miércoles, 18 de noviembre de 2015

Tarde caída

Se paró. Había dormido mal la anterior noche. El mueble, aunque confortable, no era para dormir. Se despidió de esa comodidad y del paisaje morado y citadino. Se resolvió a hacer. Antes, fue donde la abuela y donde el perro. Ahí, en esa parte apartada del librero, como quien niega a la realidad, la abuela está con el perro. Miran a cualquier otra parte que no sea el feo tráfico. Él los mira. La abue, como casi siempre, lleva un gesto adusto pero no por ello enojado; esa no siempre fue su cara, también tenía su broma cáustica, su buen hablar, su joda al nieto. A su costado, con el lomo frotado, está el perro. Él que se ha levantado del mueble los recuerda. “Hace solo unos meses…”. Quiere imaginarlos, de pronto. Quiere creer que pueden estar ahí. Mira la columna de la puerta de la cocina, el pequeño espacio de la pared en la que se apoyaba el perro jadeante y que observaba sigilosa y tranquilamente todo. No está ese pedazo de ternura marrón con pecho blanquecino. Ni tampoco suenan sus pisadas en el piso malamente lustrado. Recuerda el apretón que le daba en todo el lomo, en todo su cuellazo, ese apretón que quería dejar exhausto al perro pero que en realidad lo dejaba a él así, nada… Piensa en la abuela, y no está su chompa mostaza oscura, ni su olor a abuela, ni el sonido que salía –no se sabe cómo- de su boca. Tampoco las lisuras, ni sus cantos. Piensa en la cocina, y no está sentada. Ya ni hay música en la radio. La putamadre hay que aprovechar la tecnología…

Ya en el cuarto, piensa: “No volverán más… Para eso se vive, fíjate”, con sorna. “Ni modo”, vuelve a pensar, “en vida todo”.

Se para, va a la sala. El día sigue morado. Pasan los carros. Y nuevamente el atropello que lo recrudece todo: “¿Y de cuándo acá eso fue consuelo?”.


18-11-15

domingo, 15 de noviembre de 2015

El abuelo que quería mucho…



El abuelo quiere mucho a su nieto. Lo quiere con el alma. Todos se han ido del a casa, los hijos, los recuerdos, las fuerzas, pero queda el nieto, que es pequeño y al que le espera toda una vida por delante. Por ende, hay que enseñarle; sobre todo, se le debe amar.

El abuelo lo ama, lo ha querido mucho. El día a día es para él.

Una vez, la desgracia le toca la puerta. La revienta. Ocurre un accidente, el niño queda parapléjico. He dicho que el abuelo lo quiere mucho. Hay que ver al abuelo: sufre, sufre demasiado el pobre viejo. Le he visto enjugarse las lágrimas con el antebrazo y ver todavía húmeda la manga de la camisa. Lo he visto mirar al cielo y en su iris ver piedad. No me gusta verlo llorar, porque viéndolo temo por mi futuro… El viejo ha tocado puertas, nadie las abrió. Todos la revientan. Al nieto sus padres lo abandonaron, en el abuelo la esperanza se desgasta.

“Ya no se puede más… Mierda…”. Piensa el abuelo al ver al nieto. Este yace en la cama y ni Vallejo podría expresar el sufrimiento del muchacho. Esta tenso, al igual que su mirada. El nieto ve al abuelo, lo vio en las situaciones de anterior descritas. Una lágrima le brota. Nadie puede hacer nada.

Días, semanas y meses del mismo tormento. El abuelo quiere mucho al nieto. Pero no se puede soportar aún más. Entra a la habitación, ha exhalado sus últimas oraciones. El abuelo besa al nieto amargamente en la frente, y le toma la cabeza con firmeza pero con cuidado. No hay que hacerle… daño. Pasan con delicadeza infernal los segundos. El abuelo lo mira. Que se haga de una vez. Saca una pistola.

-Te vas…

¡Pum…!

-… Conmigo…



15-11-15

martes, 10 de noviembre de 2015

Estrategia para salir del tren



Se alejaba el tren verde y lo hacía sin hacer méritos para superar a su otro compadre verde, el Gusanito de los juegos. Ese sí era bravo y divertido y te permitía sacar la cara de la ventana… porque no tenía ventanas. Este tren verde, de excesiva seguridad, ni siquiera te deja comer plátanos en su interior ni tocar ni cantar canciones de guitarra argentinas.

Hasta te quiere dejar dentro cuando de él sacas una bicicleta a punto de armar por puro capricho.

-¡Baja, baja! ¡Apura! ¡Tan que cierran! ¡Hey!

Hombres y mujeres reemplazan lo que las puertas deberían hacer; no ceden la salida ni la entrada.

-Lo siento, señor-dice la seguridad- tendrá que esperar hasta el otro paradero (El Ángel).

“¿Qué? ¡Pasu mare…!”. Debajo de nosotros, las instalaciones de pesado fierro siguen soportando a las cientos de gentes que suben y bajan para abarrotarse en los vagones y viajar más rápido en esta ciudad lerda. Las colas de salida a la ciudad son otro sucedáneo de lo que ocurre dentro de los vagones y, ¿por qué no?, en nuestras urbanizadas vidas.

“Nicaragua…”. Un poco de show.

-¡Mi hijo, mi hijo! ¡Mi hijo, mi hi-jo…!-grita este señor. Pero ni el chofer ni el tren le hacen caso. Es más sus puertas se van cerrando todas. Sus antenitas monses se empiezan alejarse. El condenado me ha escuchado, se alucina más bravo que el Gusanito. Pero su retirada no es de alguien seguro, es dubitativa. De pronto se hace… ¿Lenta?

Se detiene el tren a destiempo.  Se quiere hacer el chévere, el pata, por eso se detiene. Se abre una de sus puertas.  Sale un brazo, de entre los cuerpos insertos; sale una cabeza con la pana. Sale también la bicicleta y su dueño, el de desmesuradas manos.

“¡Oe qué!”. Es un milagro.

-¿Qué fue?

Como si improvisara sus relajados blues, la vocera primera replica mirando indiferente en dirección a Tacora.

-Le dije…: “¡Mi braffo, mi braffo!”.


  10-11-15