domingo, 22 de septiembre de 2013

“¡Pero qué cochino!”

Pagamos, nos despedimos y bajamos del taxi. El sol hacía una tímida aparición en esa tarde de domingo. Frente a nosotros había un parque ovalado. En él, chicos del barrio jugaban. Dos pequeños y descuidados arbustos hacían de travesaño futbolero. Las hojas caían ante el simple roce de la pelota. “Goool”. A recoger la pelota y a reanudar.

Mi padre lanzó la advertencia:

-Oye, el chico es un poco cochinito, descuidado. Su ropa es algo sucia y tiene como enfermedades de la piel-las descripciones que hacía eran expresadas con palabras de vergüenza propia, con cierta compasión y algo de resignación-. Muecas de asco acompañaban tales palabras.

Era la primera vez que mi padre me decía algo así de una persona que íbamos a visitar. Generalmente, sus referencias ante el encuentro de una persona eran de cómo le iba la vida, de sus ideas políticas, su vida familiar o su condición económica. Una forma de preámbulo necesario. Incluso a veces no hacía falta decirlas. Pero esta vez no. El asunto se centraba en … su higiene. La casa era de tres pisos y estaba al costado de una veterinaria. Después de semejante presentación repare en que la fachada de la casa estaba sucia, despintada y con signos abandono. No tenía los optimistas colores que suelen tener las casas de la capital. Había incomodidad en mí a medida que nos acercábamos. Esta creció.

-Qué tal, Alfredo.

La expresión provino de un hombre que no cuadra en el patrón estético requerido por las convenciones sociales. Su polo, muy parecido al de la fachada de la casa, estaba notoriamente sucio y muy usado. Su pantalón grande y con las bastas deshechas tenía los mismos signos de insalubridad. Las zapatillas otro tanto. Su pelo crecido y maltrecho. Barbita de unos cuantos días. Preferí no mirarle los dientes. Una joroba completaba el cuadro de un hombre que, para mi, estaba dado al abandono.  Si de él no se hubiera sabido que era técnico de computadoras, tranquilamente podría habérsele tomado como los loquitos de las calles o los fumones de algún lugar de mala muerte. Los fumones suelen ser agrestes o huidizos, los locos no tanto. Yo pensé que el chico era enfermito. Nos invitó a pasar.

El interior de la casa reflejaba la filosofía de vida de nuestro anfitrión. Todo era un desastre, un caos, un desorden. Cosas tiradas por ahí. Los muebles llenos de polvo y mugrientos. Tanto así que mi padre, cuando en una oportunidad tenía que apoyarse sobre él para coger una cosa, no lo hizo. Era muy sucio todo. Yo, ganado por el asco, miraba el ambiente hogareño. La sala de estar estaba llena de productos. Una navideña lata de panetón estaba ahí, revistas, comida, cuaderno. Tú podías encontrar cada cosa en esa mesa repleta. En el piso habían bolsas de comida rápida y botellas de un litro y algo de gaseosa. El chico hasta ese momento era para mí el consumidor estereotipo de comida rápida estadounidense que vegeta en su gran sillón embutiéndose el cerebro con televisión chatarra. Solo que cochino.

Él conversaba con mi padre sobre la máquina que era llamado a arreglar. Me producía arcadas verlo cuando tocaba la máquina y al rato se rascaba el cuerpo. Mi curiosidad por su carácter descuidado siguió y, haciéndome el loco, di unos cuantos pasos hacia el patio. Había un olor infeliz y de antigüedad en la habitación. Logré percibir la cocina. Esta era la misma  representación del estilo de vida del joven. Cada artefacto-lavadora, cocina, repisa, etc.- tenía los mismos rasgos de toda la casa: suciedad.

Pensé que el dueño de la casa se debería sentir tan incómodo como yo lo estaba por mis incursiones. Así que, para hacerme sentir que estaba al tanto de la conversación le hice unas cuantas y intrascendentes preguntas. Él las respondía con atención. Yo simulaba ser simpático. Cochino, pensaba por dentro.

Después de 15 o 20 minutos ya entrabamos al final de nuestra estancia en el fortín contra el aseo. Mi padre lo “cochineaba” (nunca esta palabra cayó tan precisa) con una “amiguita”, de la que el joven hablaba con cierta actitud canchera. Las risas fueron el pasillo para la retirada y, al momento de la despedida, evite pensar de la manera más posible, que él se había rascado. No hubo apretón de manos solo un efímero contacto.

-¡Qué bestia, pa! ¡Qué cochino! La mierr…

-Sí, hijo. Pobrecito. Y pensar que así se presenta al trabajo a veces. Qué tendrá. Y eso que es joven, ah.
De la nada aparecimos en la Av. Canadá, a una cuantas del Metropolitano. Tomamos la ruta B y entramos con dificultad. Mucha gente había subido y estábamos apachurrados. Yo agradecía que Don Cochi, como llamamos al técnico de computadoras después de la salida de su casa, no hubiera querido acompañarnos. “Pero quéee cochino, chess”.

22-09-13


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