domingo, 31 de mayo de 2015

Para la mano




Se ha subido al carro. Solo, solo frente a todos, ha hecho bailar a las palabras como solo él lo sabe. No deja de perder la arraigada costumbre de mirar a los ojos de los pasajeros, de los oyentes, ojos dispuestos para la contienda. Son los ojos que retan. Un señor que va con su pareja y el niño en faldas detiene el juego. A medida que avanzan los pasajes de teatro y poesía, su mirada se va cimentando. Yo diría que recuerda una etapa bonita en su juventud. Por ejemplo, que escribía y enamoraba a las muchachas con el son de su guitarra. Para mí, esa es la mirada del futuro.

Me bajo, me han aplaudido. Apenas han sido unas pocas monedas pero, ¿cómo podría describir el llenado de alma que me dan los aplausos de esa señora de rebosantes mejillas que me mira sonriente y me dice: lo has hecho muy bien, tienes vena artística…? Me bajo, me despido de un vecino nuevo que me dice que, al igual que yo, tiene problemas y los supera en la diaria. Intercambiamos contactos y nos despedimos.

-¡Poeta!-me grita cuando ya ha cruzado la pista.  Veo su brazo izquierdo elevarse y darme el ademán de despido.

Lo que viene es… Un encuentro entre muchos, diálogos, conversas, "salud", rostros rojos de alcohol y no de ira. Me llegan algunos elogios: “oe qué chévere este tipo”. Yo siento algo de malestar en el pecho hinchado: quien me gusta le da besos a su compañero, alguien a quien fácilmente no le prodigaría mis silencios, mi amistad.

Me llega un mensaje: ¡Bien! ¡Voy para allá! Un vaso, líguido mágico y me despido. Chau. 

Muchas imágenes me atacan, ráfagas de luz, cuadras desconocidas, instantes de oscuridad que se hacen rápidos por mi caminante euforia. Llego a la Caribe por alguna vía oculta de Salesiano Pazos. Tomo un carro. Mis pies se agitan, pisan raudos la superficie de lata del carro. Me cobran cincuenta de más porque han descubierto mi mentira. Yo solo me río y pago lo debido. No sé cómo pero me hice amigo de un pasajero, lo digo porque me bajo del carro matándome de risa, o siquiera sonriendo. Me bajo en Olonense, precisamente por una de las arterias de la ciudad que más me gustan. Camino campante, con mucho de entusiasmo por el predecido sentimiento que tengo de que será una noche fantástica. De hecho, no razono, voy empapado de ideas locas, la lógica pronto se fue a dormir. Las paredes naranjas de un convento, las cantinas con borrachos provincianos y música provinciana, las prostitutas de protuberantes y deseadas condiciones: todo ello aparece conforme Lucía se acerca hacia mí.

Llegando a Lucía veo lo que vi en los eneros y febreros, mucha gente, mucha juventud. Hay un concierto en una calle cercana, hay pistas húmedas que reflejan el armónico desorden de esta noche nuestra. Tan pronto llego, todo me parece conocido: las pintarrajeadas paredes, los establecimientos de cultura cerrados –solo por la hora-, las desvencijadas puertas, los vecinos de Lucía que salen de sus casas marginales y empiezan a beber en la calle y también a convidar alucinógenos a los paseantes.

Se aparece Carmela. Está con un joven. Me duele en el interior, creo que la abrazo y le saludo por su pasado cumpleaños. Qué triste, la recuerdo poco. Continúo mi avance entre tanta gente tomando en las gradas, apoyadas en las paredes, inclinadas en los carros estacionados. Las paredes del mítico restuarante y bar Wenceslaito están custodiadas por jóvenes de diversas procedencias que han venido a tomar. Miento si les digo que se logra escuchar la presentación que sabatinamente hay en el Wenceslaito. Por lo menos nos cae su luz: en la pista se ven reflejados los barrotes del interior del Wenceslaito. Como sea quiere ser parte de la calle, pienso, la “encerrada” cultura de este bar.
Voy, he venido por algo y alguien. Llego, está en una esquina junto a sus amigos, me sonríe, yo sonrío, nos abrazamos, hay alguien que ni me mira, dizque mirando el celular, pero yo no me hago problemas, me dan una cerveza, bebo, converso, voy de aquí para allá. He visto a la pareja más acertada de esta comunidad: un par de rockeros que si no fuera por la barba de él y la muy curvilíneas figura de ella serían lo que son: un par de niños. Volteo, veo una cara conocida y le gasto bromas que hoy me reprocho pues apenas lo conozco. La bebida.

