miércoles, 6 de mayo de 2015

Constancia de Joana



Vino a mi casa una tarde de sábado. Mis hermanos trabajaban en la calle, yo almorzaba cabeceao’ con la familia en la cocina del piso primero. Apareció semiperdida en la puerta. María la hizo pasar. Ella se limitó a reír. Su entrada a casa fue celebración. Tanto así que me dijo: “Vaya familia la que teneís, eh.”, con su voz cantora de siempre. Pasó, le invitamos el almuerzo, platicamos todos. Se enteró que en el hogar había de todas las sangres. “Eras exótico”, nuevamente dijo.

Nos fuimos, ese mismo día, a una marcha por la Union Civil. Ella, segura; yo, inseguro. En el camino, mientras hablamos, le dieron ganas de fumar. No había otra opción que comprar un cigarrillo o, a su modo, pedir de lo más amable a quien lo tenga. Ante el pedido, el transeúnte que se encontró a unos pasos de nosotros accedió tranquilo. Joana pudo saber la cadencia del humo en su garganta y su reflexivo poder.

Llegamos a la avenida. Hablamos de todo. Sentí que me escuchaba todo el laberinto de palabras que le daba y también pensaba para mis adentros: “Qué sabia”, por todo lo que ella decía. Sentada en el carro, el sol doraba su piel y sus vellos alcanzaban el color del oro. Sus mejillas rosadas agradecían el buen clima.

Ella viajó, viajó mucho por estas tierras y otras. Aprendió, conoció, entendió, sufrió, la hicieron sentir extranjera, también la hicieron sentir como una más, que con ella no importaban los colores y nacionalidades. Eso, en Ghana, la hizo enamorar. Pero se enteró de ello cuando subía el avión.

El día de la marcha nos separamos, mas no nos perdimos. Horas después se encontraba con su grupo en esa ebullición que era la Plaza San Martín junto a sus amigas que bien un conocedor podría confundir con amazonas. Joana se integró a varios colectivos, el de esta oportunidad al feminista. Joana hacía retumbar las marchas con el toque del tambor o la tarola.

Joana, enamorada de la ciudad, enamorada de la Lima, enamorada del Centro, que hizo suyo apenas piso estas tierras. Le encantaba la ciudad, me llevó a sus huariques un día en que resolví que la calle era el mejor aprendizaje, un día en que en el El País reflexionaban sobre la muerte de Galeano, un día en que en plena combi escapó a una pregunta mía con una respuesta digna de perenne recordación.

-¿Qué edad tienes?

El verde cristalino de sus ojos removió el pasado, atizó el presente, sacudió al futuro:

-Veintisiempre…-y sonrió-.

A su llegada a Lima, después de varias semanas yendo y viniendo por esta Patria Grande, Joana sintió vibras tensas en su cuerpo; era la hora de su partida; el colofón de su travesía latina; la culminación de un viaje deseado, a punta de esfuerzos obtenido. Lo decía su mirada, sus pocas ganas de hablar, la rabia desatada por ella cuando vio a unos endebles borrachos denigrar lo que a sus ojos era la expresión de la pureza del arrebato indigno de unos ciudadanos que ven peligrar sus calles. Joana envolvía historias y nostalgias, era un cáliz lleno de turbulenta agua; era también una voz dulce, un grito del altiplano, un “ojos azules” de tardenoche de viernes.  

Con Joana se va una exultación, un grito convertido en praxis, una todoterreno consecuencia, una carta a medio dar.

Pero con Joana quedan las ganas de vivir, de lucha, de llamado, de cumplimiento, también de sonrisas y de canto de charango. Lo saben quienes la conocieron. Los que tuvieron llegada a su palabra y a su personalidad. Lo sabe también quien la vio salvar del suelo una flor blanca y priorizar sus pétalos y su decoro intacto allá en esas calles de la amada y odiada Lima.

Pd. Por cierto Joana regresará, solo se fue a su país a resolver unos papeleos, y los rastros "sensibles" del artículo son exclusividad del cronista.

Atte. Los editores.


06-05-14

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