lunes, 20 de abril de 2015

El sector salud de malas: la corrupción, las camas, los médicos y la anemia maldita en los niños

Una reciente investigación a cargo de los periodistas Gabriel Daly, Ariana Lira y Elody Malpartida –todos ellos de El Comercio- analiza la situación actual del sector salud. Uno de los aspectos más resaltantes del estudio es cuando dan cuenta de los tres niveles de atención a los pacientes. El nivel I) atiende problemas de baja complejidad, requieren de menor especialización y tecnificación de recursos. Entre sus servicios están el de consultas médicas, botiquines, farmacia, sala de partos, rayos X. El nivel II) tiene un nivel de complejidad intermedia y brinda servicios de hospitalización, emergencia, epidemiología, centro obstétrico, esterelización, rehabilitación, nutrición, patología clínica, hemoterapia, neonatología, y Unidades de Cuidados Intensivos (UCI) general. El nivel III) ofrece un servicio de alta complejidad, alta especialización y tecnificación. Los tipos de servicios que dan son el de UCI especializada, hemodiálisis, servicios de apoyo al diagnóstico especializado.

El nivel I es uno de los campos más importantes pues su atención posibilita un 70% de probabilidades de curación de la persona. Por otro lado, la prevención es un factor relevante en este espacio pues si se detecta a tiempo un problema y es solucionado, el costo es evidentemente menor que al avanzar la enfermedad.

Las razones para que no se haga énfasis en la prevención son dos, según el informe periodístico. El primero, es que, en primer lugar, los resultados del factor prevención se dan a largo plazo. Teniendo en cuenta el cortoplacismo de miras de las autoridades se entenderá que se decidan por algo efectista. Se edifican, por lo tanto, los grandes hospitales, los cuales terminan siendo muchas veces inoperativos por falta de implementos. Son los famosos elefantes blancos.

Paralelamente, se prefieren los hospitales grandes pues ahí no solo se compran medicinas muy caras y equipos muy costosos, sino que, en razón de estas adquisiciones, los procesos se vuelven más difusos y con ello se facilita la corrupción. “Essalud invierte aproximadamente 80% de su presupuesto en estos hospitales nivel III”.

Así, lo que las postas descentralizadas deberían ofrecer lo hacen los hospitales, no aptos, en principio, para labores primarias. La situación de las postas, por otro lado, es paupérrima. Ausencias de equipamientos y tecnologías avanzadas favorecen el descrédito de la población. De esta manera, los hospitales son la otra cara de la moneda. Lucen muchas veces llenos y congestionados, la demora de atención aparece y con ello las molestias.

“El hospital Arzobispo Loayza recibe un promedio de 250 emergencias al día, de las cuales aproximadamente el 70% podrían ser tratadas en un centro médico primario”, apunta el informe.

La pretensión por las obras ilustra que es algo improvisado y enrevesado hasta la médula. Bueno fuera, que su inclinación por las obras grandes implicara servicios grandes pero no es así. En el Perú, hay 1,5 camas por cada 1.000 habitantes, siendo el promedio latinoamericano de 2 camas por 1.000 habitantes. En Chile, hay 2,2 camas por tal cantidad de habitantes; y Argentina da 4.9. Continuando con las odiosas comparaciones, los médicos en nuestro país no solo están concentrados en la capital (48% laboran en Lima) sino que su número es reducido para la cantidad  de gente: 10 médicos por 100.000 habitantes; en Chile, Colombia y Ecuador hay, en promedio, 16 y 18 médicos por similar número de habitantes. En atención especializada también se requieren con urgencia especialistas como anestesiólogos y radiólogos.

Finalmente, el informe da cuenta de que el nivel de niños menores de tres años ha aumentado desde el 2011 (41,6%). Hoy un 46,8% tiene anemia, enfermedad producida por la falta de hierro y que produce daños intelectuales irreversibles. La vacunación ha caído del 72,8% en el 2012 al 61,1%. Cierra el informe: “Y lo preocupante es que no solo afecta el desarrollo de los niños, sino que se incrementan las probabilidades de que se desate una epidemia”.

