I
-La celebración por Navidad será en el segundo piso. En la sección de
Ciencias Sociales-nos dice uno de los trabajadores de la Biblioteca Nacional
del Perú.
“Mi sección”.
II
Subo junto a mi compa Franz. En
la puerta nos espera Jeremy, el bromista hermano de Dino, puntero que gobierna
con sus ojos el orden de la biblioteca periférica de El Agustino, que es donde
trabajo. J. nos gasta unas bromas y haciendo dominio de maneras hidalgas nos
hace entrar.
-Pasen-y sus manos se deslizan en el aire como queriendo espantar el
aire que estamos a punto de atravesar.
III
Entramos a un gran salón
republicano. Estantes llenos de libros de una altura que miden una cabeza más
que el tamaño de un hombre promedio. Hay columnas sólidas con escudos y
símbolos en sus cabeceras. El color melón nos da paz. Mesas largas de madera
consistente ocupan este gran salón. La impresión que tengo al entrar acá es la
de un ambiente respetuoso del estudio. Casi casi se parece a esas bibliotecas
afamadas de Europa que uno encuentra en el buscador de Google. Casi casi se
puede hermanar con ellas (por el diseño, colores, arquitectura), pero se queda
a medias por el techo, que es de un material soso, protocolarmente funcional.
Pierde, por eso, todo el aura divinamente intelectual que puede guardar. De
cuando en cuando, los aparatosos carros de la avenida Abancay contribuyen a ese
ingrato fin.
-Tengo que irme, mano-me dice, de pronto, mi achorado amigo.
“Haz lo que quieras”, pienso
luego de intentar infructuosamente que se quede. Le doy la espalda al querido
amigo y me pierdo hasta el fondo de la sección de ciencias sociales. Cuando
llego a Ciencias Políticas, luego de abandonar ansiosamente el pabellón de
Derecho, boto un estornudo.
IV
Mesas y sillas dispuestas en fila
a lo largo de este salón rectangular, poco a poco los trabajadores empiezan a
entrar al gran salón.
-Oigan, pero no estén juntos pues. Hay que mezclarse, ¡es un compartir…!-dice
una trabajadora que tiene la unidad bien
metida en el corazón. Sin embargo, no le hacemos caso. De las pocas personas
que aún hay, solo algunas conversan. Usan sus celulares como medio de
conectarse. Otras se zambullen en sus programas de chat.
Yo espero que aparezca mi amigo el
poeta Julio Aponte, quien hace su entrada acompañado de un señor grande y
pelado. Sentados una mesa después de la que yo estoy, me reciben ni bien sus
posaderas tocan las maderas.
-Señor Apooooonte-le saludo.
V
Los trabajadores de las
diferentes áreas de la biblioteca ingresan al salón de Ciencias Sociales. Sin
embargo, luego de un rato se empiezan a oír aplausos entre los presentes.
Mirando hacia la puerta, se empieza a conocer el sentimiento de respeto que hay
entre los trabajadores. A quien se aplaude es al nutrido grupo de limpieza, que
pasa a ocupar las mesas que están más distantes de la puerta. Adelante, como
cabía esperar, están los funcionarios principales de la sede Abancay. Unos
trabajadores comentan.
-Deberían juntarse. ¿Qué es eso?
-En un espacio de la cultura como este, mire cómo se continúan las
expresiones co-lo-nia-lis-tas-responde otro mirando de manera hosca hacia
la mesa representada como principal.
VI
Tal como sucedió en días pasados,
en la sede principal de San Borja, la organización del evento ha preparado la
visita de una artista. El animador, un señor delgado de lentes, invita a una
cuentista a que haga su entrada. En tanto, otros trabajadores van de mesa en
mesa con azafates. Dejan panetones, chocolates y unos ricos panes con pollo.
-Uy, yo la conozco. Es muy buena. Ha viajado y estudiado en Brasil. Usa
las alfombritas tejidas para sus cuentos…-dice una “irreverente” trabajadora
que tiene una vincha con dos antenas bien prendidas. Parece, como ella quiere,
una coneja.
Ante nosotros aparece una mujer
de piel blanca y cabello negro amarrado. Lleva una falda larga y un polo con
tirantes que dejan ver sus hombros y la forma de sus senos medianos, los mismos
que responden a una contextura de piernas y glúteos grandes y bien formados.
Sus ojos son redondos y algo pequeños. Sus cejas, negras, son largas pero no
pobladas. La boca es de labios delgados;
el rostro es expresivo.
