domingo, 18 de mayo de 2014

¡Oiga, caballero! Una tropa de payasos en el Pérez Araníbar

Después de oír las palabras de Silencio El Viajero, Paola (“Pola” para los amigos), mi amiga y yo caminamos por las cuadras de la av. El Ejército sin rumbo fijo. Silencio El Viajero, el joven peruano que lleva arte por los rincones de Latinoamérica, ha hecho su escala en un local de la municipalidad de Miraflores y ha alegrado a los niños que llegaron para verlo. Ellos se han reído y sus padres se han llevado un mensaje de defensa al medioambiente y de defensa a la humanidad: “Yo tengo una manzana y tú también puedes tener una manzana. Si las intercambiamos, al final tendremos lo mismo: manzanas. Pero si yo te doy una idea y tú me das una idea: algo ya ha cambiado.  La sociedad necesita eso para vencer tanto individualismo”. Al momento de acabar su presentación, tras recibir el cariño de amistades, público y familiares, su buena vibra prosiguió: “¿Quieren hacer teatro? ¡Háganlo! ¡Háganlo! Siempre habrá alguien que les dirá que no se puede, pero esos son los miedosos, los que se quedan. Salgan y guíense por el corazón”. Silencio dice que todo lo que ha aprendido (que va desde malabares a cuentos orales, o de teatro hasta payaso) lo ha aprendido en la calle. Para lograrlo, bastan las ganas. Dicho esto, nos pide que le escribamos, nos da un abrazo a los tres y se despide con una sonrisa en el rostro. Silencio ha cumplido su trabajo.

Paola López se siente muy identificada con el optimismo de Silencio. Tal identificación es inversamente proporcional a lo que su carrera demanda investigar: la política. Paola estudió Ciencia Política en la San Marcos y, aunque pronto se dio cuenta de que no le gustó, la terminó. “Me gusta terminar lo que empiezo”, dice Paola con fácil sonrisa. En estos momentos, lleva clases de clown y se nota que las disfruta y la tienen muy animada. He ahí una segura razón por la que la encontramos en “Manotas lúdicos”, el espectáculo de Silencio. Definitivamente lo es: Paola nos está llevando al Puericultorio Pérez Araníbar, lugar donde habrán payasos alegrando al público. Encontramos un destino.

En el Pérez Araníbar

Son las 7:26 y llegamos a la puerta más próxima a la av. Brasil del centro para niños. Equipados con un cuadernos, lápices y tajadores, hacemos nuestra entrada al centro. Cinco o seis árboles, debidamente cuidados y colocados a la entrada, dan la apariencia de ser uno solo gracias a la gigantesca copa que el visitante tiene frente a sus ojos. Seguimos avanzando. No nos hemos perdido –como ha ocurrido con otros- porque mi compañera tiene buena vista y ha distinguido la flecha verde que indica hacia dónde debemos de ir. En ese momento tengo un pensamiento tonto: “¿será porque ella va más seguido al teatro?”.

A nuestro paso, la antigüedad de las edificaciones habla de su majestuosidad. Diría que es arquitectura colonial si no fuera porque un hombre que siguió arquitectura en sus años mozos me señala que la mayoría de las construcciones pertenecen al modernismo de inicios del siglo XX. Sin embargo, no sabe decirme con precisión a qué escuela del modernismo pertenecen.

El salón en que se da la muestra del taller del colectivo La Tropa del Eclipse también es de corte modernista. Frente a él, hay un salón igual de idéntico. Ambos son atractivos a la vista y están separados por un patio que, si se le sigue de frente, da al mar. En el salón de la izquierda, se venden empanadas y dulces hechos por los mismos chicos del Puericultorio y, en el de la derecha, los payasos harán reír.

Unos minutos antes de iniciar la función, Alex Ticona, el director de la muestra y miembro de La Tropa del Eclipse, hace un llamado para que la gente forme una fila y entre al salón ordenadamente. Antes, por supuesto, los mayores hicieron su entrada. Las personas ingresan de diez en diez y, con prontitud, el auditorio está repleto. Para oxigenar un poco el aforo, Alex invita a los que deseen a sentarse en el piso de la parte delantera. Mi compañera y yo formamos parte de la zona VIP.  

