Era policía escolar.
Prácticamente el soplón del salón. Buscaba imponer respeto en el salón y creo
que por eso, en esa primaria de todos, no lo consideraban. Pese a ello, como
Javert, parecía que tenía un alto sentido de la responsabilidad y del orden. Hasta
en las afueras de la escuela pretendía que cada escolar mantuviese las formas.
Eso, una vez, no le gustó a mi hermano.
-¡Maricóooooooooooooon!-le gritó
una tarde de viernes, las más esperadas para los escolares.
-¡Cabro conchatumare!-siguió su
amigo.
Edilson, que estaba parado en una
esquina mirando el tránsito y comiendo yuquitas, se exasperó. Las terminó de un
bocado y los correteó silbando como si tuviera un pito en la boca. Sí, se
tomaba muy en serio su labor.
-¿Qué chucha pasa? ¿Qué chucha
pasa? –decía mientras se acercaba raudo.
Pero ya mi hermano, su amigo y yo
estábamos muy lejos de él. Yo miraba todo extasiado, miraba cómo mi hermano hacía
de malazo junto a su amigo. Vi una piedra volar hacia Edilson. A los cinco
segundos, otra piedra surcó el aire. Todas ellas en busca de amedrentar al policía
escolar de la primaria.
-¡Avanzaaaaaa, payasito escolar!
Edilson, superado en número, y
sin la calle de mi hermano y su amigo, optó por la retirada. Sus largas piernas
uniformadas dieron un par de zancadas y un árbol fue su recaudo. “Ya van a ver”,
fue lo último que dijo.
2.
Cuando llegó a la secundaria, las
cosas cambiaron. El tiempo hacía lo suyo y las dinámicas del barrio también. La
Peseta, ese barrio de blocks, se fue volviendo más peligrosa a medida que los
chicos de la zona descubrían que ser de barrio era chévere y “rankeador”
gracias a las películas centroamericanas en las que se profundizaba en
historias de maleantes, pistoleros, pandillas, etc. “El loco Malteao”, una peli
pésima que trataba la historia de un tal Malteao y sus amigos superó toda
expectativa entre los chicos de la zona, esos que mi abuela decía: “¡No saben
ni limpiarse el culo y ya están con enamorada!
Pronto formaron una barra y las
calles, las esquinas de la zona se fueron volviendo cada vez más arriesgadas.
Sobre todos los viernes por la tarde en que empezaban a tirarse piedra con los
de otro barrio vecino, la UC9, que era del equipo contrario, y que reproducía
también la idea del barrio maleado.
Los chicos del barrio y no del
barrio vieron en la barra un grupo, una tribu, un lugar donde pueda anclar el
tiempo libre, un circuito donde su identidad se vea creada y realzada. Entre
los chicos que hicieron su ingreso estaba Edilson. Muchos amigos míos también
pasaron sus meses y algunos años por la barra de La Peseta. Yo y Gustavo, un
amigo del cole y que vivía por mi casa, no. Gustavo era recontra palteao’ con
los de La Peseta y en parte tenían razón. Un tiempo atrás uno de ahí le buscó
la bronca y Gustavo tuvo que hacerse el gil. Desde esa vez, cuando nos íbamos a
jugar partido a la cancha cercana tenía que soportar su paranoia y tomar un
atajo.
-Ahí están los de la peseta- me
decía mirando al piso y cogiendo con las manos su balón. Parecía una niña con
sus muñecas.
3.
Edilson dejó el colegio y no supe
de él hasta que un día de verano, en el que yo iba a clases porque jalé un
curso y llevaba el vacacional, lo vi sentado en la banca de la escuela. Estaba
peluconazo y sentado como un “faite”. Lo miré de reojo y seguí de largo.
Carmelita, una chica que vivía
frente al colegio, como muchas otras y otros, también se interesó en ver qué
sucedía en La Peseta. Por eso mismo, después de clases, ya cuando estas
empezaron, tuvo por costumbre bajar a ese barrio cercano. Pronto se hizo
conocida y los varones del salón la fuimos viendo con otros ojos. Era el
segundo año de secundaria.
Para ese año, el cuerpo de
Carmelita ya había superado las transformaciones que en el cuerpo de la mujer
se dan. Una súper cadera, unos senos que rebotaban lúdicamente cuando teníamos
el curso de educación física y corríamos, y una actitud muy “entregada” y
curiosa hicieron de ella el imán de las miradas de los chicos del cole y de los
barrios cercanos, entre ellos La Peseta, y de ahí de Edilson.
En ese entonces, Edilson había
dirigido su enfermiza aplicación a despuntar en la barra. Con tres años
cumplidos ya tenía un nombre ahí. Era rudo, sí, pero con los chicos del cole,
del cual captaba algunos malandros para la barra, era pata. En un tono lo conocí
y me pareció buena onda. Aprovechando eso, cuando iba al mercado o a la
canchita cercana a La Peseta, contagiado por el razonable miedo de Gustavo,
elaboraba en mi mente ideas como: “Habla, barrio, ¿qué fue? Yo soy primo de
Edilson”, para que no me roben los ya infranqueables chicos de La Peseta.
4.
