miércoles, 30 de enero de 2013

Al horizonte y en la cercanía


Los rayos del sol inundaban todo los espacios que la vista ponía en disposición. Los jardines y árboles de la cuadra verdeaban hermosamente. No importaba que los jardineros municipales se hayan olvidado de su mantenimiento; su estética estaba intacta. Pequeñas avecillas del lugar volaban raudas y despreocupadas al compás o a la contraria del viento, del suave viento del sol de mediodía. El cielo estaba despejado y era posible ver a lo lejos, desde un tercer piso, esa isla grandota que es San Lorenzo. De entre la cadena de cerros que vigilan la ciudad, San Lorenzo se lleva la particularidad de que pese a no serlo, su proximidad a la capital lo asemeja mucho a uno de ellos. Las aguas, sin embargo, se encargan de desmentir tal ocurrencia. Alejado por el bravo manto del océano, San Lorenzo se mantiene sano y salvo de los vicios y virtudes de la ciudad. A la luz del sol, hoy su soledad lucía más imponente que nunca. El mar que lo separa y que le da su razón de ser igual aparecía a la mirada. El cielo límpido, más celeste que nunca y sin nubes inoportunas, se divertía ante el panorama. La distancia hacía que el mar cobre sus mismas características, fiel reflejo desde lo que se observaba en lo alto. Si no hubiera sido por la isla, diríase que mar y cielo configuraban una sola unidad compacta. Mar por arriba, cielo por abajo. La atención, de súbito, favorecía a un recambio de opinión, pues aguzando la vista, los baños que el sol daba creaban plateadas franjas en aguas chalacas. La marea estaba decorada. Definitivamente, era una invitación al mar.  
La belleza del momento no era particularidad del vistazo al horizonte. Metros más abajo, ya en la urbe, en los jardines de la cuadra, una pareja olvidaba por completo los cánones de la formalidad que la edad madura exige y se acostaba en la hierba. Desestimando miradas juiciosas que limiten su disfrute, esa pareja de esposos le pierde el rastro a la hipócrita cautela de los tiempos actuales y exhausta de armonía se deja llevar por su placer y se abraza bajo la sombra de un seguro pero sencillo arbolito que se encuentra a escasa distancia. La sonrisa en sus rostros y corazones es de gran notoriedad. No importa que sea el lugar menos indicado para sus edades, a entender del desprestigiado pero vivo discurso del tiempo de hoy. Ellos lo hacen y punto.  
En medio del encuentro, la mujer inclina la cabeza como buscando algo, como quizá recordando la fatalidad que significa elegir lo diferente. Eso es lo que puede entenderse al ver la inmediatez con que la mujer levantó la cabeza para hurgar en los ambientes próximos con rostro casi sorprendido. Fue un momento efímero, de molestia. Todo volvió a la normalidad, a su normalidad, cuando su pareja, sin abrir los ojos, la persuadió con un leve abrazo de que regrese. Ella entendió y dejó que sean, confortándose los dos. Una pareja recostada en la hierba sin que nada importe creaba belleza. El momento era suyo y qué importa el resto.  

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