-¿Y en el techo? –le pregunto
desde el piso rojo que el patio da.
-No, no –dicen desde abajo-. Está
porai.
“Es en el techo”.
-Ya, un rato.
Subo. Hace un súper sol. Y no es
la primavera, es el fenómeno del niño. El cerro San Cristóbal ni se ve. Mucho
menos la gran montaña que une a San Juan con Lima Norte, esa que me daba miedo
desde que la vi en toda su dimensión de niño en un cuarto piso del edificio del
frente. Miro inevitablemente para el mar. Ni líneas cristalinas ni el distante
San Lorenzo. Pero arriba, hace sol.
Me dirijo al tanque, que debe
estar bien cuarteado. Una ojeada para la derecha: el collar ya viejo, ya
gastado y con polvo de mi perro. Trago la melancolía, llego a la reserva. Como hay
que hacer, muevo la llave de inmediato, pero con cuidado por el óxido.
-¿Ya?-grito.
Escucho balbuceos, en realidad
escucho poca cosa.
-¿Ya?-reitero.
-Ta’ bajando, ta’ bajando-me
dicen desde abajo.
Más tranquilo por eso, pero menos
tranquilo porque mis manos están secas y sucias y hay ropa por lavar. Me
reservo mi destino y aguaito un ratito por las cajas del techo. Veo un libro
que me hicieron leer en la primaria, uno medio bobo, zonzo, de dos amigos en
las Filipinas. Lo bueno es que mi madre o yo tuvimos mirada de águila –ella decía
y yo hacía- : anda forrado (“forraré con mucho cuidado todos mis libros” pienso
mientras me elevo corriendo por el puente; “forraré todo eso en alguna mesa de
la biblioteca o de la facultad de Educación”, pienso mientras los hilos de agua
van cayendo al envase que me absorberá). La curiosidad me gana como buen gato
que no quiero ser, y doy otra mirada: cuentos americanos y textos de Bolívar
que mi viejo compraba, nada entusiasmante hasta que… ¡El Principito! Me alegran
las llamadas y las ganas de mi tío de que quiera arreglar el caño. Me lo llevo
a las manos y miro si conserva la firma que tenía cuando lo compré hace tres
años en el Centro de la ciudad. Nada de
eso, pero no importa, lo leeré y pensaré en este libro de hojas salidas y de
piel de arena en las que las cuarenta y tres puestas de sol limpian las penas
de los tristes.
Recibo otra llamada. Bajo, hay
que ayudar. El bravo no puede solo –esta vez-.
Mi tío está recostado sobre tres
cojines. Veo su panza y sus esfuerzos por soldar el lavabo. Pese a su barriga,
conserva todavía la forma. Parado al
lado del caño, miro su abdomen, como un arqueólogo, intentando ver antiguas
líneas que me señalen sus abdominales. Hay que hacer esfuerzo y ni así. Luego
pienso en seres divinos llamados mujeres, pero ese es otro cantar.
-Tío, yo lo hago-le digo una,
dos, tres veces…
Se levanta. Llega mi turno. Veo
los adentros del lavabo, algunas tuercas, mangueras. Ni una araña cerca, apenas
polvo. Desde mi posición me alucino algo así como un mecánico. Empiezo, por veleidosos
motivos, a sentirme cómodo, como un niño que aprende algo nuevo y que sirve a
la casa. Echado sobre, ahora, dos cojines, miro una tuerca que sirve de base
para el caño de extraño metal. Mientras le doy vuelta de la derecha para la
izquierda con tan solo mis dos dedos tensos de mi mano diestra, pienso: “Esto está
bacán… La gasfitería es como un arte”. Y de la jardinería pienso en la
gasfitería.
Se ha acabado, hemos usado cosas
alemanas y nuevas compras.
Mi tío muestra esa cara de niño
feliz que a veces tiene; él lo ideó todo. Me muestra un puño, los juntamos. La
puerta abierta nos trae la luz de nuestra escuela la calle –más suya que mía-.
-Bien, sobri, la hiciste como
gasfitero-me dice achinando los ojos y con sus sonrisa de mofa.
20-10-15