Dicen los estudiosos que África
debe estar pasando por lo que pasaron las antiguas colonias latinoamericanas
que alcanzaron la independencia dos siglos atrás. Los historiadores podrán
expresarlo mejor, pero lo cierto es que básicamente habían dos bandos contrapuestos
que pugnaban por la mantención de la colonia o la independencia. A lo largo de
todo el continente latinoamericano las guerras de independencia se desarrollaban,
cada una de ellas en su contexto particular, y el sueño de la independencia de
Europa dejaba de serlo para pasar a ser una realidad. Fueron luchas de años y
años que dejaban como saldo numerosas muertes. Hoy todo esto sucede en África,
en algunos países de África. Uno de los errores heredados por décadas de supina
ignorancia es considerar el territorio
africano como uno solo, cuando la realidad es otra en el continente que dio
inicio a la aventura humana. Jon Lee Anderson, cronista de los tiempos de hoy y
conocedor por largo tiempo de África, así nos lo dice. Y sin duda la razón es
suya.
No solo queda en la retina la
imagen del niño sudanés mirado por un amenazante buitre que valió el triunfo
del Premio Pulitzer en el 94 como el símbolo del hambruna que azotaba y azota
las tierras africanas. Quedan también en la memoria los niños obligados a
servir militarmente producto de las guerras civiles que se desatan por el caos
generado tras la “liberación” de Europa. Esa es una funesta postal de un mal
que sigue cobrando miles de vidas innecesaria e implacablemente. Los niños
obligados a valerse de las armas, imagen que remite a algunos países de África,
no son una realidad que solo pueda verse en las guerras civiles de ese
continente. En Siria, conflicto armado que todavía transcurre y que ya cobró
más de 280.000 muertes (En este tiempo indiferente, ¿tal cantidad
dirá algo? ¿Conmueve?), se ha visto a niños empuñar las armas por sus propios
padres. La defensa del territorio se hereda. Y esta la forma de enseñarla.
Nosotros los peruanos ya hemos visto cómo se utilizan los niños en guerras de
muerte y odio. El caso de Sendero Luminoso, herida no cerrada aún en nuestro
país, ofrece un repudiable ejemplo. Paloma de Papel, cinta que narra esos
hechos, y la biografía del insólito antropólogo, Lurgio Gavián –“Memorias de un
soldado desconocido”-pueden decir cosas al respecto.
La involucración de infantes en
procesos de muerte no es potestad de las guerras civiles. Los sicarios, cada
vez más jóvenes, pertenecen a otros desenlaces, quizá más cercanos, en donde
las autoridades correspondientes brillan por su ausencia. Mientras más temprano
mejor para regar las desastrosas semillas de violencia y odio.
El mundo está plagado de
violencia. Cada vez menos se escucha, cada vez más se impone y cada vez más los
oídos sordos se hacen más presentes por no hacer nada por la realidad que nos
rodea. ¿Cómo poder decir “la realidad no superará mi vida” cuando a metros se
mata? ¿Cómo decir eso cuando la globalización nos ha traído beneficios de
dinero y bienestar pero no una sustancial detención a los procesos de aniquilamiento
masivo? Existe un genocidio en Siria pero las grandes potencias mundiales,
aquellos países del Primer Mundo, proveen de dinero y armas a las partes
beligerantes y desisten a los intentos de solución.
Acabo de ver Hotel Rwanda y nunca
he sufrido tanto con una película como
esta. Es la historia del genocidio perpetrado por el odio entre los hutus y los
tutsis que se disputan el país en 1994. Una
rencilla ancestral que devino en odio gracias a la colonización belga.
La película narra la persecución de los hutus, mayoría que estuvo relegada en
la humillación durante considerable tiempo, sobre los tutsis, minoría que
dominó el país mientras los desquiciantes belgas tenían las riendas del país. Es
la narración de los hechos y revela cantidad de historias que francamente a uno
le chocan. Hutus y tutsis no tienen otra diferencia que la elaborada por
burócratas en su carné de identificación. Sin embargo, el odio, forjado por el
tiempo, sabe reconocer a unos y a otros. Paul Rusesabagina, con magistral
actuación de Don Cheadle, encargado del aristócrata
Hotel Mille Collines, lleva una vida de tratos cordiales hacia las personas
poderosas que pasan por las habitaciones de tal hotel. La vida de un próspero
regente de hotel se verá marcada por el espiral de odio que corroe al pueblo ruandés.
Su esposa, los vecinos y la incontable gente que, tras los contratiempos de la
guerra, logran tener resguardo en el hotel, son todos tutsis. El pueblo hutu,
enloquecido por el odio, sabrá de dónde
inclinar la balanza de los tiempos de venganza. Los europeos que visitan el
lugar, quieran o no, partirán a la seguridad que sus naciones les dejan. La
tierra es compartida, pero los problemas solo serán africanos cuando ellos los
dispongan. Los países europeos dan medicamentos para los abatidos y los
sufrientes de la guerra, pero también dan armas para que esta se perpetúe. Es
el círculo vicioso que halaga a los poderosos. Rusia, por cierto, exportó
armamento gratuito para las tropas de Bachar el Assad, actual presidente del
país donde se da la masacre del nuevo siglo.
Hotel Rwanda, historia de odio y
esperanza, conmociona, sacude. Relata también un milagroso triunfo de la
esperanza sobre el caos del odio. En medio de la noche de muerte, la luz se
abre paso. Es una historia que no debe repetirse más. Pese a que Siria,
Palestina y otros lugares de la tierra refuten tal pretensión (¿Qué es este
mundo en que debe defenderse lo obvio?, se preguntan Brecht y nosotros), quien
vea la película sabrá que no puede quedarse en manos quietas y exigirá que esto
cese. No puede seguir ocurriendo. No más muerte, no más niños, mujeres, ancianos
y hombres sin futuro. No más inocentes muertos.
04-08-13
(Algunos enlaces de interés: http://elpais.com/diario/2005/02/27/eps/1109489208_850215.html
, https://www.youtube.com/watch?v=yezmNCQk_S4
,
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