Fuente: El Comercio 


20-04-15

martes, 14 de abril de 2015

Historias venideras

Dando referencias

Hay apuro por llegar pronto al hospital. Pero antes hay que pasar por casa para recoger el DNI y algunos análisis. Esas referencias, para la casa, hay que decírselas al taxista. Sin embargo, pese a las señalizaciones, no entiende. Marco utiliza su último y genial recurso.

-¡Por el grifo!

-¿Qué grifo, joven?

-Ese pe, donde mataron a los lacras.

La edad de siempre

Vamos de paseo al Centro. No, clases no. Las clases, aunque no debieran, aburren. Y hago mía una frase de mi profe: “Aprendí más fuera de las aulas que dentro”. He decidido ser obediente con mi prosor. Estoy en una combi con una chica hermosa, de cuerpo grande y de rostro y de ojos de niña. Cuando habla, alarga muuuuucho las palabras. Se lo hago ver pero con ella no es: no se da cuenta de la joda.

Ya le dije que soy mayor que ella y que no me viene a bien comentar mi edad. Para hacerle sentir esa endeble frustración le volteo el pastel.

-¿Y? ¿Tú que edad tienes?

Por las puras ella no ha viajado y arriesgado tanto. Sin despegar la vista de los exteriores de la ventana me lanza la perla que recordaré por siempre.

-Veintisiempre…

Y sus ojos verdes me miran.

Callejero

Desearía que Rocko no se entere, pero si en físico estaba de aquí para allá conmigo, en almita… en almita debe estar ya por la #3.

Era el 2014, y en el ejercicio solitario encontraba el elixir de la paz. El sol estaba en retirada y yo quería aprovechar sus últimos rayos en ese parque de césped que se alegra con la luz y da verdor.

Yo corría solo y sentía pasos. Volteo como envuelto por una paranoia y veo a un perrito de pelaje blanco y abundante detrás mío. Además, jadeaba como un perro loquito. No sé si movió la cola pero me siguió. Yo dejé que me siga. Compañía, sí. Además era mi cumple.

Hubo un momento en que dije que esto no era mucha casualidad, que Rocko no era el único perro “tonti” y que yo era un imán para ciertas cosas. Sucedió que cuando en un momento me detuve, el perrito blanco que apareció de la nada en la calle dio un salto y lo que primero sentí fue su pecho que rozaba contra mí y luego sus nerviosamente alegres patitas.

Yo me sorprendí y me quede mirándolo y diciendo “qué looooco”, el perro no cejó y repitió la acción. Cuando me acosté para hacer ejercicios echado, una vez que levantaba el tórax, el perro creo que intentó tirarse encima de mí pero yo lo evité: era demasiado cariño para una sola persona.

Al término de la acompañada rutina, pensé en la triste despedida, pero el perro blanco se la olía y, como si hubiera oído la hermosa y libertaria canción de Alberto Cortez, sin que se lo diga se fue perdiendo en las calles solito y pequeño. No lo noté triste, él hacía lo suyo. Era el Callejero de la canción y me dio uno de los regalos que más recuerdo.

La edad de los patitos

Enamorado puede que resulte inexacto. Loco era la palabra. Loco estaba por ella. Pero me dolía que no me correspondiese, me dolían sus desplantes, sus vistos, sus nada de respuestas al celular. Me dolía… y la amaba. Sus abrazos y sus “guapo” hacían que mis instintos se despierten, me digan: “Le gustas…”. Pero hasta ese momento no. Al parecer solo era un amigo para ella. En mi cumpleaños nos vimos, hablamos y se despidió mientras caminaba como si solo estuviera ella en el camino y levantando su brazo derecho en señal de adiós. No me saludó sino hasta la noche, en que vio por la red social que era mi onomástico.

Se abre la conversación.

-¿Por qué no me dijiste que era tu cumpleaños? Hoy estuve contigo!!!

-Pero k triste sería recordártelo no crees?