Una vez, a la salida del colegio
vimos a Edilson, ya con el pelo recortado y al rape, esperando a alguien en la
esquina. La mancha colegial se acercó a él y le hicimos el habla como era
habitual. Hablamos de la pichanga, del barrio, de los tonos, de las flacas, de
todo. En un tema importante para el momento, es decir, sobre qué barrio hacía
qué y quién era el mejor, Edilson se fue del grupo. Era raro porque él era el
más interesado con eso. Pero sucedía que este chico, ex “payasito escolar”, iba
a recoger a la famosa Carmelita, la cual, seducida por la fama de chico malo de
Edilson, lo besó en una fiesta de esas que siempre habían en La Peseta. Desde
esa oportunidad salieron y Edilson la iba a buscar a la escuela.
-Hablao’ pe’, batería-fue lo que
este dijo en voz altísima y bien maleada y se fue abrazando todo faite a
Carmelita, quien movía mucho sus caderas cuando caminaba.
5.
Si bien todavía no terminábamos el
cole y muchos de los de mi edad todavía seguíamos recibiendo el aforismo de la
abuela (“…ni limpiarse el culo saben”), casi todos nos las dábamos de malcriados.
Pero, a ciencia cierta, los verdaderos malos eran los de La Peseta. Por lo
menos en la zona, ellos eran los bravos. Luego, cuando empezaron a bajar para
robar los del Callao, las cosas fueron cambiando.
Pero, antes de que las cosas
fueran para peor, uno de los de La Peseta fue apadrinado por uno de los bravos
del Callao. Gracias a esa alianza, las cosas volvieron a la turbia normalidad.
En ese contexto, Edilson ya se
había vuelto un desadaptado total. Portaba armas, se alucinaba químico y
preparaba su propia cocaína e inició tendencia en el barrio al tatuarse las
primeras estrellitas –que estaban de moda- en la pierna izquierda.
Cerca a La Peseta había un
terreno vacío que pronto fue puesto en valor. Un enorme afiche fue levantado y
se leía lo siguiente: “Pronto los departamentos más cómodos para tu familia.
Informes aquí”.
Era el boom de la construcción.
Había dinero en la capital y mucho de ello se destinaba a infraestructura. El
dinero negro, con esa sagaz nariz que tiene, pronto vio en él una oportunidad.
Los capos de la droga y la delincuencia empezaron a lavar su dinero en
residenciales, restaurantes y todo negocio de fachada. También los antiguos
tirapiedra encontraron trabajo como obreros. Incluso se formaron sindicatos.
Estos, sin embargo, eran muy distintos a los anteriores. No defendían derechos
del trabajador ni representaban idearios políticos. Solamente se interesaban en
extorsionar a los ingenieros y ver satisfechos sus bolsillos. Nada más.
Edilson, y muchos de La Peseta,
ingresaron. Era común ver a los de esa mancha en una esquina cercana a la obra.
Algunos con sus táperes de comida, otros con uniforme naranja de obrero y ojos
bien rojos en la hora del descanso.
-Láaaaaanzala pe, chino-me decían.
El olor a marihuana se expandía
por los altos de los edificios.
6.
-No sabes la última-me contó un
causa cuando nos alistábamos para ingresar a la pre.
-¿Qué fue?
-Los tombos están que buscan a
Edilson.
-¿Por qué?
-Porque ese huevón se ha bajado a
uno del Callao.
-Hablas huevadas- le dije.
-Sí, compare. Fue en la obra. Uno
de esos huevones le metió un quechi a Edilson. Y este todo locazo y fumado se
fue a su casa. Sacó su fierro y de tres balazos se lo bajó. Dicen que se ha ido
para Huancayo, Cusco, no sé.
Era verdad. Edilson, cada vez más
malogrado, fumaba y fumaba junto a la mancha cada vez más perdida de La Peseta.
No solo él llevaba pistola, sino la mayoría del grupo. En realidad, Edilson no
había matado a ese otro obrero del Callao. Solamente lo dejó cojo. Por un
tiempo, La Peseta y los alrededores eran sitiados constantemente por avezados
delincuentes que venían a buscar venganza. Fueron tiempos difíciles en las que
constantemente las noches de la zona eran sacudidas por pistolazos y lisuras de
muy alto calibre. Felizmente, eran formas de amedrentar pues no hubo nunca un
muerto que haya tenido que ser lamentado. Edilson, pendejísimo, encontró un
buen lugar en la región de Apurímac. Para variar, se cachueleó allá pasando
droga en la frontera de Perú y Brasil. Incorregible.
7.
Hoy La Peseta no tiene la fama de
antes. A veces se puede caminar por las
noches por sus calles y una que otra vez te roban, pero es gente de otra parte.
Los chicos de La Peseta han cambiado de estilo de vida. Trabajan, estudian,
etc. El tirar piedras fue solo una época de sus rápidas vidas. Pero ese no es
un destino compartido.
-Hablaaa, chinooooooo-me dice una
voz y yo volteo asustado.
En efecto, ese grupo de cuatro
personas que han cruzado la calle haciendo mucho ruido y caminando por toda la
vereda como malos son de La Peseta. Entre ellos hay uno que me reconoce y me
saluda.
-¿Qué haaay, loco? –digo mecánicamente
y como cortesía pues no he distinguido a mi interlocutor.
Sus tres patas me miran, me
tasan; uno de ellos escupe al suelo. Rocko y yo caminamos más despacio pero yo
sigo mirando, forzando la vista.
Desmoñando marihuana a vista y
paciencia de todos, Edilson junto a sus amigotes van por las frías veredas de
esta noche buscando una manera interesante de pasar el rato.
A lo lejos han
visto a alguien. Los cuatro apuran el paso.
13-10-14