Rosana Reátegui, que así se
llama, nos cuenta dos cuentos. El primero es el recuerdo infantil que tiene
ella de una vaquita. La pérdida paulatina de las formas concretas de esta (la
cola, los cuernos, las ubre o las manchas), se traduce en la aparición del
animal en el cielo nocturno o en el rayar del alba en la mañana. Nos asomamos
con la vista al suelo para ver las metáforas narradas.
A medida que lo cuenta, empiezo a
preguntarme sobre la fatalidad mía, que es la de no saber introducirme en el
juego del relato, la trama, sea teatro, poesía o, sobre todo, cuento. Lo que
significa no disfrutarlo, perderlo, pensar en cosas tales como: “¿Tan tabla soy
para no disfrutar el arte?”. Pero luego me pongo práctico y digo: “No creo ser
el único en este mundo que no disfruta el arte; además no creo que tenga nada
de malo”. Sin embargo, al rato disfruto. Reátegui empieza contar un cuento de
dos hermanitos que se pierden en medio de parajes andinos, esta vez a través de
un libro hecho de telas. Utiliza muñequitos tejidos y también interactúa con el
público, sobre todo los trabajadores de limpieza. Este cuento sí me gusta. Río,
admiro la manera en que la gente interactúa, participa, le da vuelco de alguna
manera al contenido. Lo hace rebelde. Empiezan a perderse los anteriores
pensamientos. El diálogo entre el arte y yo depende de la materia, depende del
contexto. Reátegui termina. En mi cabeza veo a un monstruo amigable, a una
bruja disgustada, a estos dos seres que esperan a la contadora sentados en la
plaza de pileta antigua. Están tristes. Ellos no pudieron participar
teatralmente en medio de este saloncito.
VII
Luego de los cuentos, empieza el
sorteo de los premios. ¿Se sorprenderían si les digo que duró más de media
hora? ¿Qué aquí surgió lo más inmenso de este relato de la memoria? A cada trabajador le dieron tickets con un
número. Estos soprepasaban la centena. De una bolsa, alguien sacaba el número y
el ganador cruzaba la sala, si estaba lejos, en medio de una variedad de
aplausos que iban desde los efusivos hasta los cansados. Uno y otro trabajador
iban hacia allá y recibían con agrado… Una taza roja con golosinas dentro.
Cuando el número ganador pertenecía al gremio de los trabajadores de limpieza,
los aplausos se dejaban oír con más fuerza, siendo el hombre grande y pelado
acompañante de Aponte el que más palmas a rabiar daba. Si cabe exponer
pensamientos relacionales, debo comentar lo siguiente. Cuando este me vio, me
preguntó:
-¿Universitario?
-Sí.
-¿Sanmarquino?
-No. De la Católica.
-Ah…-y miró despacito a otro lado como si no le importase el dato.
VIII
“Pon música, Franz. Pon música”,
exigía una coneja a un joven y flaco trabajador de pelo gris. “¿Tanto me he
matado bajando música para al final nada?”. Y en efecto, nada. El concurso era
más amenizado por nuestras palmas, gritos y silbidos que por la bendita música
del mundo que descargó la coneja.
Quizá al tanto de esto, una
sensual y madura trabajadora, Aricema fue presentada a pedido de ella para
recitar un poema.
-Braaavo…-dijo alguien.
Aricema, mujer de piel clara,
cabello sensual y dorado y de un inconfundible y sensual acento cubano, se
presentó ante todos. Traía puesto un vestido que iba con su libre y directo
temperamento. Dio las gracias y empezó a recitar “Táctica y estrategia”, de
Mario Benedetti.
-Mi táctica es mirarte… Aprender cómo sos… Quererte como sos…
Aricema se movía, ponía de su
cosecha, se volteaba, señalaba, sacudía el pelo, te miraba. Ya estaba hecho. La
poesía estaba presente.
IX
-¡A ver el número 20!
“¡Oi…!”, sorpresa. A mi costado,
un poeta se para y con su peculiar caminata rockera y desenfadada va hacia
donde está el animador para recibir su premio. La coneja, sentada frente a
nosotros, grita.
-¡Que recite, que recite!
La seguimos en coro.
-¡Que recite, que recite!-pronto el bullicio es generalizado.
Aponte, poeta de fuste, no rehúye
a la ocasión.
-Gracias, gracias. Yo no he escrito un poema de navidad…
-¡Que recite el poema de la burguesa…!-reclamaba el reñido poema la
coneja.
-…Yo no he escrito un poema de navidad, pero he escrito uno bonito que
me gustaría declamarles… Este se llama “Este poema lo escribí para ti”.
Aponte empieza. Su estilo es
seguro, correcto. De señor. Es un poema de amor y el artista le da el tono
adecuado en el momento preciso, logrando con ello un efecto cautivante en el
público. Este le celebra algunas frases. “Ayayayay…”. El poema me victimiza.
