Se ha subido al carro. Solo, solo frente a todos, ha hecho bailar
a las palabras como solo él lo sabe. No deja de perder la arraigada costumbre
de mirar a los ojos de los pasajeros, de los oyentes, ojos dispuestos para la
contienda. Son los ojos que retan. Un señor que va con su pareja y el niño en
faldas detiene el juego. A medida que avanzan los pasajes de teatro y poesía, su
mirada se va cimentando. Yo diría que recuerda una etapa bonita en su juventud.
Por ejemplo, que escribía y enamoraba a las muchachas con el son de su
guitarra. Para mí, esa es la mirada del futuro.
Me bajo, me han aplaudido. Apenas han sido unas pocas
monedas pero, ¿cómo podría describir el llenado de alma que me dan los aplausos
de esa señora de rebosantes mejillas que me mira sonriente y me dice: lo has
hecho muy bien, tienes vena artística…? Me bajo, me despido de un vecino nuevo
que me dice que, al igual que yo, tiene problemas y los supera en la diaria.
Intercambiamos contactos y nos despedimos.
-¡Poeta!-me grita cuando ya ha cruzado la pista. Veo su brazo izquierdo elevarse y darme el
ademán de despido.
Lo que viene es… Un encuentro entre muchos, diálogos,
conversas, "salud", rostros rojos de alcohol y no de ira. Me llegan algunos elogios: “oe
qué chévere este tipo”. Yo siento algo de malestar en el pecho hinchado: quien
me gusta le da besos a su compañero, alguien a quien fácilmente no le
prodigaría mis silencios, mi amistad.
Me llega un mensaje: ¡Bien! ¡Voy para allá! Un vaso, líguido mágico y me despido. Chau.
Muchas imágenes me atacan, ráfagas de luz, cuadras desconocidas,
instantes de oscuridad que se hacen rápidos por mi caminante euforia. Llego a
la Caribe por alguna vía oculta de Salesiano Pazos. Tomo un carro. Mis pies se
agitan, pisan raudos la superficie de lata del carro. Me cobran cincuenta de
más porque han descubierto mi mentira. Yo solo me río y pago lo debido. No sé
cómo pero me hice amigo de un pasajero, lo digo porque me bajo del carro
matándome de risa, o siquiera sonriendo. Me bajo en Olonense, precisamente por
una de las arterias de la ciudad que más me gustan. Camino campante, con mucho
de entusiasmo por el predecido sentimiento que tengo de que será una noche
fantástica. De hecho, no razono, voy empapado de ideas locas, la lógica pronto
se fue a dormir. Las paredes naranjas de un convento, las cantinas con
borrachos provincianos y música provinciana, las prostitutas de protuberantes y
deseadas condiciones: todo ello aparece conforme Lucía se acerca hacia mí.
Llegando a Lucía veo lo que vi en los eneros y febreros,
mucha gente, mucha juventud. Hay un concierto en una calle cercana, hay pistas
húmedas que reflejan el armónico desorden de esta noche nuestra. Tan pronto
llego, todo me parece conocido: las pintarrajeadas paredes, los
establecimientos de cultura cerrados –solo por la hora-, las desvencijadas
puertas, los vecinos de Lucía que salen de sus casas marginales y empiezan a
beber en la calle y también a convidar alucinógenos a los paseantes.
Se aparece Carmela. Está con un joven. Me duele en el
interior, creo que la abrazo y le saludo por su pasado cumpleaños. Qué triste,
la recuerdo poco. Continúo mi avance entre tanta gente tomando en las gradas,
apoyadas en las paredes, inclinadas en los carros estacionados. Las paredes del
mítico restuarante y bar Wenceslaito están custodiadas por jóvenes de diversas
procedencias que han venido a tomar. Miento si les digo que se logra escuchar
la presentación que sabatinamente hay en el Wenceslaito. Por lo menos nos cae
su luz: en la pista se ven reflejados los barrotes del interior del
Wenceslaito. Como sea quiere ser parte de la calle, pienso, la “encerrada”
cultura de este bar.
Voy, he venido por algo y alguien. Llego, está en una
esquina junto a sus amigos, me sonríe, yo sonrío, nos abrazamos, hay alguien
que ni me mira, dizque mirando el celular, pero yo no me hago problemas, me dan
una cerveza, bebo, converso, voy de aquí para allá. He visto a la pareja más
acertada de esta comunidad: un par de rockeros que si no fuera por la barba de
él y la muy curvilíneas figura de ella serían lo que son: un par de niños.
Volteo, veo una cara conocida y le gasto bromas que hoy me reprocho pues
apenas lo conozco. La bebida.
En eso, imperceptiblemente, la veo, está ella ahí. ¡No la
veía hace tanto! ¡Se los juro! Y no por ella vine, pero estaba. Me acerco a
ella, ella me obsequia una sonrisa que todavía hoy conservo en mi cavidad
auditiva (solo basta que cierre los ojos para oírla), no sé cómo pero me
enternece que se ponga autoritaria conmigo pues, creo, me burlé de una de sus
amigas. Debe ser porque la recuerdo hondeándose como un girasol mientras se
ponía en posición de yoga, una vez que nos fuimos por la mar. Cotejar la imagen
de niña con la de madre recta me produce una risa demasiado sospecho…
¡Despierto! ¿Y ella? ¿Y todos? ¿Y los lacios y largos
cabellos? ¿Y los hombros desnudos? ¿Su caminar bailante? ¿Y la callada poetisa
de mirar muy serio? ¿Y las parejas? ¿Y la vida libre de ese lugar? ¿Dónde? ¿Dónde
las luces naranjas? ¿Dónde las calles con cervezas? ¿Dónde la rivalidad de
luces entre el Wenceslado y el Don Silvio?¿Cómo? ¿Otra…? ¿Otra vez…? ¿¡¡Noooo…!!?
-¿Eh… Julián… y esa
cara de gato mojado?
-¿Ah…?
-¡Trabaje, hombre! Que
estás perdiendo el tiempo en ese lugar. Será mejor que cierre la ventana, ¡mucho
te distraes!
-No, no, no, profe, no
–lo detengo-. Ya termino, vea. Solamente pensaba en que tengo muchas deudas, y
debo de pagarlas… Solo eso…
31-05-15