Se ríe… Me pregunta:

-Cuantos cumples?

-22!

-Oh… la edad de los patitos…

Una banca para todos

Me despedí de Miriam. Me ha abrazo y dicho te veré mañana. Yo le digo que sí y me voy cruzando el jardín. Veo de lejos a Yoicy, la miró y pienso: ¿por qué no? Me le acerco como un loco e interrumpo su conversación. Su amiga me mira y yo rápidamente la saludo. Yoicy, creo, se ha sorprendido. No nos hemos visto en tiempo. Su amiga se va (ojalá asustada) y empezamos a hablar. Sin que lo sepamos, ya estamos sentados en la banca.

Hablamos de todo, de su carrera de abogada, del feminismo, del culo de los hombres, de “objetivar”, de que estoy loco, de que las agrupaciones políticas no hacen nada por el estudiante, de que el estudiante de a pie es muy pasivo, de que hay que integrar, de que Galeano, de que El País, de que Gunther, de que uno es poeta, de que ella también estudia derecho, de que sería bonito de que en esta banca se forme un grupito y haya gente, de que yo le presentaré amigas a mi recientemente soltero amigo, de que hay prejuicios en la carrera de Derecho, de que hay que ligar lo que a uno le gusta con el deber, de que hay neonazis en Ucrania, de que se necesitan espacios de debate, de que ella me cae bien, de que Pacheco quedó en un segundo puesto por un ensayo, de que hay que luchar, de que Castañeda es una lacra, de que escucho, de que hablo, de que sería muy lindo que más noches como esta, en efecto, hagan que las gentes surjan como apariciones, se detengan en las bancas, charlen, se conozcan, conecten y se vayan, como ocurrió en esta plena noche.




Foto tomada por una mujer de ensortijada cabellera, mujer que nutre al cuerpo con solo mirar a la luna cuando domina la noche

14-04-15

viernes, 3 de abril de 2015

Barrer la habitación



Cuando barría la casa, acto de pura iniciativa en aras de armonía familiar, cuando empezaba, digo, desde la puerta del cuarto de mis hermanos hasta terminar en la sala (incomodo es para mí barrer mi cuarto mas no el de mis padres) siempre motas de pelo de perro se formaban. Dos, tres, bolas de perro que quedaban en el suelo como malformaciones de piso, pues tenían su color.

Las motas, puras de pelo, tenían la solidaridad de otros desechos: pelos de ser humano, polvo de la calle, partículas de negros misteriosos y algún boleto de pasaje que a uno se le escapa. Tal eran los constituyentes de la mota, pero por sobre ellas destacaba el pelo de mi perro.

Lando, mi grandísimo perro, se acercaba a mí como queriendo aprender el magistral arte del “barreo”. Yo lo miraba y el perro pasaba por mis costados mostrando su lustroso lomo a husmear lo que salía del contacto de los duros y amarillentos pelos de la escoba con el piso de cera escasa.

Yo me decía, tal cual lo hacía cuando salíamos y el perro mío olía los arbustos de malévolos contactos, “A este no lo beso más”, paro luego, horas, días después, apretar su cara contra la mía en el directo afán de poder sentir y hacerle sentir mi cariño.

Yo lo largaba con paternal cuidado pues quedaba claro que del barreo él no quería aprender nada. Se acercaba, más bien, a quien fastidiaba su perímetro de cuidado, o sea, el espacio de la sala en donde él solía echarse a sus anchas. Lo largaba también con la intención de prevenirlo de males de higiene. Por lo mismo que olía lo barrido, lo largaba: no le vaya entrar a la nariz (¡Sí claro!);  y a veces sucedía: el curioso al dar unos pasitos, pum, estornudaba. Uno podía ver sus cachetes moverse de un lado a otro. Lando solía estornudar guardando la cabeza. Me miraba con su mirada de tristeza cristalina y moviendo su cuerpo torpemente, se iba hasta el cuarto de Rocío, desde el cual tenía una vista casi panorámica de toda la casa. Ahí se botaba y echaba el sueño a andar.

