener las casas de la capital. Había incomodidad
en mí a medida que nos acercábamos. Esta creció.
-Qué tal, Alfredo.
La expresión provino de un hombre
que no cuadra en el patrón estético requerido por las convenciones sociales. Su
polo, muy parecido al de la fachada de la casa, estaba notoriamente sucio y muy
usado. Su pantalón grande y con las bastas deshechas tenía los mismos signos de
insalubridad. Las zapatillas otro tanto. Su pelo crecido y maltrecho. Barbita de
unos cuantos días. Preferí no mirarle los dientes. Una joroba completaba el
cuadro de un hombre que, para mi, estaba dado al abandono. Si de él no se hubiera sabido que era técnico
de computadoras, tranquilamente podría habérsele tomado como los loquitos de
las calles o los fumones de algún lugar de mala muerte. Los fumones suelen ser
agrestes o huidizos, los locos no tanto. Yo pensé que el chico era enfermito. Nos
invitó a pasar.
El interior de la casa reflejaba
la filosofía de vida de nuestro anfitrión. Todo era un desastre, un caos, un
desorden. Cosas tiradas por ahí. Los muebles llenos de polvo y mugrientos.
Tanto así que mi padre, cuando en una oportunidad tenía que apoyarse sobre él
para coger una cosa, no lo hizo. Era muy sucio todo. Yo, ganado por el asco,
miraba el ambiente hogareño. La sala de estar estaba llena de productos. Una
navideña lata de panetón estaba ahí, revistas, comida, cuaderno. Tú podías
encontrar cada cosa en esa mesa repleta. En el piso habían bolsas de comida
rápida y botellas de un litro y algo de gaseosa. El chico hasta ese momento era
para mí el consumidor estereotipo de comida rápida estadounidense que vegeta en
su gran sillón embutiéndose el cerebro con televisión chatarra. Solo que cochino.
Él conversaba con mi padre sobre
la máquina que era llamado a arreglar. Me producía arcadas verlo cuando tocaba
la máquina y al rato se rascaba el cuerpo. Mi curiosidad por su carácter
descuidado siguió y, haciéndome el loco, di unos cuantos pasos hacia el patio.
Había un olor infeliz y de antigüedad en la habitación. Logré percibir la
cocina. Esta era la misma representación
del estilo de vida del joven. Cada artefacto-lavadora, cocina, repisa, etc.-
tenía los mismos rasgos de toda la casa: suciedad.
Pensé que el dueño de la casa se
debería sentir tan incómodo como yo lo estaba por mis incursiones. Así que,
para hacerme sentir que estaba al tanto de la conversación le hice unas cuantas
y intrascendentes preguntas. Él las respondía con atención. Yo simulaba ser
simpático. Cochino, pensaba por dentro.
Después de 15 o 20 minutos ya
entrabamos al final de nuestra estancia en el fortín contra el aseo. Mi padre
lo “cochineaba” (nunca esta palabra cayó tan precisa) con una “amiguita”, de la
que el joven hablaba con cierta actitud canchera. Las risas fueron el pasillo
para la retirada y, al momento de la despedida, evite pensar de la manera más
posible, que él se había rascado. No hubo apretón de manos solo un efímero
contacto.
-¡Qué bestia, pa! ¡Qué cochino!
La mierr…
-Sí, hijo. Pobrecito. Y pensar
que así se presenta al trabajo a veces. Qué tendrá. Y eso que es joven, ah.
De la nada aparecimos en la Av.
Canadá, a una cuantas del Metropolitano. Tomamos la ruta B y entramos con
dificultad. Mucha gente había subido y estábamos apachurrados. Yo agradecía que
Don Cochi, como llamamos al técnico de computadoras después de la salida de su
casa, no hubiera querido acompañarnos. “Pero quéee cochino, chess”.
22-09-13
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