jueves, 26 de septiembre de 2024

De cuando dejé las pepas

I

Adormecido, pero sintiéndome sin los pensamientos opresivos, esos que dañan. Esa es la forma en como me sentí tras una semana de disciplinado consumo de antidepresivos. El paroxismo de miedo que viví y su posterior “derrota” bien valían la pena esas mañanas cansadas en que recién me ponía a trabajar por la tarde, me tranquilizaba. Ese cansancio más la pérdida de libido, esos los efectos secundarios. Ustedes me entienden. Una semana después, un viernes, empecé a sentir sentimientos físicos de intranquilidad. Estaba al tanto de eso, sabía la armada cognitiva, los embates del TOC como pensamiento, pero esto, esto era diferente. La intranquilidad, la sensación de nerviosismo sin causa aparente. “Chanfle”, me decía, pero aún así fui a entrenar jiu-jitsu aquel viernes. Complicado, pero lo logré. Terminé el entrenamiento cansado y me fui con el nerviosismo a casa.


Una semana después, me citaba con una psiquiatra. Ella me tranquilizó. Me dijo, a diferencia de la desafortunada (por decir lo menos) psicóloga que deslizó que podría tener rasgos psicopáticos. La psiquiatra me dijo que, para entrar en esos comportamientos, de esquizofrenia, de ultra violencia, tendría que haber una historia. Ahí mis conocimientos de ciencias sociales intervinieron para darle pausa al pensamiento mágico: no te vuelves loco de la nada, mi bro’. Y se cerró ese capítulo. “El TOC puede controlarse con pastillas, con terapia psicológica o con las dos”. Esa idea me dio vueltas. Por la noche, estaba arrojando a la basura los antidepresivos recetados en el Larco Herrera, dos semanas atrás, luego de una crisis horrenda de ansiedad más TOC.


Como dije, había tomado disciplinadamente mis ansiolíticos y mis antidepresivos. Por dos semanas. Y ya había sentido esa sensación de ansiedad física que muy rara vez había sentido durante mi vida. Aquel sábado, al día siguiente, me fui a mi clase de dibujo. La situación fue aparatosa. Difícilmente podía concentrarme y a mi incomodidad física agregaba pensamientos terribles, ansiosos en relación a la modelo. Era espeluznante. Pero aguanté. Salí como pude, tomé un taxi a casa pues no quería sumirme en el transporte público. Llegué a casa y me refugié en páginas de Instagram sobre terapeutas. “Ay, carajo…”, me decía. A la vez, pensaba en la nueva receta de pastillas que la doctora me había recomendado. Y que guardé como carta bajo la manga. Quedé dormido.


II

Al día siguiente le pedía a mi padre que me acompañe a la farmacia. O tal vez él me lo dijo. Preferí ir a comprar lejos las pastillas. Por vergüenza, la vergüenza de los que se sienten bajo el yugo de sufrir una enfermedad mental. O condición. Nos fuimos lejos, a Breña. Y ahí compré las pastillas.


Según lo que sabía, las debía consumir por la tarde. Y como era temprano por la mañana, decidí matar el tiempo leyendo mi libro de TOC, el cual, para ser sinceros, no había pasado nunca de la página de diagnóstico, nunca revisé los tratamientos a seguir, los pasos, nada. En el pasado, solo me había reconfortado saber que algo tenía y luego la lucha mental cedía. Pero esta vez, con los pesares a cuestas, revisé. Y me puse a pensar: “loco, ¿es que has intentado esto antes? No necesariamente”. Y seguí pensando. En tanto, la hora de la pastilla se iba alejando.


Era 24 de setiembre y ya el sol empezaba a salir con timidez. Era domingo y aproveché mi golpeada situación para salir al mar y reflexionar. Como lo había hecho 10 años antes cuando iba a la bajada Balta a reclamarle al mar con mi paseo solitario por qué diablos tenía miedos y pensamientos intrusivos. Voy para allá, me dije, y driblée los pedidos de mi madre de que la acompañe a misa. “Primero yo”, era mi mantra.


III

Tome la combi. Mi plan era tomar el Metropolitano e irme al sur. Pero sabía que quería caminar. Me bajé en 2 de Mayo y fui orientando mis pasos no hacia la estación, sino hacia las cuadras que venían. Opté por cruzar hacia las calles de las putas, tal vez para entretener la vista. Pero seguía sumido en mis pensamientos, en una decisión. Caminar ayuda, y el sol también. Eran como las 4 de la tarde y comenzaba a reflexionar en lo que chucha haría. En qué debería hacer de cara al futuro. Me acordaba del libro, del pasaje de tratamiento cognitivo, y mover las piernas, no lo sé, me infundía ánimos. Seguía con miedo, pero quería pelear. No quería estar como un imbécil, cansado, sin que se me pare, que era como estaba con las pastillas. Entonces dije, sin pepas, conchasumadre. Creo que no menté la madre, pero ahí ustedes sienten el feeling.


Ver a un brother fornido, lateando con sus pitbulls sin cadena, el desorden de las calles aledañas a Plaza Bolognesi fue lo último que necesitaba para decidirme: no, pepas, carajo. Y me di media vuelta para acompañar a mi madre y a mi tía a la misa de otra tía familiar. No iba a tomar pepas, mierda.