No era difícil sacar los pelos, la tarea consistía en pasar con fuerza la escoba por la bisectriz del piso y la pared, que era por donde más se ocultaban esos pelos. “Qué trabajo, decía yo, el de poder sacar todos los pelos de la casa”, y es que ocurría que los pelos de mi Lando aparecían interminables por mi hogar. A veces, por las muchas veces que limpié, el tic-tac de la vida me tocaba y mi rostro se tornaba triste, pero me desperezaba y me decía: “Nada… Lando estará siempre” puesto que por enésimas veces las motitas seguían apareciendo en inéditos rincones.

Pero hubieron motivos de preocupación cuando vi uno de ellos en mi calzoncillo. Ahí fue cuando me dije: “Lando está que se excede”. Sacaba el pelito con la punta de los dedos, el pelito de naranja estructura iba a caer al piso, donde con posterioridad sería no barrido: estaba yo en mi cuarto.

II 

Hoy Lando ya no está y cuando se fue, la administración de mi casa decidió darle una mejora al piso. Para ese fin, se llamaron a un grupo de señores que se encargaron de esos trabajos. Mi padre, mi hermano y yo, nos encargamos de darles desayuno. Sin embargo, mi tío me dijo con amargor: “¿Oe sobrino, les pagas y encima les das su desayuno…?”. Yo me acordaba de Tagore: “la vida es dar…”.
En fin, las técnicas empleadas por el grupo de señores levantaron un polvo que nos hizo estornudar a todos sin que estuviéramos resfriados. El polvo rojizo se filtraba por las ranuras de las puertas y se elevaba por las habitaciones intentando mostrar su polvoriento poderío. Aún los veo como bruma, como neblina, precipitándose en mi habitación. Me cubrí la nariz y no mis ojos, que se pusieron llorosos. Ni siquiera la intención de respirar aire limpio de la ventana me libró del mal generado por el polvo.

El piso a los días quedo limpio y presentable, las huellas negruscas se perdieron, y hoy ya se puede invitar a las visitas.

III
¿Pero y el pelo? Hoy cuando barro yo o mi padre, solo vemos polvo que sale desde el piso. No hay pelos, solo polvo, el cual sigue ocasionando los mismísimos efectos: hacer estornudar.

Una vez, urgido por un afán de limpieza, barrí mi cuarto. Grande la sorpresa cuando, a meses de la actividad estilística del piso y de la pérdida sideral de Lando, pude encontrarme con manifestaciones de mi perro.

Les juro que me entro nostalgia. Y la nostalgia se comparte cuando proviene de una querencia común.

-Pa-le dije al padre- mostrándole una prenda negra con algo que sobresalía en ella.

Me miró apurado y me dijo rápido: ¿Qué tiene? –volvió a lo suyo.

Yo veía mi ilusión de compartir hacerse un poquito añicos. Le insistí con la mirada y la presencia. Quizá era el estrés del trabajo que no provocaba persistencia en mi papá. Me tuve que ir.

IV

Cuando camino, me imagino a Lando que hace lo mismo conmigo. Salíamos y yo lo intentaba ponerlo a mi distancia, pero pronto pensaba que el perro debía hacer lo que quería y hacía que vaya donde quiera. Todavía recuerdo una mañana de verano, allá por el 92’, en que nos fuimos corriendo hacia el parque, y su lengua salida y sus orejas para atrás, tanto como sus pesados músculos moviéndose, delataban la anchura de su felicidad de can.

Por eso, porque lo recuerdo y pocas fotos tengo que no quiero ver, se me va el interés por barrer mi habitación. Sé que está mal, pero a falta de un recuerdo que no sea el de la imagen que cada vez siento que yo he de perder, pienso en que debajo de la cama, en alguna esquina, los pelos poseedores de su espíritu me señalan que sigue ahí. Por eso cuando mamá me dice que limpie el cuarto. Lo hago, sí que lo hago, pero dejando intacto el suelo.

04-04-15