Es la plaza de Barranco. Es jueves por la tarde. El viento ya empieza a correr. Hay personas, pero estas caminan sobre todo, van de aquí para allá. Entonces el área que da a la biblioteca, por ese anfiteatro, anda vacío. Dos árboles, contrapuestos, se miran. Son más de las cinco de la tarde y la gente se empieza a liberar de las amarras del trabajo, también del colegio. Una manchita de cinco escolares, de primaria con seguridad, se aparecen con ese andar de chibolos despreocupados. De inmediato se instalan en esa área y yo temo por mi pizza y por mi hambre. La pelota empieza a rodar.
Es un equipo de dos contra dos. Al inicio, lo
que se ve es aquel juego desorganizado, casi sin ganas, de los chibolos que
juegan por jugar. No hay pelotazos, ni tiros largos, normal entonces, me digo.
Aunque de vez en cuando devuelvo con el pie lleno de arena la pelota que llega
hacia nuestra banca. Primero la elevo, a la siguiente la piso y luego la elevo
con la punta como intentando que alguno la pare de pecho, como intentando
también decirme “aún la tienes, campeón”.
Sigue la charla con Isa. Hablamos de nuestras cosas, de la vida, del proyecto de cada uno. De pronto, el juego de los muchachos se ve interrumpido. Es la antigua, es el “oe’ pa’ jugar pe’” de un par de muchachos recién llegados sin uniforme. Isa y yo nos vemos, la interacción. Uno de los chibolos, que está “en la banca” que es una grada, se agrega a la conversa de si los aceptan o no. “Es que no es mi pelota”, “dile a él”, “oe, pero tú que dices…”, se pasan la pelota del sí. Los chicos del Saco Oliveros están ante la prueba del juego de la calle. Los recién llegados, por la fuerza de las cosas, ganan. Atrás de ellos, un hombre viejo, celebra el ingreso. Es… como si fueran sus pupilos.
Rueda la pelota, 2 contra 3 del colegio. Yo me
olvido de esta conversa muy importante de adultos pues uno de los recién
llegados, un muchacho de chompa azul marino, short negro y gastadas zapatillas
de fulbito rojo oscuras, empezó su baile y quiebra las cinturas de los
escolares que o caen al suelo o conocen la burla en el balompié.
Isa y yo estamos enganchados. “Qué paja ver
esto”, digo acordándome de los tiempos en que mataperreaba y jugaba al ras de
la pista. “Qué paja ver esto… aquí en Barranco”. El chibolo de chompa azul no
deja de mostrar el chocolate, haciendo piruetas, haciendo fintas, enganchando
de acá para allá, y las defensas que ven torcidas sus humanidades mientras
aprenden la dura lección del quien sabe pisarla más. El chibolo quiere más. “¡Chalaquita!”
y ni corto ni perezoso eleva la pelota y cuando esta se encuentra a la altura
de la cabeza tira su cuerpo para atrás y patea hacia el arco.
“¡No vale!”, grita el gordito que en definitiva
será el líder de los escolares. Y demostrando la cancha de su viejo o de sus
tíos remata: “Muy alto” y señala el travesaño invisible. La pelota vuelve a
rodar.
La gente, o para ser más precisos yo, estamos
gozando el juego del de la chompita. Su comparito, que parece ser un niño venezolano
que porta la camiseta de la selección de México, juega para él, le da pases. Se
ha integrado otro muchacho al de los recién llegados. Este juega descalzo, pero
no es tan prodigioso como el muchacho de la chompa azul, que, al escuchar el
asombro y la celebración de la platea, o sea mía, ya se la cree y empieza a fintear
más de lo debido, pero es el ego del pelotero. Ahora se le escucha, “ahí-va, ahí-va”,
“¡apura, apura!”, para driblear con la voz, para hacer torcidas de cadera que
con el cuerpo engañan, entra en onda y empieza a caminar guapeando, rengueando,
moviendo la cadera, exagerándola casi como el caminar de un cojo. Como el
caminar del buen chocolatero.
-
Ese
muchacho, en unos años, llegará a la selección – dice entre cachosa y optimista
Isa mientras arropa en protección a Fifi, su tembloroso schnauzer.
-
O
quizá solo termina en buen pelotero de barrio -respondo pensando en aquellos muchachones que, otrora, hacían brillar pistas y canchitas de loza y
que hoy hacen lo mismo en céspedes artificiales como preámbulo para el
fullvaso.
09-05-24