Le he consultado al sereno dónde
queda Las Siluetas 1470. Me ha señalado, mirándome con algo de desconfianza por
la hora, que está a la paralela de Posada, la avenida principal. Le he
agradecido con un respeto impropio para su investidura ("gracias, batería")
y he seguido mi camino. Paso por el puente Sansía y siento algo de escalofríos
de solo pensar que fueron más de una centena las personas que de ahí se
arrojaron en el transcurso de 10 años. Esas macetas de girasoles que se ven en
cada terminación de sus cuadriculadas rejas tienen mucho sentido ahora que lo
pienso. ¿Le gustarán las flores? Tan cursi no es ella.
No pasa ningún carro, por eso la
quietud. Apenas se escucha el trote de los madrugadores deportistas.
Impertérritos ellos, corren a mi lado; muy atentos a su meta, muy complacidos
de la música que escuchan desde sus reproductores. El puente queda atrás y como
por arte de magia una tímida garúa empieza. Me saco los lentes y levanto la
cara para recibir algo de frescor. Como no hay nadie alrededor me detengo,
relajo los hombros y deseo que mi cuerpo reciba las pequeñas gotas del cielo.
Sigo mi ruta pues el claxon de un carro que va a entrar al inmenso edificio
suena con fuerza y me interrumpe. Un guachimán, despertado de su sueño, va
torpemente a abrir la puerta de la cochera. El carro entra con rapidez.
“Qué locura de ciudad”, pienso
haciendo un alto a mi vorágine interior. Son cinco las cuadras que he avanzado
y esa garúa ya acabo. En la vereda de enfrente de este barrio poco conocido
para mí, tres extranjeros ponen sus tablas de surf a buen recaudo en la parrilla
de la 4x4 que los llevará a no sé qué playa sureña o norteña. Deben de ser
profesionales pues esa camioneta lleva el logo de una conocida marca de deportes
norteamericana. Carros del mismo modelo o de similar valía quedan estacionados
en esta cuadra de apenas 100 o 150 metros de distancia. Lo mismo ocurre en las
dos siguientes cuadras. Es un barrio pituco que, asombrosamente, no tiene
rejas.
Tan “interesado” estoy en
observar las fachadas y los semblantes de esas personas sentadas en sillas de
madera en las esquinas que no me doy cuenta de que he pasado la dirección. Veo
una luz azul a lo lejos y pienso en acercarme al sereno para pedirle que me detalle
sobre mi destino. Pero está como a cinco cuadras y realmente estoy cansado. Ya
fue. Me guío por mi instinto y regreso a la otra cuadra. Veo el poste que
detalla los nombres de las calles y leo con alivio pero también con inquietud: “Las
Siluetas 15”.
¿Por qué estoy acá? ¿Qué hago acá? Es una tontera… Ella no está, debe
dormir ya. O quizá, como es viernes, anda donde la loca esa de su prima, esa
que organiza reuniones con los de su universidad. Peor aún: puede estar con
otro. Aguanta. Son huevadas. Ella ya me puso las cosas claras, ya fue. Pero
igual deseo verla. ¿Y si la encuentro? Ya es tarde; quizá me la encuentre
cuando esté a punto de entrar a casa. Pura “casuela”. Eso puede ser. Ca.ra.jooo…
Sigo apoyado en el poste y soy
testigo de cómo mi orgullo y mi apasionada personalidad se debaten a duelo.
Tengo 21 años y sigo con estas chiquilladas. Pasan dos “tíos”, los dos son de
la zona y están lanzados. Me han mirado de manera desafiante y con ojos rojos.
Pero son pavos, pues. Son de la zona, una zona pituca. Sonrío de la estupidez
de ellos y los olvido.
Mi espalda se despega del poste.
Pero no fue por ellos que me moví; fue gracias al sereno. En el mismo momento
en que esos giles se fueron, una moto aparece. Lo madrugo:
-Jefe, ¿Las Siluetas?-pregunto
con actoral voz de “periqueao”
-Esta es –responde al instante-
-Ahh… gracias, gracias.
Me hace un rápido examen con su
mirada. Como no ve nada sospechoso –solo un joven de fiesta más- se va. La
lucecita azul se aleja.
Pero me he vuelto un manojo de
nervios. Mi voz es gruesa, potente. Para ser las 5:00 am de la mañana y no
haber carros mi voz ha sonado fuerte. Ha sonado y ella me ha escuchado. Yo no
tengo dónde poner la cara. Da igual que frente a mí aparezca un enorme edificio
y que tenga como 50 departamentos: sé que me ha escuchado así esté en el piso
quinto. “¡Putamadre, qué roche!”, protesta mi descubierto orgullo.
Me gusta un montón pero me ha
cagado. Me gusta pero me caga. Un aluvión de pensamientos me golpea. “Ella te
está viendo”. “Pobrecito no le paran balón”. “Ya oe, no seas huevón, olvida”. La
imagino cual Julieta en su balcón mirándome con lástima: qué cólera por la
putamadre. Me doy por vencido: ¿qué hago?
La normalidad de mi caminata
cambia de repente. Mi espalda se encorva y doy pasos zigzagueando. Mi cabeza da
las vueltas más lentas del mundo y toco la pared para guardar equilibrio. Pasos
hacia adelante pero con dificultad. Así hasta terminar el edificio y doblar la
esquina.
“Mensaje enviado”. No aguanto las
ganas de verla. Así me guste y me cague. Putamadre, para qué bebí tanto…
10-05-14
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