Un té, una manzanilla, ¡bebidas
calientes! Eso podría ayudar al cuerpo que ya tomaba forma de moribundo. Antes
había ayudado. Los problemas de digestión, habituales para mi abochornado
estómago, debían de ser la causa. El fin de semana había sido, como para todo
adolescente que navega por la noche, movido. Nada raro, en sí. Todo, en ese
caso, tenía lógica.
La tetera hirvió. Sorbos largos
pero que trataban de ser pausados. No importaba la lengua y sus quemaduras de
ínfimo grado. Valía que salga la supuesta flatulencia. Nada más pero ni eso.
Boca abajo, eso funciona. Boca abajo y tornear las piernas en posiciones
yoguísticas para fomentar el dinamismo interno. Nada. El tiempo pasaba y el
dolor aumentaba. Era hora de llamar a mamá.
Trabajaba lejos. Nada podía
hacer. Los tres no éramos de enfermarnos, todo indicaba que sería algo
pasajero. No sucedió así. Tirado en su cama, apretaba los dientes, aguantaba
los dolores que sin descanso aparecían. Al rato, el milagroso hermano mayor
entró a la casa. Fuimos a la posta de la UV3 en combi. Llegamos y esperamos.
Lunes por la mañana en una posta:
estudiantes, mayores de edad y sobre todo madres con sus pequeños hijos. Los
últimos sobre todo. Hicimos los papeleos, los chequeos, entrega de historias
(si no me equivoco): esta es su cita, pase al consultorio. Pasamos. Éramos
pocos, pero la espera era endemoniadamente larga. Carajo, ¿yo muriéndome y ahí
adentro-en el consultorio- demorándose? El dolor, sensible el hijo de puta,
colaboró. Seguía con fuerza y yo sentía
que desfallecía, que me retorcía, que me impregnaba al mueble de dolor. Yo era
el segundo en la lista, pero el primero se apiadó de la escena que a este actor
lo desbordaba y me dijo que pasé: Dios le dé eternas gracias. Pasé, rápidos
chequeos, observaciones. No recuerdo lo que dijo porque no dijo ni un carajo.
Salvo una cosa: descanso, pero, antes de eso, inyección urgente. El dolor era
mil veces superior a la delgada y aborrecible finura de la aguja. Fui a casa
creyendo estar próximo a la cura.
El día transcurrió normal. La
familia estuvo conmigo, como siempre. El dolor también. Pasaron las horas. En
cama ya-era de noche- me sobrevino una cosa horrible: la presión bajo a niveles
subterráneos. Me sentía débil, desorientado, los kilos de frazadas que me
cubrían nada podían hacer. Mi cuerpo helaba, era una barbarie. Una doctora
amiga de la familia y que me salvó la vida, Nora Carrasco, vino a la casa. El
diagnóstico: apendicitis. A operar, quiérase o no. Preocupación y ralentizado pase
de saliva por la garganta. El dolor hizo que eso vaya a segundo plano.
Papá, mamá, hermano-el segundo- y
un chico lleno de frazadas y abrigadísimo a bordo. Al Castilla, el hospital más
cercano. Durante el trayecto, una canción que nunca olvidaré y que me juré
escucharla con afecto siempre: Hotel California de The Eagles. La recuerdo,
pero de repente el tiempo hizo que pierda la solemnidad de antaño.
Llegamos al Castilla. En sala de espera había otros como
yo. No existía opción para quedarme ahí. En realidad no recuerdo muy bien por
qué. Pero solo vi el rostro de desolación de mi madre. Nuevo taxi: al Almenara
de la Av. Grau. Solo me viene a la cabeza las luces amarillentas de los postes
de luz en esas horas de la madrugada.
El hospital se veía más moderno y
grande que el Castilla pero por eso mismo con mayor aforo. Pacientes por todos
lados, ancianos en sillas de rueda como yo, solo que ellos lo necesitaban más.
Yo sufría de dolor. Para mi suerte, un conocido trabajaba en el Almenara y me
hizo pasar sin tanto preámbulo. ¿Quién se encargaría de los otros? Tú sí, otros
no. ¿De esto se trata siempre? Las preguntas éticas de rigor quedaban para el
después.
Cerca de 24 horas después entre a
la sala de operaciones. Del dolor del apéndice vulnerado al que dejó la
anestesia que se extinguía, era un tránsito maldito que entre lágrimas
aguantaba. Me operaron de apendicitis, que no sé si cayó en peritonitis. Pasé
tiempo en el hospital. Mis padres me visitaron. La noche fue solitaria aunque a
mis costados estén también recién operados. Volví de nuevo por una
complicación. Me operaron nuevamente, artesanalmente (esa vez,
si-nuevamente-mal no recuerdo, sin la venia de la santa hermana, es decir, con
todas las de la salvaje ley que cae sobre el asegurado de EsSalud: esperar ante
la compasión de un médico): me apretaron el estómago con fuerza. Mis ojos se
desorbitaban y daba gritos ahogados. Las lágrimas salían con rapidez. Mi madre
de testigo. Recuerdo la escena y pienso que una madre nunca debe ver en ese
estado a su hijo. Las madres que ven partir a sus hijos…
Digo todo esto porque tengo la
gracia de estar aquí. De haber superado una operación que, en realidad no es
complicada, pero que si no es atendida a tiempo es mortal. La apendicitis
deviene en peritonitis, que es cuando el contenido del apéndice se riega por el
cuerpo y de ahí nadie salva. Nadie.
Christian Benítez, el 11 del
peinado díscolo de la selección ecuatoriana, murió de un paro cardíaco causado
por una peritonitis esta semana en un poderoso país del Asia. Él, con todo el
dinero ganado, murió de una enfermedad tratable. Yo, desde otra dimensión
socioeconómica, salí, otros salieron. Hay cosas que nos superan. Aunque sea
obvio decirlo…
30-07-13
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