Los rayos del sol inundaban todo
los espacios que la vista ponía en disposición. Los jardines y árboles de la
cuadra verdeaban hermosamente. No importaba que los jardineros municipales se
hayan olvidado de su mantenimiento; su estética estaba intacta. Pequeñas
avecillas del lugar volaban raudas y despreocupadas al compás o a la contraria
del viento, del suave viento del sol de mediodía. El cielo estaba despejado y
era posible ver a lo lejos, desde un tercer piso, esa isla grandota que es San
Lorenzo. De entre la cadena de cerros que vigilan la ciudad, San Lorenzo se
lleva la particularidad de que pese a no serlo, su proximidad a la capital lo
asemeja mucho a uno de ellos. Las aguas, sin embargo, se encargan de desmentir
tal ocurrencia. Alejado por el bravo manto del océano, San Lorenzo se mantiene
sano y salvo de los vicios y virtudes de la ciudad. A la luz del sol, hoy su
soledad lucía más imponente que nunca. El mar que lo separa y que le da su razón
de ser igual aparecía a la mirada. El cielo límpido, más celeste que nunca y
sin nubes inoportunas, se divertía ante el panorama. La distancia hacía que el mar
cobre sus mismas características, fiel reflejo desde lo que se observaba en lo
alto. Si no hubiera sido por la isla, diríase que mar y cielo configuraban una
sola unidad compacta. Mar por arriba, cielo por abajo. La atención, de súbito,
favorecía a un recambio de opinión, pues aguzando la vista, los baños que el
sol daba creaban plateadas franjas en aguas chalacas. La marea estaba decorada.
Definitivamente, era una invitación al mar.
La belleza del momento no era
particularidad del vistazo al horizonte. Metros más abajo, ya en la urbe, en
los jardines de la cuadra, una pareja olvidaba por completo los cánones de la
formalidad que la edad madura exige y se acostaba en la hierba. Desestimando
miradas juiciosas que limiten su disfrute, esa pareja de esposos le pierde el
rastro a la hipócrita cautela de los tiempos actuales y exhausta de armonía se
deja llevar por su placer y se abraza bajo la sombra de un seguro pero sencillo
arbolito que se encuentra a escasa distancia. La sonrisa en sus rostros y
corazones es de gran notoriedad. No importa que sea el lugar menos indicado
para sus edades, a entender del desprestigiado pero vivo discurso del tiempo de
hoy. Ellos lo hacen y punto.
En medio del encuentro, la mujer
inclina la cabeza como buscando algo, como quizá recordando la fatalidad que
significa elegir lo diferente. Eso es lo que puede entenderse al ver la
inmediatez con que la mujer levantó la cabeza para hurgar en los ambientes
próximos con rostro casi sorprendido. Fue un momento efímero, de molestia. Todo
volvió a la normalidad, a su normalidad, cuando su pareja, sin abrir los ojos, la
persuadió con un leve abrazo de que regrese. Ella entendió y dejó que sean,
confortándose los dos. Una pareja recostada en la hierba sin que nada importe creaba
belleza. El momento era suyo y qué importa el resto.
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