En eso, imperceptiblemente, la veo, está ella ahí. ¡No la veía hace tanto! ¡Se los juro! Y no por ella vine, pero estaba. Me acerco a ella, ella me obsequia una sonrisa que todavía hoy conservo en mi cavidad auditiva (solo basta que cierre los ojos para oírla), no sé cómo pero me enternece que se ponga autoritaria conmigo pues, creo, me burlé de una de sus amigas. Debe ser porque la recuerdo hondeándose como un girasol mientras se ponía en posición de yoga, una vez que nos fuimos por la mar. Cotejar la imagen de niña con la de madre recta me produce una risa demasiado sospecho…

¡Despierto! ¿Y ella? ¿Y todos? ¿Y los lacios y largos cabellos? ¿Y los hombros desnudos? ¿Su caminar bailante? ¿Y la callada poetisa de mirar muy serio? ¿Y las parejas? ¿Y la vida libre de ese lugar? ¿Dónde? ¿Dónde las luces naranjas? ¿Dónde las calles con cervezas? ¿Dónde la rivalidad de luces entre el Wenceslado y el Don Silvio?¿Cómo? ¿Otra…? ¿Otra vez…? ¿¡¡Noooo…!!?

-¿Eh… Julián… y esa cara de gato mojado?
-¿Ah…?
-¡Trabaje, hombre! Que estás perdiendo el tiempo en ese lugar. Será mejor que cierre la ventana, ¡mucho te distraes!
-No, no, no, profe, no –lo detengo-. Ya termino, vea. Solamente pensaba en que tengo muchas deudas, y debo de pagarlas… Solo eso…


31-05-15

miércoles, 13 de mayo de 2015

Un comentario apenas



Cuando hoy todas llevan falda a la usanza hippie, ella, antes ya, solo buscaba generar tertulias entre la tela de las faldas verdaderas y sus piernas entretenidas de danzas deliciosas; hablo de esas faldas largas y floreadas que no por ello necesitaban de besar el suelo. Usaba, ella, unas sandalias frenéticas, marrones, no ajustadas, que le daban el pretendido viento a sus pies. Ella… Ella llevaba el pelo suelto, ensortijado y un top, feble polo de mangas recortadas, sostenido por tiras, que era igualmente de un color caduco, marrón claro, signo del deliberado uso.

Y cuando digo que antes ella y hoy otras, no quiero decir que sea hippie. Antes, ella era lo natural, hoy vestir de esa manera, quiero juzgar, es símbolo de moda, de anhelar la pertenencia a algo. Antes, lo veían mis inquisidores ojos públicos, poquísimas eran las que vestían así. Solo se le ocurría a ella, que no quería jean pegado sino prendas de comodidad; no quería zapatillas Nike o Converse sino apenas unas sandalias.

Correcto, que lleguen las andanadas de críticas, que esto, que lo otro. Adelante, empecé mal con lo de hippies. Sí, sí. Todos somos naturales. Vale…

Pero ella era enamorada del mar y bajaba a socorrerse y a socorrer sus olas y a caminar solitaria entre la arena prodigiosa para atenuar su pena y caída en la tristeza. Iba a la playa a congraciarse con el sol y su luminoso devenir que atrapa a las melancolías. Iba y el marítimo viento la desplegaba. Podría decirse que su cuerpo andaba materialmente con nosotros pero hacía mucho ya que su alma vagaba desinteresadamente por las nubes. Podría mimetizarse con el paisaje, hacer que su voz no sea otra cosa que el rumor pudiente del mar. Incluso su caminata por la ruta de piedras y bancas era una iluminación; su devenir sincero como un pasaje de flores prodigiosas y pétalos dignados a viajar por aéreas corrientes de soplos vastos. Con mucho de niño y con mucho de ingrato y otras cosas yo les digo: “A ver superen eso, ladys naturalas”.

