Cuando barría la casa, acto de
pura iniciativa en aras de armonía familiar, cuando empezaba, digo, desde la
puerta del cuarto de mis hermanos hasta terminar en la sala (incomodo es para
mí barrer mi cuarto mas no el de mis padres) siempre motas de pelo de perro se
formaban. Dos, tres, bolas de perro que quedaban en el suelo como
malformaciones de piso, pues tenían su color.
Las motas, puras de pelo, tenían
la solidaridad de otros desechos: pelos de ser humano, polvo de la calle,
partículas de negros misteriosos y algún boleto de pasaje que a uno se le
escapa. Tal eran los constituyentes de la mota, pero por sobre ellas destacaba
el pelo de mi perro.
Lando, mi grandísimo perro, se
acercaba a mí como queriendo aprender el magistral arte del “barreo”. Yo lo miraba
y el perro pasaba por mis costados mostrando su lustroso lomo a husmear lo que
salía del contacto de los duros y amarillentos pelos de la escoba con el piso
de cera escasa.
Yo me decía, tal cual lo hacía
cuando salíamos y el perro mío olía los arbustos de malévolos contactos, “A
este no lo beso más”, paro luego, horas, días después, apretar su cara contra
la mía en el directo afán de poder sentir y hacerle sentir mi cariño.
Yo lo largaba con paternal
cuidado pues quedaba claro que del barreo él no quería aprender nada. Se
acercaba, más bien, a quien fastidiaba su perímetro de cuidado, o sea, el
espacio de la sala en donde él solía echarse a sus anchas. Lo largaba también
con la intención de prevenirlo de males de higiene. Por lo mismo que olía lo barrido,
lo largaba: no le vaya entrar a la nariz (¡Sí claro!); y a veces sucedía: el curioso al dar unos
pasitos, pum, estornudaba. Uno podía ver sus cachetes moverse de un lado a
otro. Lando solía estornudar guardando la cabeza. Me miraba con su mirada de tristeza
cristalina y moviendo su cuerpo torpemente, se iba hasta el cuarto de Rocío,
desde el cual tenía una vista casi panorámica de toda la casa. Ahí se botaba y
echaba el sueño a andar.
No era difícil sacar los pelos,
la tarea consistía en pasar con fuerza la escoba por la bisectriz del piso y la
pared, que era por donde más se ocultaban esos pelos. “Qué trabajo, decía yo,
el de poder sacar todos los pelos de la casa”, y es que ocurría que los pelos
de mi Lando aparecían interminables por mi hogar. A veces, por las muchas veces
que limpié, el tic-tac de la vida me tocaba y mi rostro se tornaba triste, pero
me desperezaba y me decía: “Nada… Lando estará siempre” puesto que por enésimas
veces las motitas seguían apareciendo en inéditos rincones.
Pero hubieron motivos de
preocupación cuando vi uno de ellos en mi calzoncillo. Ahí fue cuando me dije:
“Lando está que se excede”. Sacaba el pelito con la punta de los dedos, el
pelito de naranja estructura iba a caer al piso, donde con posterioridad sería
no barrido: estaba yo en mi cuarto.
II
Hoy Lando ya no está y cuando se
fue, la administración de mi casa decidió darle una mejora al piso. Para ese
fin, se llamaron a un grupo de señores que se encargaron de esos trabajos. Mi
padre, mi hermano y yo, nos encargamos de darles desayuno. Sin embargo, mi tío
me dijo con amargor: “¿Oe sobrino, les pagas y encima les das su desayuno…?”.
Yo me acordaba de Tagore: “la vida es dar…”.
En fin, las técnicas empleadas
por el grupo de señores levantaron un polvo que nos hizo estornudar a todos sin
que estuviéramos resfriados. El polvo rojizo se filtraba por las ranuras de las
puertas y se elevaba por las habitaciones intentando mostrar su polvoriento
poderío. Aún los veo como bruma, como neblina, precipitándose en mi habitación.
Me cubrí la nariz y no mis ojos, que se pusieron llorosos. Ni siquiera la
intención de respirar aire limpio de la ventana me libró del mal generado por
el polvo.
El piso a los días quedo limpio y
presentable, las huellas negruscas se perdieron, y hoy ya se puede invitar a
las visitas.
III
¿Pero y el pelo? Hoy cuando barro
yo o mi padre, solo vemos polvo que sale desde el piso. No hay pelos, solo
polvo, el cual sigue ocasionando los mismísimos efectos: hacer estornudar.
Una vez, urgido por un afán de limpieza,
barrí mi cuarto. Grande la sorpresa cuando, a meses de la actividad estilística
del piso y de la pérdida sideral de Lando, pude encontrarme con manifestaciones
de mi perro.
Les juro que me entro nostalgia.
Y la nostalgia se comparte cuando proviene de una querencia común.
-Pa-le dije al padre- mostrándole
una prenda negra con algo que sobresalía en ella.
Me miró apurado y me dijo rápido:
¿Qué tiene? –volvió a lo suyo.
Yo veía mi ilusión de compartir
hacerse un poquito añicos. Le insistí con la mirada y la presencia. Quizá era
el estrés del trabajo que no provocaba persistencia en mi papá. Me tuve que ir.
IV
Cuando camino, me imagino a Lando
que hace lo mismo conmigo. Salíamos y yo lo intentaba ponerlo a mi distancia,
pero pronto pensaba que el perro debía hacer lo que quería y hacía que vaya
donde quiera. Todavía recuerdo una mañana de verano, allá por el 92’, en que
nos fuimos corriendo hacia el parque, y su lengua salida y sus orejas para
atrás, tanto como sus pesados músculos moviéndose, delataban la anchura de su
felicidad de can.
Por eso, porque lo recuerdo y
pocas fotos tengo que no quiero ver, se me va el interés por barrer mi
habitación. Sé que está mal, pero a falta de un recuerdo que no sea el de la
imagen que cada vez siento que yo he de perder, pienso en que debajo de la
cama, en alguna esquina, los pelos poseedores de su espíritu me señalan que
sigue ahí. Por eso cuando mamá me dice que limpie el cuarto. Lo hago, sí que lo
hago, pero dejando intacto el suelo.
04-04-15
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