Siete maneras en que has de reírte

Las luces se apagan por segundos y se encienden para que aparezcan seis de los siete payasos que actuarán esta noche. Posan para las cámaras, pero solo salen, ahora, cinco. Uno que parece Larry, el de Los tres chiflados, es obstinadamente dejado de lado. Al irse todos, queda un personaje que hace de doméstico. Barre con timidez las losetas del salón la casa y mira con igual azoramiento al público. Solamente tomará valor al momento de combatir a una molesta mosca que se ha posado en la nariz de un espectador. Al intento de ultimarla de un escobazo, las luces se apagan y él desaparece.

Con el regreso de la luz aparecen las historias de un gordo deprimido sediento de vodka, la de un payaso rocanrolero de malhadada columna pero de fino talento, la titánica lucha de un torpe payaso contra una mosca atómica, la de un latin lover que pone nerviosas literalmente a las damas y de otro que las conquista con facilidad, y, finalmente, la de una payasa ancha y grande que guarda en ella una dialéctica del olor. La obra, que dura cerca de hora y media, finaliza con la aromática felicidad del abandonado gordo de inicios de la obra. Nuevamente, salen seis de siete.

El público ha reído por montones y ha aplaudido más. Era algo que se merecían estos payasos que se han preparado durante seis meses para presentar un show impecable. El salón, como decíamos, lucía lleno, y los de atrás tuvieron algunos problemas para ver la obra. Pero este problema fue medianamente resuelto cuando un par de payasos fueron hasta allá para vacilarse con el público. Los que no pudieron entrar veían el espectáculo desde afuera y también se mataban de risa.

Trabajando en serio por los chicos

La entrada para ir a ver a “Los extravagantis” era gratis, pero la salida, como se dice en la jerga del mundo artístico, “no tanto”. Un sombrerito dejado por Ticona, situado encima de dos sillas para estar a la altura del respetable, hacía de caja. La gente se dirigía hacia allí para dejar sus monedas (“preferentemente las de borde plateado”) y también para abrazar y felicitar a los payasos. Un payaso, que decía que ser payaso era un trabajo serio, agradecía las muestras de afecto. Lo decía con la seguridad que le autoriza su cargo: la de ser director del Puericultorio.

“Los extravagantis” fue una obra imperdible. Para dicha del público, esta muestra es una antesala para posteriores puestas en escena que con seguridad nos enteraremos. De momento, lo recaudado servirá para apoyar a los chicos del Puericultorio, como asegura la Sociedad de Beneficencia de Lima Metropolitana. El rebosante sombrerito servirá para completar los gastos escolares de los infantes residentes que las donaciones hechas por el público asistente no habrían de poder cubrir. Como sabe que el dinero no lo es todo, Carlos Canacho, el director, extendió la invitación al público para que concurra a la inmensa cuadra seis de la Av. Del Ejército, que es donde queda el Pérez Araníbar, y hacer voluntariado con los niños. Stefany, mi acompañante amiga, me mira con asombrada esperanza.

La situación es complicada, pero más llevadera cuando hay alegría de por medio al momento de superarla.




18-05-14

sábado, 10 de mayo de 2014

Fallido intento de verla

Le he consultado al sereno dónde queda Las Siluetas 1470. Me ha señalado, mirándome con algo de desconfianza por la hora, que está a la paralela de Posada, la avenida principal. Le he agradecido con un respeto impropio para su investidura ("gracias, batería") y he seguido mi camino. Paso por el puente Sansía y siento algo de escalofríos de solo pensar que fueron más de una centena las personas que de ahí se arrojaron en el transcurso de 10 años. Esas macetas de girasoles que se ven en cada terminación de sus cuadriculadas rejas tienen mucho sentido ahora que lo pienso. ¿Le gustarán las flores? Tan cursi no es ella.

No pasa ningún carro, por eso la quietud. Apenas se escucha el trote de los madrugadores deportistas. Impertérritos ellos, corren a mi lado; muy atentos a su meta, muy complacidos de la música que escuchan desde sus reproductores. El puente queda atrás y como por arte de magia una tímida garúa empieza. Me saco los lentes y levanto la cara para recibir algo de frescor. Como no hay nadie alrededor me detengo, relajo los hombros y deseo que mi cuerpo reciba las pequeñas gotas del cielo. Sigo mi ruta pues el claxon de un carro que va a entrar al inmenso edificio suena con fuerza y me interrumpe. Un guachimán, despertado de su sueño, va torpemente a abrir la puerta de la cochera. El carro entra con rapidez.

