Cuando he pasado antes por sus
rejas, el perro me ha ladrado. Cuando he pasado antes por sus rejas, el perro
me ha seguido ladrando. En las consecutivas veces que lo he visto, ya no me ha
fastidiado su ruidoso ladrido. No tiene por qué. Porque si ves donde está, en
esa supuesta casa de madera, no tienes por qué sentirte intimidado. No es así por
que esté amarrado firmemente a la pared, ni que sus dientes amarillos pretendan
destrozar tu piel. Es, en realidad, el fortín en donde se encuentra, recluido
en cachivaches, en el fortín que es prisión, la prisión del abandono. Ahí, el
can da pena.
A la fecha, ninguna vez vi al
perro marrón de fornido prototipo pero de delgada realidad olfatear los
árboles, tirar la meada en los arbustos. Molestar a los carros, corretear a
otros perros. Solamente, a la fecha, lo he visto ladrar al transeúnte, rabioso
de que alguien ose pasar por sus dominios.
Al guachimán ya ni lo ladra, pues
el perro ya se acostumbró a su presencia. Cuando el guachimán se pone a hablar
con el señor de voz flautada –ese que siempre sale en pijamas a acompañar el
almuerzo de invierno del guachimán- el perro ni ladra. Tampoco ladró aquella
vez de noche en que en la puerta misma de reja, dos señores que nunca vi antes
en el barrio bebían cerveza. Era muy curioso, se bebían la cerveza muy rápido,
evitaban que el vaso lleno sea visto. Lo cubrían tras la reja. El perro, al
fondo de la casa, en la esquina de los cachivaches o dormía o se aburría del
ladrido. En cualquiera de los casos, no era un perro libre. Y si no era libre,
peor. No vi que le concedieran amor.
Hubo una vez en que pasaba por
esa casa cercana a la calle vacía y solo había silencio por los lares. Silencio
y los ronquidos de motor que afiebrados atravesaban las pistas dobles. Ese era
el único ruido que perturbaba el de por sí alarmante silencio. Eran esos
momentos en que, al pasar por la casa del perro, silbaba buscando llamar su
atención para que ladre. Qué pena, caso no hacía. Para él, quizá, me había
vuelto en la misma rutinaria figura, similar a la del guachimán, que por esas
horas ya andaba, en bicicleta, muy cerca a casa. Lo vi, y solo atiné a ver dos
brillantes lucecitas muy cerca al suelo. Era el can, que depositaba su rostro
en el piso de tierra, mirando Dios sabe qué, mirando tal vez la puerta, mirando
la calle a la que, según mis conocimientos, no había llegado nunca. Su dueño,
un joven corpulento de inmadura edad no lo sacaba. Su hermana, de esbelta y
llamativa figura, menos. La madre, fumadora empedernida, atareada con las actividades
barriales, peor. Ni hablar de Nota, quien para ese entonces trabajaba de
seguridad en la Bolsa de Valores. Nota… él estaba en otra nota.
En esa casa, nadie sacaba al
perro, el perro del barrio de los canes que no aúllan. Los ladridos eran el
estrés, la fuerza de la cadena que apretaba su cuello la vocación por darse un
rato libre. El ruido la queja canina del querer salir.
¿Era esta la estresante realidad
el perro? ¿Destinado estaba a guardar silencio ni mover la cola a sus dueños o
a las figuras monótonas que ante él se aparecían? Creo pensar que no.
Hoy mismo, al pasar nuevamente
por su casa, se me dio por voltear el rostro. Vi a un joven, ordenadamente
vestido, salir de la puerta del hogar y dirigirse al jardín. La sombra de la
noche ocultaba su rostro. Él llevaba una bolsa blanca. Su patio era un jardín,
el del vecino un piso de tierra de apagadas malas hierbas. Amarillento como
era, no causaba gracia. Este era el patio del perro encadenado. No escuché
ladrido, no vi ni un jalón. Solo vi al perrito subirse ágilmente a una caja, y
acercarse con lentitud hacia el joven que desde su lado le extendía la bolsa
blanca, en la que se encontraba la comida. El perro, esta vez, se apuraba.
Tenía hambre.
No diré que el joven le acarició
la cabeza. Solamente pensé que si sus dueños vieran este cuadro, seguramente se
quedarían en silencio. Seguí caminando, quizá en ese instante, el joven pudo
acariciar al perro. Y no se oyeron más ladridos.
18-06-15
No hay comentarios:
Publicar un comentario