viernes, 27 de septiembre de 2013

El viejito que recorre Lima

Es un largo jirón en el Centro. Casi igual al de la Unión solo que menos transitado. Curiosamente, este rectilíneo y popular pasaje lo corta en dos y entonces pasa de Jirón Ica a llamarse Jirón Ucayali. Ni siquiera cuando los proletarios salen de su centro de trabajo entrada la noche, este paseo de calle se ve abarrotado. Es ideal para la caminata tranquila, la conversadora. Cercan están las panaderías, las tiendas de comestibles. Por ahí está el Teatro Municipal; también la Triple A. Algunas cuadras cercanas están las chinganas. Hay para todos los gustos. Y desde este lugar empieza mi historia.

Se oían pasos de gente que caminaba apresurada, carretillas que iban directo a las tiendas de impresión y el sonido de los autos de la avenida contigua. Nadie se conocía. Indiferentes, cada uno se centraba en sus propios asuntos. Juntos pero no revueltos. Esa parte de la naturaleza de la ciudad y su ritmo de vida, en donde cada uno se enfrasca en sí mismo, estaba muy puesta en evidencia en ese momento. Hombres y mujeres y sus burbujas andaban a la par, sencillos.Pero ocurrió que hubieron felices rupturas ese mismo día.

-¡Abrígate, hijita, que te vas a resfriar!-dijo un viejito de súbito y rompiendo el trance citadino. 

Ojos abiertos, retracción de la cabeza y poquísimos segundos de asimilación de la receptora.

-¡Ay, señor... no se preocupe!-respondió la joven sentada en un asiento blanco de plástico, con la sonrisa extraña del "¿Y a este qué le pasa?"

No era para tanto, además, pues la casaca rosada que llevaba parecía protegerla del viento que, pasado el mediodía, entraba con fuerza. El viejito ni siquiera la conocía pero ya había dado su golpe de efecto. Tras acercarse, le hizo una venia y se fue tan tranquilo como llegó.  

Se detuvo de nuevo, esta vez ante una pareja con un niño. La pareja lo imitó: el viejito se puso frente a ellos y palmoteaba cariñosamente los lacios cabellos del pequeño. No se llegaba a oír lo que decía (desde la Av. Tacna llegaba el bullicio de los motores y la voz innegable del cobrador) pero sonreía. Sin duda ninguna que gozaba. No tanto el niño, sino el viejito. Siguió. En su caminar, se encuentra con otro infante. Le posa la mano y articula palabras con un gesto de afecto. Los padres lo miran y no se llegan a saber y ver sus reacciones por lo inmediato de la acción. 

Después de un rápido trote, pasado el Teatro Municipal, dio una nueva parada. Dos mujeres de provincia, con faldones sucios, chompita raída, lliclla característica y chaposas mejillas, conversaban con el viejito. Él, involuntario centro de su atención, no se dirigía a ellas, sino a su pequeño que lo miraba con esos ojazos grandotes que tenía. Luego ya hizo lo mismo con las señoras. Conversaban alegremente y este las invito a una tiendita ambulante que a escasos metros estaba. Galleta Margarita para el pequeño y un Cifrut sabor granadilla para las damas. Otro toque de cabeza al pequeño a la vez que esbozaba una sonrisa. Despidiéndose, seguramente las señoras le mandaban bendiciones al señor. Ellas continuaron vendiendo el producto que llevaban en una bolsita.

La vendedora y el viejito, ambos juntos. Ya no compraba nada ¡pero se quedaba conversado con ella! Tenía un sobre entre manos con coloridos papeles dentro. ¿Se habrá ganado la lotería el viejito? ¿Habrá recibido un giro de algún negocio lejano o de algún familiar a la distancia? No lo sabemos. Lo seguro era que el señor alegraba con su presencia a quien encontraba a su paso pues tanto él como ella sonreían genuinamente. 

El señor llegó a la Avenida Tacna. Miraba los carros que estaban a punto de estacionarse y no en el lugar que les correspondía. No llegó a la avenida para tomar un carro sino para cruzarla. Iban y venían los carros. Era mejor esperar. Pero no quieto. El señor, enérgico, iba en búsqueda del espacio para ¡fum! cruzar la pista. En ese desenlace, se acerca a un hombre que se lleva una generosa mazorca a la boca., de esas que son vendidas en tiendas o establecimientos pequeños.Con canas también aunque no de la edad del viejito, los dos mayores conversan con simpatía y cercanía. Una palmoteada en el hombro es señal de que el viejito debe continuar su paseo. Sus ojos apuntan a la pista en búsqueda del momento oportuno para invadirla. 

-Oiga, ¿usted conoce a ese viejito?

-No. ¿Tú?-responde como despertado de un sueño el señor después de dar un bocado a su choclo.

-No. ¡Pero está saludando a todo el mundo!-dice la sorpresa general.

El viejito no ceja. Raudo, intrépido y ágil, cruza la muy recorrida Av. Tacna. Las cousters, inmensas máquinas de transporte que meten miedo, están detenidas. Al señor nada parece detenerlo.

Un olor a incienso, colores morados y sabor a octubre señalan la llegada a religiosos dominios. Estamos en el Jirón Huancavelica, o será mejor decir, en la Iglesia de las Nazarenas. Pero el viejito no va a rezar, va a seguir haciendo lo suyo: derrocha su carisma y personalidad entre los transeúntes. Un jovencito, que lleva una bolsa negra, es la nueva "víctima". Este, con sonrojados cachetes, le escucha al viejito que canchero se le ha acercado. Pero su rostro no está colorado por la inesperada aparición del viejito, sino porque sufre del característico acné que le da a los púberes. Con mirada aleccionadora el viejito, y tras darle unas cuantas frases sueltas, se va despidiendo con un diagnóstico sacado de la experiencia: “… ¡¡¡no te toques la cara!!! “. El joven mira a su mamá incrédulamente. Ya el viejito a doblado la esquina a seguir tomándose sus criollísimas licencias en una tienda cercana. Implacable y efectivo, su actividad de hacer bien entre la gente es solo cuestión de minutos. Su sombra, que a duras penas le sigue los pasos, deja como resultado risas y ojos chinos entre las vendedoras de adornos religiosos. Es un grande el viejito.

Ha dejado atrás al Nazareno, pues el viejito sigue. Sigue y sigue. Él está mira que te mira escudriñando la calle. ¿A dónde irá? ¿A quién mira? No se sabe pero busca algo o a alguien. Una puerta inmensa de donde entran y salen personas parece ser su destino. La voina que le cubre la cabeza apenas se mueve y menos parece molestarle la casaca oscura que lleva. Es un mercado y el viejito entra presuroso. 

El viejito aparece sentado en un banquito de madera con respaldar. Estuvo a tiempo pues es el único asiento que quedaba. Es un restaurante norteño. El viejito se sienta, debe estar extenuado. Es hora del almuerzo y el viejito sigue mirando con mucha curiosidad, mirada curiosa que lleva su firma. El viejito ha llegado para darse un gusto, el mismo que desinteresadamente causa en quienes lo encuentran en la calle.

¡Provecho, viejito!



27-09-13

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