“Qué locura de ciudad”, pienso haciendo un alto a mi vorágine interior. Son cinco las cuadras que he avanzado y esa garúa ya acabo. En la vereda de enfrente de este barrio poco conocido para mí, tres extranjeros ponen sus tablas de surf a buen recaudo en la parrilla de la 4x4 que los llevará a no sé qué playa sureña o norteña. Deben de ser profesionales pues esa camioneta lleva el logo de una conocida marca de deportes norteamericana. Carros del mismo modelo o de similar valía quedan estacionados en esta cuadra de apenas 100 o 150 metros de distancia. Lo mismo ocurre en las dos siguientes cuadras. Es un barrio pituco que, asombrosamente, no tiene rejas.

Tan “interesado” estoy en observar las fachadas y los semblantes de esas personas sentadas en sillas de madera en las esquinas que no me doy cuenta de que he pasado la dirección. Veo una luz azul a lo lejos y pienso en acercarme al sereno para pedirle que me detalle sobre mi destino. Pero está como a cinco cuadras y realmente estoy cansado. Ya fue. Me guío por mi instinto y regreso a la otra cuadra. Veo el poste que detalla los nombres de las calles y leo con alivio pero también con inquietud: “Las Siluetas 15”.

¿Por qué estoy acá? ¿Qué hago acá? Es una tontera… Ella no está, debe dormir ya. O quizá, como es viernes, anda donde la loca esa de su prima, esa que organiza reuniones con los de su universidad. Peor aún: puede estar con otro. Aguanta. Son huevadas. Ella ya me puso las cosas claras, ya fue. Pero igual deseo verla. ¿Y si la encuentro? Ya es tarde; quizá me la encuentre cuando esté a punto de entrar a casa. Pura “casuela”. Eso puede ser. Ca.ra.jooo…

Sigo apoyado en el poste y soy testigo de cómo mi orgullo y mi apasionada personalidad se debaten a duelo. Tengo 21 años y sigo con estas chiquilladas. Pasan dos “tíos”, los dos son de la zona y están lanzados. Me han mirado de manera desafiante y con ojos rojos. Pero son pavos, pues. Son de la zona, una zona pituca. Sonrío de la estupidez de ellos y los olvido.

Mi espalda se despega del poste. Pero no fue por ellos que me moví; fue gracias al sereno. En el mismo momento en que esos giles se fueron, una moto aparece. Lo madrugo:

-Jefe, ¿Las Siluetas?-pregunto con actoral voz de “periqueao”
-Esta es –responde al instante-
-Ahh… gracias, gracias.

Me hace un rápido examen con su mirada. Como no ve nada sospechoso –solo un joven de fiesta más- se va. La lucecita azul se aleja.

Pero me he vuelto un manojo de nervios. Mi voz es gruesa, potente. Para ser las 5:00 am de la mañana y no haber carros mi voz ha sonado fuerte. Ha sonado y ella me ha escuchado. Yo no tengo dónde poner la cara. Da igual que frente a mí aparezca un enorme edificio y que tenga como 50 departamentos: sé que me ha escuchado así esté en el piso quinto. “¡Putamadre, qué roche!”, protesta mi descubierto orgullo.

Me gusta un montón pero me ha cagado. Me gusta pero me caga. Un aluvión de pensamientos me golpea. “Ella te está viendo”. “Pobrecito no le paran balón”. “Ya oe, no seas huevón, olvida”. La imagino cual Julieta en su balcón mirándome con lástima: qué cólera por la putamadre. Me doy por vencido: ¿qué hago?

La normalidad de mi caminata cambia de repente. Mi espalda se encorva y doy pasos zigzagueando. Mi cabeza da las vueltas más lentas del mundo y toco la pared para guardar equilibrio. Pasos hacia adelante pero con dificultad. Así hasta terminar el edificio y doblar la esquina.

