I
Es un hombre ciego, de canas, de
paso lento. Pese a los años, se ha chocado con la pared. ¿Un
ciego inexperto? No, es la edad. Una mujer se encuentra en el camino de eterna
noche. Se impactan los cuerpos. La mujer lo evita. Y con una sonrisa torpe y
avergonzada le dice: “Por aquí no, por aquí no”, guiándole. Ella y la chica que la
acompaña llevan faldas que sobrepasan sus rodillas. El objeto que recibió
también el impacto del ciego es un stand de revistas cristianas llamadas
Atalaya. El ciego, por medio de la vereda, sigue su camino. La mujer sigue con
su labor.
En el borde de la Av. Arica, una
imagen del horror. El ciego se tambalea en el borde de la pista en su solitario
intento de cruzar. Nadie lo socorre. Deben de estar muy preocupados. Yo soy un
caldero.
-Señora –digo aguantándome las
ganas de decirle cualquier cosa.
-Sí…
-¿Señora, usted es creyente?-la
busco.
-Soy testigo de Jehová.
-¿Por qué es creyente? –persisto.
-Por…
Es lenta, demasiado lenta.
-¿Por qué da la biblia?
-Es una revista cristiana-atina a
decir-.
No me entiende. Le planto el
argumento.
-¿Así que usted sigue lo que dice
Cristo? ¿El amor? ¿La solidaridad con el pobre, con el desválido?-le digo atropellándola
con mis palabras. Todo es muy rápido: no recuerdo su rostro.
-¡¿Entonces-sigo-por qué no va
donde ese señor y le ayuda a cruzar?!
La señora responde:
-Porque estoy acá…
Llego donde el señor, después de
mirarla con una incomprensión que más que a incomprensión sabe a asco.
-¿Le ayudo?
-Por favor…
A ambos lados de nosotros, dos
hombres. Tienen la mirada de la hipocresía, del hijo de su puta madre que no
reacciona ante una situación elementalmente necesitada de ayuda: un hombre
anciano y ciego en una de las zonas no solamente más perdida de respeto para el
peatón, sino la situación de un hombre en una ciudad hueca, vana, de imbéciles
que detienen la mirada y la dejan lela, absorta, y ni siquiera disfrutan la
música de sus aparatos tecnológicos; ciudad de hienas de competencia imparable
en las que el Facebook del Iphone es el pretexto favorito para volverse una
pared y no ver ni hablar con el otro que existe; anónimo lugar en donde pueden
dejar ser, por constantes y - pero aunque no lo sepan- realmente privados
momentos de pública “plenitud”, esa que tanto buscan en sus vidas de roedores
que agitan la rueda giratoria que los cubre.
Todo esto es dicho en voz alta.
La cobardía se deja seguir sintiendo putrefacta. El cabrón de lentes me mira y
en segundos me quita la mirada. Momentos más tarde se juntará con la gente de
su barrio, fanfarroneará por lo bajo y dirá: “A ese culito rico se la meto
hasta el fondo”. A mí no me responde nada de lo dicho.
Cruzo con el señor, soy una caja
de insultos. La conciencia, sin embargo, me habla: Él vive esto todos los días.
Cambio de tema… No. Me vuelvo un silencio.
II
Suena otro claxon atronador pese
a que no es necesario en este círculo de maniáticos en el volante. El bus con
sus sonámbulos y desechables pasajeros pasa muy cerca de nuestras narices. Esta
vez mi ciego no lleva un bastón plegable sino un asiento de madera en la que
posiblemente se sienta para pasar el rato. Lo he encontrado en medio de la
noche oscurísima sin que ningún transeúnte lo ayude.
Le digo: “¿Míster, lo ayudo?”
“Sí, joven”, responde con voz
seca y experimentada.
No hay espacio para el optimismo
que viví hace cuatro años como chico bueno que cruza a los “pobres cieguitos”.
No hay optimismo, no hay alegría por ayudar. Lo sé pues apenas me ha respondido
eso el ciego que no lleva bastón, mis ojos le han echado sangre que no saldrá
nunca a la misma señora que vende las revistas de la religión del amor al
prójimo.
Nos miramos. Ella me mira y yo
también. La odio con la mirada.
A los pocos segundos, empieza
mirar al piso.
18-03-15