(Comentario de un adolescente aguijoneado de dolores inmaduros, visitante de la antigua dimensión del mar; comentario encontrado en una hoja de árbol caída por la ley de la gravedad otoñal).

https://www.youtube.com/watch?v=Mnocb6iwHGY


13-05-15

miércoles, 6 de mayo de 2015

Constancia de Joana



Vino a mi casa una tarde de sábado. Mis hermanos trabajaban en la calle, yo almorzaba cabeceao’ con la familia en la cocina del piso primero. Apareció semiperdida en la puerta. María la hizo pasar. Ella se limitó a reír. Su entrada a casa fue celebración. Tanto así que me dijo: “Vaya familia la que teneís, eh.”, con su voz cantora de siempre. Pasó, le invitamos el almuerzo, platicamos todos. Se enteró que en el hogar había de todas las sangres. “Eras exótico”, nuevamente dijo.

Nos fuimos, ese mismo día, a una marcha por la Union Civil. Ella, segura; yo, inseguro. En el camino, mientras hablamos, le dieron ganas de fumar. No había otra opción que comprar un cigarrillo o, a su modo, pedir de lo más amable a quien lo tenga. Ante el pedido, el transeúnte que se encontró a unos pasos de nosotros accedió tranquilo. Joana pudo saber la cadencia del humo en su garganta y su reflexivo poder.

Llegamos a la avenida. Hablamos de todo. Sentí que me escuchaba todo el laberinto de palabras que le daba y también pensaba para mis adentros: “Qué sabia”, por todo lo que ella decía. Sentada en el carro, el sol doraba su piel y sus vellos alcanzaban el color del oro. Sus mejillas rosadas agradecían el buen clima.

Ella viajó, viajó mucho por estas tierras y otras. Aprendió, conoció, entendió, sufrió, la hicieron sentir extranjera, también la hicieron sentir como una más, que con ella no importaban los colores y nacionalidades. Eso, en Ghana, la hizo enamorar. Pero se enteró de ello cuando subía el avión.

El día de la marcha nos separamos, mas no nos perdimos. Horas después se encontraba con su grupo en esa ebullición que era la Plaza San Martín junto a sus amigas que bien un conocedor podría confundir con amazonas. Joana se integró a varios colectivos, el de esta oportunidad al feminista. Joana hacía retumbar las marchas con el toque del tambor o la tarola.

Joana, enamorada de la ciudad, enamorada de la Lima, enamorada del Centro, que hizo suyo apenas piso estas tierras. Le encantaba la ciudad, me llevó a sus huariques un día en que resolví que la calle era el mejor aprendizaje, un día en que en el El País reflexionaban sobre la muerte de Galeano, un día en que en plena combi escapó a una pregunta mía con una respuesta digna de perenne recordación.

-¿Qué edad tienes?

El verde cristalino de sus ojos removió el pasado, atizó el presente, sacudió al futuro:

-Veintisiempre…-y sonrió-.

A su llegada a Lima, después de varias semanas yendo y viniendo por esta Patria Grande, Joana sintió vibras tensas en su cuerpo; era la hora de su partida; el colofón de su travesía latina; la culminación de un viaje deseado, a punta de esfuerzos obtenido. Lo decía su mirada, sus pocas ganas de hablar, la rabia desatada por ella cuando vio a unos endebles borrachos denigrar lo que a sus ojos era la expresión de la pureza del arrebato indigno de unos ciudadanos que ven peligrar sus calles. Joana envolvía historias y nostalgias, era un cáliz lleno de turbulenta agua; era también una voz dulce, un grito del altiplano, un “ojos azules” de tardenoche de viernes.  

Con Joana se va una exultación, un grito convertido en praxis, una todoterreno consecuencia, una carta a medio dar.

Pero con Joana quedan las ganas de vivir, de lucha, de llamado, de cumplimiento, también de sonrisas y de canto de charango. Lo saben quienes la conocieron. Los que tuvieron llegada a su palabra y a su personalidad. Lo sabe también quien la vio salvar del suelo una flor blanca y priorizar sus pétalos y su decoro intacto allá en esas calles de la amada y odiada Lima.

Pd. Por cierto Joana regresará, solo se fue a su país a resolver unos papeleos, y los rastros "sensibles" del artículo son exclusividad del cronista.

Atte. Los editores.


06-05-14