“Mensaje enviado”. No aguanto las ganas de verla. Así me guste y me cague. Putamadre, para qué bebí tanto…


10-05-14


sábado, 3 de mayo de 2014

Los chinos en el barrio

¡Qué cambios sufría el barrio desde hace años! Se construyeron y se completaron casas, vinieron nuevas gentes, llegaron los servicios y los ruidos de la avenida se hacían cada vez más constantes. El barrio se había modernizado y los vecinos invertían bien los sueldos obtenidos en remodelar sus respectivas viviendas. Algunos, los más desencantados, se iban a departamentos cerca al mar. Pero eran unos tontos: ¿acaso podían captar la esencia del barrio en ese rectángulo de ladrillos y habitaciones que parecían ratoneras? Nada que ver. No por algo contaba María Jesús lo desdichada que se sentía cuando salía de su casa y se encontraba con un vecino en su exclusivo departamento de Magdalena: “Somos como robots”, decía con mucha lástima. “Vivimos ahí como más de seis meses y ¡no nos saludamos!”. María Jesús hacía tiempo que había dejado de ser la enamoradiza de la escuela. Ahora era una reluciente abogada. Una reluciente abogada con problemas en el lugar donde vivía.

Los del barrio se acomodaban a los cambios. Los robos aumentaban pero eran esporádicos. Lo suficientemente irregulares como para ponerse alertas. Los escarabajos daban paso a las potentes 4x4, pero también cerraban el paso: las pistas, otrora centros de esparcimiento, se veían invadidas por los tremendos carromatos quitando expectativa al juego de la muchachada. Muchachada es un decir, un nostálgico decir, antes los chicos salían en bandas de 15 o 20. Ahora resultan poco más de seis o siete. Da igual… alegran al barrio con su griterío menos a don Constanzo, que cada vez que puede, lanza sus lisuras que nadie entiende ya. Don Constanzo guarda en su interior –aunque no lo quiera aceptar- simpatía por los niños. En las tardes de los sábados salir a gritar era su nueva distracción.

Había una casa en especial. De tres pisos y amplia azotea, la casa de los Tirado era un interminable jolgorio los fines de semana. Los viernes para los jóvenes y los sábados para los mayores. El cuarentón don Genaro Tirado, quien en sus años mozos no salía mucho de su casa y por ello era tildado de pavo, se vengaba de los vecinos al tirar la casa por la ventana en sus muy connotadas fiestas. Por supuesto, los vecinos no eran invitados, salvo los de las casas aledañas. Genaro Tirado, dueño de una empresa importadora de automóviles, disfrutaba de los TLC’s firmados por el Estado peruano.

Aquel día, el señor Flores sacó como siempre su banca y se sentó. Tal cual lo hacía en su natal Camaná, se disponía realizar la tertulia de los sábados. Pero esa noche ocurrió un problema. Su compinche, el aceitunado señor Vásquez, tenía una obligación que atender en una peña por el aniversario de sus nietos. El señor Vásquez había viajado por gran parte de Latinoamérica debido a su esplendorosa voz allá por los sesenta. Hoy, a sus setentaitantos años, otro era el cantar. El señor Flores pensaba que se quedaría solo pero era erróneo. Su pequeño nieto Tadeo sacó la pelota y empezó a hacer dominadas. Para sus cortos 8 años, era todo un prodigio.

-¿Y quién quiere el premio?-bramó el payaso desde la azotea de al frente, toldeada con telas rosadas y blancas.
-Yoooooooo-respondieron en estribillo los niños-. ¡¡¡Yo, yo, yo!!!

El señor Flores, que en orgullo nadie le ganaba, ni se inmutó. Tirado había llevado su venganza a límites excesivos. Ni siquiera se dignó a invitar a los pequeños del barrio, que no tenían nada que ver con el bullying que le habían hecho los “grandes”. Pero tal era la venganza de Tirado: hacer una fiesta e invitar solo a los hijos de empresarios de otras filiales y poner los parlantes a todo volumen. Era un pedante ese Genaro.

-¿Abuelito, y mi premio?-preguntó un niño que lo había escuchado todo desde abajo.
-Bahh –soltó el señor Flore con aristocracia- ¿sabes qué da ese payaso?
-¿Qué abue? –preguntó Tadeo-.
-¡Juguetes chinos!
-Ja,ja,ja ¡¿pa’ eso?!

Y reanudó las dominaditas como solo él sabía hacer.

03-05-14