¡Qué cambios sufría el barrio
desde hace años! Se construyeron y se completaron casas, vinieron nuevas
gentes, llegaron los servicios y los ruidos de la avenida se hacían cada vez más
constantes. El barrio se había modernizado y los vecinos invertían bien los
sueldos obtenidos en remodelar sus respectivas viviendas. Algunos, los más
desencantados, se iban a departamentos cerca al mar. Pero eran unos tontos:
¿acaso podían captar la esencia del barrio en ese rectángulo de ladrillos y
habitaciones que parecían ratoneras? Nada que ver. No por algo contaba María Jesús
lo desdichada que se sentía cuando salía de su casa y se encontraba con un
vecino en su exclusivo departamento de Magdalena: “Somos como robots”, decía
con mucha lástima. “Vivimos ahí como más de seis meses y ¡no nos saludamos!”.
María Jesús hacía tiempo que había dejado de ser la enamoradiza de la escuela.
Ahora era una reluciente abogada. Una reluciente abogada con problemas en el
lugar donde vivía.
Los del barrio se acomodaban a los cambios. Los robos aumentaban pero eran esporádicos. Lo suficientemente
irregulares como para ponerse alertas. Los escarabajos daban paso a las
potentes 4x4, pero también cerraban el paso: las pistas, otrora centros de
esparcimiento, se veían invadidas por los tremendos carromatos quitando
expectativa al juego de la muchachada. Muchachada es un decir, un nostálgico
decir, antes los chicos salían en bandas de 15 o 20. Ahora resultan poco más de
seis o siete. Da igual… alegran al barrio con su griterío menos a don
Constanzo, que cada vez que puede, lanza sus lisuras que nadie entiende ya. Don
Constanzo guarda en su interior –aunque no lo quiera aceptar- simpatía por los
niños. En las tardes de los sábados salir a gritar era su nueva distracción.
Había una casa en especial. De
tres pisos y amplia azotea, la casa de los Tirado era un interminable jolgorio
los fines de semana. Los viernes para los jóvenes y los sábados para los
mayores. El cuarentón don Genaro Tirado, quien en sus años mozos no salía mucho
de su casa y por ello era tildado de pavo, se vengaba de los vecinos al tirar
la casa por la ventana en sus muy connotadas fiestas. Por supuesto, los vecinos
no eran invitados, salvo los de las casas aledañas. Genaro Tirado, dueño de una
empresa importadora de automóviles, disfrutaba de los TLC’s firmados por el
Estado peruano.
Aquel día, el señor Flores sacó
como siempre su banca y se sentó. Tal cual lo hacía en su natal Camaná, se disponía
realizar la tertulia de los sábados. Pero esa noche ocurrió un problema. Su
compinche, el aceitunado señor Vásquez, tenía una obligación que atender en una
peña por el aniversario de sus nietos. El señor Vásquez había viajado por gran
parte de Latinoamérica debido a su esplendorosa voz allá por los sesenta. Hoy,
a sus setentaitantos años, otro era el cantar. El señor Flores pensaba que se quedaría
solo pero era erróneo. Su pequeño nieto Tadeo sacó la pelota y empezó a hacer
dominadas. Para sus cortos 8 años, era todo un prodigio.
-¿Y quién quiere el premio?-bramó el payaso desde la azotea de al frente, toldeada con telas rosadas y blancas.
-Yoooooooo-respondieron en
estribillo los niños-. ¡¡¡Yo, yo, yo!!!
El señor Flores, que en orgullo
nadie le ganaba, ni se inmutó. Tirado había llevado su venganza a límites
excesivos. Ni siquiera se dignó a invitar a los pequeños del barrio, que no
tenían nada que ver con el bullying que le habían hecho los “grandes”. Pero tal
era la venganza de Tirado: hacer una fiesta e invitar solo a los hijos de
empresarios de otras filiales y poner los parlantes a todo volumen. Era un pedante
ese Genaro.
-¿Abuelito, y mi premio?-preguntó
un niño que lo había escuchado todo desde abajo.
-Bahh –soltó el señor Flore con
aristocracia- ¿sabes qué da ese payaso?
-¿Qué abue? –preguntó Tadeo-.
-¡Juguetes chinos!
-Ja,ja,ja ¡¿pa’ eso?!
Y reanudó las dominaditas como
solo él sabía hacer.
03-05-14
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