Vino a mi casa una tarde de
sábado. Mis hermanos trabajaban en la calle, yo almorzaba cabeceao’ con la
familia en la cocina del piso primero. Apareció semiperdida en la puerta. María
la hizo pasar. Ella se limitó a reír. Su entrada a casa fue celebración. Tanto
así que me dijo: “Vaya familia la que teneís, eh.”, con su voz cantora de
siempre. Pasó, le invitamos el almuerzo, platicamos todos. Se enteró que en el
hogar había de todas las sangres. “Eras exótico”, nuevamente dijo.
Nos fuimos, ese mismo día, a una
marcha por la Union Civil. Ella, segura; yo, inseguro. En el camino, mientras
hablamos, le dieron ganas de fumar. No había otra opción que comprar un
cigarrillo o, a su modo, pedir de lo más amable a quien lo tenga. Ante el
pedido, el transeúnte que se encontró a unos pasos de nosotros accedió
tranquilo. Joana pudo saber la cadencia del humo en su garganta y su reflexivo
poder.
Llegamos a la avenida. Hablamos
de todo. Sentí que me escuchaba todo el laberinto de palabras que le daba y
también pensaba para mis adentros: “Qué sabia”, por todo lo que ella decía.
Sentada en el carro, el sol doraba su piel y sus vellos alcanzaban el color del
oro. Sus mejillas rosadas agradecían el buen clima.
Ella viajó, viajó mucho por estas
tierras y otras. Aprendió, conoció, entendió, sufrió, la hicieron sentir
extranjera, también la hicieron sentir como una más, que con ella no importaban
los colores y nacionalidades. Eso, en Ghana, la hizo enamorar. Pero se enteró
de ello cuando subía el avión.
El día de la marcha nos
separamos, mas no nos perdimos. Horas después se encontraba con su grupo en esa
ebullición que era la Plaza San Martín junto a sus amigas que bien un conocedor
podría confundir con amazonas. Joana se integró a varios colectivos, el de esta
oportunidad al feminista. Joana hacía retumbar las marchas con el toque del
tambor o la tarola.
Joana, enamorada de la ciudad,
enamorada de la Lima, enamorada del Centro, que hizo suyo apenas piso estas
tierras. Le encantaba la ciudad, me llevó a sus huariques un día en que resolví que la calle era el mejor aprendizaje, un día en que en el El
País reflexionaban sobre la muerte de Galeano, un día en que en plena combi
escapó a una pregunta mía con una respuesta digna de perenne recordación.
-¿Qué edad tienes?
El verde cristalino de sus ojos
removió el pasado, atizó el presente, sacudió al futuro:
-Veintisiempre…-y sonrió-.
A su llegada a Lima, después de
varias semanas yendo y viniendo por esta Patria Grande, Joana sintió vibras
tensas en su cuerpo; era la hora de su partida; el colofón de su travesía
latina; la culminación de un viaje deseado, a punta de esfuerzos obtenido. Lo
decía su mirada, sus pocas ganas de hablar, la rabia desatada por ella cuando
vio a unos endebles borrachos denigrar lo que a sus ojos era la expresión de la
pureza del arrebato indigno de unos ciudadanos que ven peligrar sus calles.
Joana envolvía historias y nostalgias, era un cáliz lleno de turbulenta agua;
era también una voz dulce, un grito del altiplano, un “ojos azules” de
tardenoche de viernes.
Con Joana se va una exultación,
un grito convertido en praxis, una todoterreno consecuencia, una carta a medio
dar.
Pero con Joana quedan las ganas
de vivir, de lucha, de llamado, de cumplimiento, también de sonrisas y de canto
de charango. Lo saben quienes la conocieron. Los que tuvieron llegada a su
palabra y a su personalidad. Lo sabe también quien la vio salvar del suelo una
flor blanca y priorizar sus pétalos y su decoro intacto allá en esas calles de
la amada y odiada Lima.
Atte. Los editores.
06-05-14
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