martes, 30 de julio de 2013

El juego en el que te pone la vida

Los dolores abdominales punzaban implacables las paredes del estómago. Se empezaba mal la semana. Cualquier lunes de cualquier otra fecha pudo bien haber ocurrido, pudo ser un leve malestar que devendría en mentira. Pero no ese lunes. Ese lunes el cuerpo se rebeló, tiró las liviandades por la borda. Algo superaba los mecanismos regulatorios internos.

Un té, una manzanilla, ¡bebidas calientes! Eso podría ayudar al cuerpo que ya tomaba forma de moribundo. Antes había ayudado. Los problemas de digestión, habituales para mi abochornado estómago, debían de ser la causa. El fin de semana había sido, como para todo adolescente que navega por la noche, movido. Nada raro, en sí. Todo, en ese caso, tenía lógica.

La tetera hirvió. Sorbos largos pero que trataban de ser pausados. No importaba la lengua y sus quemaduras de ínfimo grado. Valía que salga la supuesta flatulencia. Nada más pero ni eso. Boca abajo, eso funciona. Boca abajo y tornear las piernas en posiciones yoguísticas para fomentar el dinamismo interno. Nada. El tiempo pasaba y el dolor aumentaba. Era hora de llamar a mamá.

Trabajaba lejos. Nada podía hacer. Los tres no éramos de enfermarnos, todo indicaba que sería algo pasajero. No sucedió así. Tirado en su cama, apretaba los dientes, aguantaba los dolores que sin descanso aparecían. Al rato, el milagroso hermano mayor entró a la casa. Fuimos a la posta de la UV3 en combi. Llegamos y esperamos.

Lunes por la mañana en una posta: estudiantes, mayores de edad y sobre todo madres con sus pequeños hijos. Los últimos sobre todo. Hicimos los papeleos, los chequeos, entrega de historias (si no me equivoco): esta es su cita, pase al consultorio. Pasamos. Éramos pocos, pero la espera era endemoniadamente larga. Carajo, ¿yo muriéndome y ahí adentro-en el consultorio- demorándose? El dolor, sensible el hijo de puta, colaboró. Seguía con fuerza  y yo sentía que desfallecía, que me retorcía, que me impregnaba al mueble de dolor. Yo era el segundo en la lista, pero el primero se apiadó de la escena que a este actor lo desbordaba y me dijo que pasé: Dios le dé eternas gracias. Pasé, rápidos chequeos, observaciones. No recuerdo lo que dijo porque no dijo ni un carajo. Salvo una cosa: descanso, pero, antes de eso, inyección urgente. El dolor era mil veces superior a la delgada y aborrecible finura de la aguja. Fui a casa creyendo estar próximo a la cura.

El día transcurrió normal. La familia estuvo conmigo, como siempre. El dolor también. Pasaron las horas. En cama ya-era de noche- me sobrevino una cosa horrible: la presión bajo a niveles subterráneos. Me sentía débil, desorientado, los kilos de frazadas que me cubrían nada podían hacer. Mi cuerpo helaba, era una barbarie. Una doctora amiga de la familia y que me salvó la vida, Nora Carrasco, vino a la casa. El diagnóstico: apendicitis. A operar, quiérase o no. Preocupación y ralentizado pase de saliva por la garganta. El dolor hizo que eso vaya a segundo plano.

Papá, mamá, hermano-el segundo- y un chico lleno de frazadas y abrigadísimo a bordo. Al Castilla, el hospital más cercano. Durante el trayecto, una canción que nunca olvidaré y que me juré escucharla con afecto siempre: Hotel California de The Eagles. La recuerdo, pero de repente el tiempo hizo que pierda la solemnidad de antaño.

Llegamos al  Castilla. En sala de espera había otros como yo. No existía opción para quedarme ahí. En realidad no recuerdo muy bien por qué. Pero solo vi el rostro de desolación de mi madre. Nuevo taxi: al Almenara de la Av. Grau. Solo me viene a la cabeza las luces amarillentas de los postes de luz en esas horas de la madrugada.

El hospital se veía más moderno y grande que el Castilla pero por eso mismo con mayor aforo. Pacientes por todos lados, ancianos en sillas de rueda como yo, solo que ellos lo necesitaban más. Yo sufría de dolor. Para mi suerte, un conocido trabajaba en el Almenara y me hizo pasar sin tanto preámbulo. ¿Quién se encargaría de los otros? Tú sí, otros no. ¿De esto se trata siempre? Las preguntas éticas de rigor quedaban para el después.

Cerca de 24 horas después entre a la sala de operaciones. Del dolor del apéndice vulnerado al que dejó la anestesia que se extinguía, era un tránsito maldito que entre lágrimas aguantaba. Me operaron de apendicitis, que no sé si cayó en peritonitis. Pasé tiempo en el hospital. Mis padres me visitaron. La noche fue solitaria aunque a mis costados estén también recién operados. Volví de nuevo por una complicación. Me operaron nuevamente, artesanalmente (esa vez, si-nuevamente-mal no recuerdo, sin la venia de la santa hermana, es decir, con todas las de la salvaje ley que cae sobre el asegurado de EsSalud: esperar ante la compasión de un médico): me apretaron el estómago con fuerza. Mis ojos se desorbitaban y daba gritos ahogados. Las lágrimas salían con rapidez. Mi madre de testigo. Recuerdo la escena y pienso que una madre nunca debe ver en ese estado a su hijo. Las madres que ven partir a sus hijos…

Digo todo esto porque tengo la gracia de estar aquí. De haber superado una operación que, en realidad no es complicada, pero que si no es atendida a tiempo es mortal. La apendicitis deviene en peritonitis, que es cuando el contenido del apéndice se riega por el cuerpo y de ahí nadie salva. Nadie.

Christian Benítez, el 11 del peinado díscolo de la selección ecuatoriana, murió de un paro cardíaco causado por una peritonitis esta semana en un poderoso país del Asia. Él, con todo el dinero ganado, murió de una enfermedad tratable. Yo, desde otra dimensión socioeconómica, salí, otros salieron. Hay cosas que nos superan. Aunque sea obvio decirlo…



30-07-13

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