Soy presa del general juego de los versos.
Aponte termina. ¡Braaaaaaaavo!
Llega a la mesa, lo saludamos.
-Impecable, señor Aponte-le digo dándole la mano y mirando a este
piurano, de bigotes indóciles, ojos pícaros y piel curtida.
Como me gustaría que llegue mi
turno.
X
-A ver número 23.
-Número 3.
-No es común, pero… ¿A ver el 1?
12, 23, 43, 55, 21, 30, 101, 123,
70, 45. Etc. Etc.
Aplausos, teatro, risas,
silbidos, gritos. Yo oscilo entre el aburrimiento, la derrota y la esperanza.
De cuando en cuando mi mente es un apurado laboratorio de memoria. Repaso
letras, mis manos sudan, mi corazón late. Pienso: “con ganas o sin ganas…”. Voy
formando mi estrategia. Si me llaman, me mando, cual autómata nomás. A mi
costado, de 8 personas, cinco ya tienen su regalo. Entre ellos la coneja, el
grande y pelado, el poeta y el narrador Papo Cuentacuentos, quien debió contar
uno de sus lindas narraciones.
XI
-Y estos son los últimos nueve. Así que prepárense.
7, 18, 4, 66…
-¡Sesenta y nueve mejor!-grita alguien.
.No, no. ¡Oiga…!-risas.
Se sigue.
“Sí sale, sí sale, sí sale”. “Ya
si no sale, igual lo intentaste”.
Quedan tres. “Lo intentaste,
barrio… Normal”.
Quedan dos.
-¡Y el número 31…! “¡31¡”.
¿A quién le importa un vaso con
chocolates?
Alguien se para.
XII
Con el bastón en la mano, escucho
las palmas. Corresponden a mi brazo victorioso alzado. ¿Tanto le interesa el
vasito rojo? Mi corazón late. Llego donde el animador. Le saludo. Le digo algo
de cerca, conmigo están mi Aricema y mi Aponte.
-Oiga-pienso en mí y en los trabajadores-¿podría recitar un poema?
-Sí, sí, claro-dice mientras verifica mi número y busca el
premito-.
Me lo da. Gracias. Aprovecho para
darles una mirada de saludo a los funcionarios.
-Bueno, el ganador de este número nos va a recitar un poema. ¡A ver unas
palmas!
-Hola, hola -digo nerviosamente-. Quiero compartirles un poemita… Espero les guste-mi corazón late
fuerte, bien fuerte-. Bueno-¿y si no
me sale?-. Ahí va-suspiro, boto todo
mi aire cargado…-.
-Voy a recitar –sigo aclarando-… “Los nueve monstruos” de César Vallejo.
Hace tiempo que no recitaba, pero se cumplía lo que pensé antes. Es una terapia. Perdía el miedo. O en todo caso lo
trastocaba. Quería avanzar, pero el cable del micrófono no daba. Me quedé.
Intentaba ver a mis amigos. Jeremy me tomaba una foto, que es la solitaria foto
que ustedes pueden ver. Vería, en todo este vértigo, a Heber, encargado mío. Vi
a Aricema, que con sus claros ojos de mujer que sabe del mundo también me
miraba. Veía al fondo. Veía también el
techo, que no va con este santo espacio. Veía la puerta, el piso. Veía las
gorras de los trabajadores de limpieza. Veía los libros, el polvo suyo, los
textos, veía mi estornudo anterior. Veía, sentía. Quería darles emoción. No sé
si lo logre.
Bastón al aire. Gestos, teatro.
¿Cómo es que me gusta tanto esto del teatro?
-Migraña en la cabeza…
-Que no nacen ni mueren… ¡Son los más!
-Señor ministro de salud -¡Señor
Aponte!-,¿qué- … ¡!...- hacer…?
-Ah, desgraciadamente, hombres humanos. Hay -¡feliz navidad!-hermanos,
muchísimo que hacer…
Gracias…
XIII
Voy camino, liberado, sin peso,
hacia mi silla. Además de palmas, una mano amiga me recibe.
-Lo has hecho bien-me dice el mítico señor Aponte, poeta de fuste,
carne viva y letrada de estas ciudades y campos del Perú…
24-12-16
foto: Jeremy Blanco Bellido
Los nueve monstrous...interesante titulo...recitado por un joven, entusiasta,leido, captando la atencion,acorde a la foto.Si percibia todo alrededor, si creo, logro transmitir, la emocion, de querer participar,de hacerse presente, de compartir....esa es la NAVIDAD, compartir. Un abrazo
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