IV

Envalentonado por la decisión y por el sol, aquel lunes transcurrió normal hasta las 6 y tantos de la noche. En clase, así de la nada, comencé a sentir nuevamente esa intranquilidad física, nerviosismo, desespero, querer largarme del aula y ocultar mi sufrimiento, pero por las huevas no había tenido una crisis que me había hecho salir bárbaramente de mi normalidad. Ya conocía, pensaba, eso: no era que me volvía loco, era no lo sabía, pero loco no me iba a volver. Era, era algo distinto. ¡Era ansiedad! Coño, me enojé. ¿Y de cuándo a aquí tú? Respiraba, mientras el profe daba las clases. Respiraba, mientras los alumnos hueveaban en lo suyo. No podía ceder, no podía largarme, tenía que aguantar.


Las clases terminaron y fui directo a la biblioteca. Busqué un libro de ansiedad desde la terapia cognitiva y supe clarito que tenía que fotocopiarlo. Hablé con una amiga mientras estaba ahí en la biblioteca, la reconforté, me recuerdo. Y me fui a casa. El infierno se trasladó a mi cama.


He tenido sueños locos, pero nada tan desesperante como estar embargado por el miedo, la desesperación y al mismo tiempo intentar mantener la calma pues sabes que no te vas a volver loco. Los pensamientos, las imágenes eran de caos, de desorden, de jalones hacia el grito. Creo que no tenía noción de respiraciones, solo intentaba mantener la calma y guardar a que me llegue el sueño, mientras mi mente se batía en inundaciones de pensamientos y sensaciones desesperantes. “Uy, ahora sí quemé”, y pensaba en, ahí nomás en la madrugada, irme a Emergencias del Larco Herrera y que me encierren.


V

“Papá, ¿me puedes acompañar al Larco Herrera?”, le dije esta vez queriendo confiar en alguien y ya como última opción. No eran ni las 9 de la mañana y no iba a trabajar. Tenía que resolver eso. Y el taxi llegó y me subí con mi cara de poto. Mientras bajaba las escaleras sentía la misma sensación cuando me fui a ser operado sin anestesia al Almenara en el 2009. Golpeado, con miedo, viendo qué pasaría en el nosocomio.


El taxi fue otra odisea, el espiral de ansiedad física como cognitiva, el miedo incansable subía en decibeles, entraba en pánico, pero a Dios gracias, ningún acto que lo revele, solo sufría por dentro e intentaba guardar la calma. El miedo aparatoso me ganaba por completo y alucinaba o sentía (esa es la palabra en realidad) que mi cuerpo pesaba y que mis puños se volvían pesados y, te lo juro, se volvían verdes y venosos como los de Hulk. “Quemaste”, hermanito, me decía, y miraba la playa y la avenida Brasil. “Aquí me quedo”, pensaba al ver las paredes amarillas del Larco Herrera.


Yo ya conocía el procedimiento. Ponía cara de circunstancias y exageraba en mis palabras, pese a que notablemente estaba en alarma. El guachimán nos dejó entrar y esperamos a que un joven psicólogo les hiciera triaje. Él fue mi ángel de la guarda. Pasado el joven que había recaído en no sé qué enfermedad, fue el turno de contar la mía. Aproveché que, en ciertos momentos, guardo la compostura y me deshago en frases selectas. Conté con pormenores mi situación. Todo lo que han leído. Lo de las pastillas, la recomendación de la psiquiatra, el abandono de las pepas, el día en que dejé de tomarlas, la


-          Es un efecto rebote – me dijo-. Es la abstinencia de las pastillas, es el corte repentino de haberlas cortado.


Por fin, todo mi mundo volvía al orden. Todo encajaba. Todo volvía a su sitio. Su conocimiento, serenidad, pero autoridad también ayudaron. Temblé y dije que sí ante la pregunta de si deseaba una cita de tratamiento.


Entretanto mi padre conversaba a su estilo con el guachimán, yo pensaba en lo que había sucedido. Estaba golpeado, pero más sereno. Lo que vino después… A mi estilo retiré a un psiquiatra muy cuadriculado, a la antigua, obtuso y sospechoso, que más se concentraba en las jovencitas practicantes que en mi caso. Le pedí con la misma cara de poto con que había bajado las escaleras de mi casa que prefería hablar con el joven que me hizo el triaje. No me importó que él me diga que él era apenas un residente, que él sí tenía los galones. Le dije que quería verlo pues, mano, confiaba en él. Y así se hizo. Esperé un momento más y pudimos conversar.


Ese muchacho tiene un talento especial para ser psiquiatra. Su tacto y su llegada incluso me hicieron que suelte algunas lágrimas. De hecho, me dijo que lo mío no era tan necesario ser tratado con pastillas (algo que me reconforto) pero por razones de protocolo, igual, me recetó algunas. Yo las compré, también por protocolo. Me despedí de ese muchacho que de hecho fue un ángel y con mi padre nos fuimos por el Hospital. Él me hablaba, como siempre, de su pasado, y yo, nuevamente, pensaba en cómo iría resolviendo las cosas de ahí en adelante.


VI


Eso ocurrió exactamente hace un año. No he botado, esta vez, las pastillas que compré. He atravesado momentos difíciles de ansiedad, siempre física, pero ahí le damos. Escribo esto como memoria, como recuerdo, de uno de los episodios más pendejos de mi vida. A inicios de mes sentí una sensación corporal, era como si mi cuerpo me dijera: “papi, se acabó”. Y no les voy a mentir, he tenido sí, ansiedad, pero no como la que he tenido julio y agosto, los meses de ansiedad física más pesados.


A estas alturas conozco bien a la ansiedad. Conocer sus manifestaciones es vital para que no se pase de la raya y te lleve al suelo, como me llevo hace un año y de la cual, creo, me he sabido levantar.




26-09-24

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